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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

El enigma del cuatro (10 page)

BOOK: El enigma del cuatro
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Durante más de tres meses, Curry, Taft y mi padre trabajaron juntos. Y fue entonces cuando Curry hizo el descubrimiento que sería letal para su trabajo en equipo. En aquel momento, ya se había alejado de las galerías y acercado a las casas de subastas, donde estaban en juego los grandes intereses del mundo del arte; y mientras preparaba su primera licitación, se topó con un cuaderno hecho jirones que había pertenecido a un coleccionista de antigüedades recientemente fallecido.

El cuaderno había pertenecido al capitán de puerto genovés, un viejo de caligrafía apretada que tenía la costumbre de hacer comentarios sobre el clima y sobre sus problemas de salud, pero que también llevaba un registro diario de todo lo sucedido en los muelles durante la primavera y el verano de 1497, incluyendo los peculiares acontecimientos que rodearon la llegada de un hombre llamado Francesco Colonna.

El capitán de puerto —a quien Curry llamaba el Genovés, porque el texto nunca menciona su nombre—recopiló los rumores que circulaban por el muelle acerca de Colonna. Se dedicó a escuchar las conversaciones que Colonna mantenía con sus hombres, y se enteró de que el rico romano había ido a Genova para supervisar la llegada a puerto de un importante barco cuyo cargamento sólo él conocía. El Genovés empezó a acercarse diariamente a los aposentos de Colonna para informarle de los barcos que llegaban, y una vez lo sorprendió tomando unas notas que el romano escondió tan pronto como él entró.

Si la cosa hubiera acabado allí, el diario del capitán de puerto habría arrojado poca luz sobre la
Hypnerotomachia
. Pero el capitán era un hombre curioso y a medida que se impacientaba esperando la llegada del barco de Colonna, intuyó que la única forma de descubrir las intenciones del noble era ver los documentos de embarque de Francesco, en los cuales se describía el contenido del cargamento. Al final le preguntó a su cuñado, Antonio, un mercader que solía traficar con mercancías robadas, si era posible contratar a un ladrón que penetrara en los aposentos de Colonna y copiara todo lo que allí pudiera encontrar. Antonio se manifestó dispuesto a ayudar a cambio de que el Genovés lo ayudara en cierta intriga marítima.

Antonio descubrió que incluso los hombres más desesperados rechazaban la oferta en cuanto pronunciaba el nombre de Colonna. El único dispuesto a hacerlo fue un ladronzuelo analfabeto. Pero el ladronzuelo hizo bien su trabajo. Copió los tres documentos que Colonna tenía en su poder: el primero era parte de un relato, que el capitán encontró de poco interés y nunca llegó a describir; el segundo era un trozo de cuero con un complicado diagrama, incomprensible para el Genovés; y el tercero era un peculiar mapa consistente en los cuatro puntos cardinales seguidos de un grupo de cifras, que el Genovés se esforzó en vano por descifrar. El capitán comenzaba a lamentarse de haber contratado al ladrón cuando ocurrió algo que inmediatamente le hizo temer por su vida.

Una noche, al regresar a su casa, el Genovés encontró a su esposa llorando. Ella le explicó que Antonio, su hermano, había sido envenenado en su propia casa durante la cena y que su cuerpo había sido descubierto por un recadero. El ladronzuelo analfabeto había sufrido un destino similar: mientras bebía en una taberna, había sido apuñalado en el muslo por un desconocido que pasaba a su lado. Casi antes de que el tabernero se percatara del hecho, el hombre se había desangrado y el desconocido había desaparecido.

El Genovés vivió los días que siguieron carcomido por la angustia, apenas capaz de llevar a cabo sus labores en el puerto. Nunca regresó a los aposentos de Colonna, pero registró en su diario todos los detalles únicos encontrados por el ladrón y esperó nerviosamente la llegada del barco de Colonna con la esperanza de que el noble se marchara con su mercancía. Su preocupación era tan grande que ni siquiera mencionó las idas y venidas de naves mercantes de gran tamaño. Cuando por fin llegó a puerto el barco de Francesco, el Genovés no daba crédito a lo que veía.

« ¿Por qué habrá de preocuparse un noble por semejante pedazo de corteza —escribió—, por esta barca que más parece un patito mugriento? ¿Qué puede haber en su interior, para que un hombre de estas cualidades se preocupe en lo más mínimo por ella?»

Y cuando supo que la barca había llegado por Gibraltar, trayendo mercancías del norte, al Genovés casi le dio un ataque. Llenó su librito con obscenas maldiciones, diciendo que Colonna era un loco sifilítico y que sólo un cretino o un lunático creería que algo de valor pudiera venir de un lugar como París.

