El enigma del cuatro (8 page)

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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
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—¿Quieres que vayamos contigo? —pregunta Gil.

Paul niega.

—No es necesario.

Pero alcanzo a notar el temblor de su voz.

—Yo iré —digo.

—Os esperaré en la habitación —dice Gil—. ¿Llegaréis a tiempo para la conferencia de Taft, a las nueve?

—Sí —dice Paul—. Por supuesto.

Gil se despide y se da la vuelta. Paul y yo seguimos por el sendero que lleva a Firestone.

Al quedarnos solos, me doy cuenta de que ninguno de los dos sabe qué decir. Hace días que no conversamos. Como hermanos que no aprueban la mujer del otro, somos incapaces de charlar informalmente sin tropezar con nuestras diferencias: Paul cree que yo abandoné la
Hypnerotomachia
para estar con Katie; yo creo que él ha abandonado más cosas de las que cree para seguir con la
Hypnerotomachia
.

¿Qué quiere Bill? —le pregunto cuando nos acercamos a la entrada principal.

—No lo sé. No ha querido decírmelo.

¿Dónde nos encontraremos con él?

—En la Sala de Libros Raros y Antiguos.

Donde Princeton conserva su ejemplar de la
Hypnerotomachia
.

—Creo que ha descubierto algo importante.

¿Como qué?

—No lo sé. —Paul duda, como si buscara las palabras adecuadas—. Pero este libro contiene incluso más de lo que habíamos creído. Estoy seguro. Tanto Bill como yo sentimos que estamos a punto de dar con algo grande.

Hace semanas que no veo a Bill Stein. Lentamente, mientras goza del sexto año de un doctorado aparentemente eterno, Stein ha estado completando poco a poco una tesis doctoral sobre la tecnología de las imprentas renacentistas. Aquel hombre esquelético tenía pensado trabajar como bibliotecario hasta que ambiciones más grandes se cruzaron en su camino: cátedras, puestos titulares, ascensos, todas las fijaciones que surgen cuando lo que quieres es servir a los libros para después, gradualmente, querer que los libros te sirvan a ti. Cada vez que lo veo fuera de Firestone me parece una especie de fantasma huidizo, una bolsa de huesos demasiado tensa. Tiene los ojos pálidos y el pelo rojo y rizado: una mezcla de irlandés y judío. Huele a moho de biblioteca, a los libros que todos los demás han olvidado, y después de hablar con él tengo pesadillas en las que la Universidad de Chicago aparece ocupada por ejércitos de Bill Steins, estudiantes que incorporan a su trabajo impulsos robóticos que yo nunca he tenido y cuyos ojos de color níquel son capaces de adivinar mis pensamientos.

Paul piensa otra cosa. Dice que Bill, a pesar de su aspecto impresionante, tiene una carencia intelectual: le falta vida. Stein se arrastra por la biblioteca como una araña en un desván, devorando libros muertos y transformándolos en un hilo fino. Lo que construye con ellos siempre es mecánico, poco inspirado, fruto de simetrías que Stein no es capaz de variar.

—¿Por aquí? —pregunto.

Paul me conduce al pasillo. La Sala de Libros Raros y Antiguos queda apartada en una esquina de Firestone, y es fácil pasar de largo sin verla. Allí dentro, donde los libros más recientes son de hace unos cuantos siglos, la escala del tiempo se vuelve relativa. Los estudiantes de los últimos cursos vienen aquí como niños de excursión: los bolígrafos y los lápices les son confiscados, sus dedos sucios son controlados. En este lugar se puede oír a un bibliotecario riñendo a un catedrático y ordenándole que mire, pero que no toque. Los profesores eméritos de la facultad vienen aquí para sentirse jóvenes otra vez.

Ahora hemos entrado en el mundo de Stein. La señora Lockhart, la bibliotecaria que el mundo olvidó, es una mujer que tal vez remendó medias con la esposa de Gutenberg. Su piel blanca y suave parece echada sobre un marco ligero, pensado especialmente para flotar sobre los anaqueles. La mayor parte del tiempo se la puede encontrar murmurando en lenguas muertas entre los libros que la rodean, como un taxidermista que le habla a sus mascotas. Pasamos sin mirarla a los ojos tras firmar en una carpeta con un bolígrafo atado al escritorio.