Según Richard Curry, en el cuaderno sólo había dos entradas más referidas a Colonna. En la primera, Genovés registraba una conversación que había escuchado entre Colonna y un arquitecto florentino, único visitante regular del romano. En ella, Francesco aludía a un libro que estaba escribiendo y en el que daba testimonio de la agitación de los últimos años. El Genovés, muerto de miedo todavía, tomó atenta nota de ello.

La segunda entrada, realizada tres días después, era más críptica, pero me recordaba aun más la carta que encontré con mi padre. En ese momento, el Genovés ya se había convencido de que Colonna estaba completamente loco. El romano se negó a que sus hombres descargaran el barco durante el día, e insistió en que la carga sólo podía ser trasladada sin peligro al anochecer. Muchas de las cajas de madera, observó el capitán, eran tan ligeras que habrían podido cargarlas una mujer o un anciano, y se esforzó en imaginar qué especia o metal podía ser embarcado de esa manera. Poco a poco, el Genovés comenzó a sospechar que los socios de Colonna —el arquitecto y dos hermanos también florentinos—eran secuaces o mercenarios de alguna oscura conspiración. Cuando un rumor pareció confirmar este presentimiento, el Genovés lo consignó con fervor.

«Se dice que Antonio y el ladrón no son las primeras víctimas de este hombre, sino que Colonna ha ordenado la muerte de otros dos para satisfacer sus caprichos. Ignoro quiénes son, y aún no he llegado a escuchar sus nombres, pero tengo la certeza de que están relacionados con este cargamento. Supieron de su contenido; él tuvo miedo de ser traicionado. Ahora estoy seguro de ello: el miedo es lo que lo mueve. Sus ojos lo traicionan aunque no lo hagan sus hombres.»

Según mi padre, para Curry la segunda entrada era menos importante que la primera porque ésta podía hacer referencia a la escritura de la
Hypnerotomachia
. Si eso era cierto, el relato que el ladrón había descubierto entre las pertenencias de Colonna, cuyos detalles el Genovés nunca se molestó en registrar, podía haber sido uno de los primeros borradores del manuscrito.

Pero Taft, que en aquel momento ya había empezado a estudiar la
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desde su propio punto de vista, recopilando inmensos catálogos de referencias textuales para hacerlos concordar de manera que cada palabra de Colonna pudiera rastrearse hasta dar con sus orígenes, no concedió la menor relevancia a las notas que el capitán decía haber visto tomar a Colonna. Tan ridícula historia, sostenía, nunca podría iluminar los misterios profundos del gran libro. Pronto trató ese descubrimiento como había tratado los demás libros que había leído sobre el tema: como madera para el fuego.

Su frustración, me parece, no sólo se debía a su opinión sobre el diario. Había visto cómo el equilibrio de poderes se ponía en su contra; la química de su colaboración con Richard Curry se descomponía mientras mi padre lo seducía con nuevos enfoques y posibilidades alternativas.

Y así fue como se inició el enfrentamiento, la batalla de influencias, en la que mi padre y Vincent Taft incubaron el odio recíproco que les duraría hasta el día de la muerte de mi padre. Taft, convencido de que no tenía nada que perder, vilipendió el trabajo de mi padre con la intención de recuperar a Curry. Mi padre, tras sentir que Curry empezaba a ceder ante la presión de Taft, respondió con las mismas armas. En cuestión de un mes, el trabajo de los diez anteriores quedó destruido. Los progresos que los tres hombres habían hecho juntos se desgajaron en tres compartimentos estancos, pues ni Taft ni mi padre querían tener nada que ver con los logros del otro.

Mientras tanto, Curry se mantuvo aferrado al diario del Genovés. Le parecía inconcebible que sus amigos hubieran permitido que sus rencillas insignificantes les hicieran perder el norte. De joven, Curry poseía la misma virtud que más tarde vio y admiró en Paul: compromiso con la verdad y total intransigencia ante las distracciones. De los tres hombres, me parece, fue Curry el que más perdidamente se enamoró del libro de Colonna; fue él quien más ansiaba resolver su misterio. Tal vez el hecho de que mi padre y Taft fuesen investigadores universitarios les hacía ver la
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desde un punto de vista académico. Sabían que la vida de un erudito podía consagrarse al servicio de un solo libro, y eso amortiguaba su sentido de la urgencia. Sólo Richard Curry, el comerciante de arte, mantuvo ese ritmo frenético. Ya en esa época debía de presentir su futuro. Su vida entre libros sería efímera.

No uno, sino dos sucesos, precipitaron los acontecimientos. El primero ocurrió cuando mi padre volvió a Columbus para aclararse las ideas. Tres días antes de regresar a Nueva York se tropezó —literalmente—con una estudiante de la universidad de Ohio State. Ella y sus hermanas Pi Beta Phi habían emprendido una campaña de colecta de libros y estaban solicitando donaciones en las tiendas para el acto benéfico anual. Sus caminos se cruzaron en la puerta de la librería de mi abuelo antes de que ninguno de los dos pudiera darse cuenta. Después de que un puñado de páginas y libros saltaran por los aires, mi madre y mi padre acabaron en el suelo, y la aguja del destino dio una puntada y siguió con su camino.

Cuando llegó a Manhattan, mi padre se sentía irremisiblemente perdido, atónito por el encuentro con la chica de pelo largo y ojos azules, que pertenecía a una hermandad y lo llamaba Tigre, pero no en referencia al símbolo de Princeton sino al poema de Blake. Aun antes de conocerla, mi padre sabía que ya no soportaba a Taft. Sabía también que Richard Curry se había metido en un callejón sin salida, obsesionado con el diario del capitán de puerto. Había sentido la llamada del hogar. Con su padre enfermo, y con una mujer esperándolo en su verdadero puerto, mi padre regresó a Manhattan sólo para recoger sus cosas y decir adiós. Sus años en la Costa Este, que habían comenzado de manera tan prometedora en Princeton y con Richard Curry, llegaban a su fin.

Cuando llegó al lugar en el que mantenían las reuniones semanales, sin embargo, dispuesto a darles la noticia, mi padre se vio arrastrado por los efectos de un nuevo terremoto. Una noche, durante su ausencia, Taft y Curry habían discutido, y la siguiente habían llegado a las manos. El viejo capitán de fútbol no pudo competir con el tamaño de oso de Vincent Taft, a quien bastó un puñetazo para romperle la nariz a Curry. Después, la víspera de la llegada de mi padre, Curry salió de su piso, con los ojos morados y la nariz cubierta de vendas, para cenar con una mujer que trabajaba en la galería. Al regresar esa noche, se encontró con que varios documentos de la casa de subastas, al igual que toda su investigación sobre la
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, habían desaparecido. El objeto que vigilaba con más celo, el diario del capitán de puerto, se había esfumado con lo demás.

Curry no tardó en lanzar acusaciones, pero Taft las negó todas. La policía les informó de una cadena de robos locales y mostró poco interés en la desaparición de unos cuantos libros viejos. Pero mi padre, que llegó en mitad de la tormenta, se puso de inmediato de lado de Curry. Ambos le dijeron a Taft que preferían no volverlo a ver; mi padre explicó que tenía un billete para Columbus, que partiría a la mañana siguiente y que no tenía intenciones de regresar. Richard Curry y él se despidieron mientras Taft los miraba en silencio.

Así terminó la etapa de formación de la vida de mi padre y el año que puso en marcha, por sí solo, toda la relojería de su identidad futura. Cuando pienso en ello, me pregunto si a los demás no nos sucede lo mismo. La madurez es un glaciar que invade silenciosamente la juventud. Cuando llega, la impronta de la juventud se hiela de repente, y nos congela para siempre en la imagen de nuestro último gesto, la postura en que estábamos cuando comenzó la edad de hielo. Las tres facetas de Patrick Sullivan, cuando el frío comenzó a apoderarse de él, eran las de marido, padre y académico. Las tres lo marcaron hasta el fin de sus días.

Tras el robo del diario del capitán, Taft desapareció de la vida de mi padre, pero con el tiempo resurgió como el tábano de su carrera, pisándole siempre los talones. Curry perdería todo contacto con mi padre durante más de tres años, hasta su boda. La carta que le escribió entonces era un tanto inquietante, porque hablaba, sobre todo, de los días más oscuros de sus vidas. Las primeras palabras felicitaban a los novios; el resto hacía referencia a la
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.

Pasó el tiempo y sus mundos se fueron alejando. A Taft, gracias al impulso de los primeros años, le concedieron una beca de investigación permanente en el prestigioso Instituto de Estudios Avanzados, donde Einstein había trabajado cuando vivía cerca de Princeton. Era un honor que de seguro mi padre envidiaba, y que liberaba a Taft de todas las obligaciones de un profesor universitario: con la excepción de los consejos que daba a Paul y a Bill Stein, el viejo oso nunca tuvo que soportar a ningún estudiante, nunca tuvo que dar una clase. Curry obtuvo un puesto de importancia en la casa de subastas Skinner's, en Boston, y a partir de entonces no hizo sino escalar hacia el éxito profesional. En la librería de Columbus donde mi padre había aprendido a caminar, ahora había tres niños que lo mantenían lo bastante ocupado como para que olvidara, por un instante, la impresión permanente que le había dejado su experiencia en Nueva York. Los tres hombres, separados por el orgullo y el azar, encontraron formas de reemplazar la
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, sucedáneos que ocuparon el lugar de una búsqueda incompleta. Una vez más, el reloj generacional completó una vuelta completa y el tiempo convirtió en extraños a quienes habían sido amigos. Francesco Colonna, dueño de la llave que daba cuerda al reloj, debió de creer entonces que su secreto estaba a salvo.

Capítulo 7

—¿
H
acia dónde? —le pregunto a Paul mientras la biblioteca desaparece a nuestra espalda.

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