—Tu amigo está allí dentro —le dice a Paul al reconocerlo. A mí tan sólo me olisquea.

Cruzamos un área estrecha y llegamos ante una puerta que nunca he cruzado. Paul se acerca, da dos golpes y espera una respuesta.

—¿Señora Lockhart? —responde la voz, aguda y desigual.

—Soy yo —dice Paul.

Se oye el ruido seco de un pestillo al otro lado de la puerta, que se abrelentamente. Bill Stein aparece ante nosotros. Es medio palmo más alto que ambos. Me fijo, en primer lugar, en sus ojos plomizos e inyectados de sangre. Sus ojos se fijan en mí.

—Tom ha venido contigo —dice, frotándose la cara—. Vale. Bueno, vale.

Bill habla con aparente incoherencia, como si le faltara algún mecanismo entre el cerebro y la boca. La impresión que da puede ser engañosa. Después de unos minutos de contacto, uno empieza a ver en él fogonazos de talento.

—Ha sido un mal día —dice, haciéndonos pasar—. Una mala semana. Pero no pasa nada, estoy bien.

—¿Por qué no podíamos hablar por teléfono?

Stein abre la boca pero no contesta. Ahora se está escarbando algo que tiene entre los incisivos. Se abre la cremallera de la chaqueta y se dirige a Paul.

¿Alguien ha estado husmeando en tus libros? —pregunta.

—¿Qué?

—Porque alguien ha estado husmeando en los míos.

—Bill, esas cosas pasan.

—¿Mi ensayo sobre William Caxton? ¿Mi microfilm de Aldus?

—Caxton es una figura importante —dice Paul.

Nunca antes he oído hablar de William Caxton.

—¿El texto de 1877 sobre él? —Dice Bill—. Sólo está disponible en el Anexo Forrestal. Y las
Cartas de Santa Catalina
, de Aldus… —Se da la vuelta hacia mí—. Que no son, como se cree corrientemente, el primer documento en el que se utilizan las cursivas. —Vuelve a Paul—. Excepto tú y yo, nadie ha consultado el microfilm desde los años setenta. Setenta y uno, setenta y dos. Pero ayer alguien lo reservó. Ayer. ¿No te ha pasado lo mismo a ti?

Paul frunce el ceño.

—¿Has hablado con los de Préstamos?

—¿Préstamos? He hablado con Rhoda Cárter. No saben nada.

Rhoda Cárter, bibliotecaria en jefe de Firestone. Donde el libro se detiene.

—No lo sé —dice Paul, tratando de no poner más nervioso a Bill—. Lo más probable es que no sea nada. Yo no me preocuparía demasiado.

—Yo no estoy… yo no me preocupo. Pero esto es lo que pasa. —Bill se abre paso hacia el extremo opuesto de la habitación, donde el espacio entre la pared y la mesa parece demasiado estrecho para que alguien quepa. Bill pasa sin hacer el menor ruido y se da una palmada en el bolsillo de su vieja chaqueta de cuero—. He recibido algunas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan. Primero en mi piso, luego en el despacho. —Niega con la cabeza—. No es nada. Vayamos al grano. He encontrado algo. Puede ser lo que necesitas o puede que no. No lo sé. Pero creo que puede ayudarte a terminar.

Se saca de la chaqueta un objeto del tamaño aproximado de un ladrillo, envuelto en capas de tela. Ya antes he notado esta peculiaridad de Stein: sus manos tiemblan hasta que coge un libro. Lo mismo sucede ahora: mientras desenvuelve el objeto, sus movimientos parecen más controlados. Dentro del envoltorio hay un volumen gastado de poco más de cien páginas. Huele a salitre.

—¿De qué colección es? —pregunto al no ver título alguno en el lomo.

—De ninguna —dice—. Nueva York. Lo he encontrado en una tienda de antigüedades.

Paul guarda silencio. Lentamente extiende una mano hacia el libro. La cubierta de piel es rudimentaria; está resquebrajada y cosida con cordeles de cuero. Las páginas están cortadas a mano. Un objeto innovador, tal vez. El libro de un pionero.

—Debe de tener cien años —digo cuando veo que Stein no ofrece detalles—. Ciento cincuenta.

A Stein le cruza el rostro una expresión irritada, como si un perro acabara de ensuciar su alfombra.

—Te equivocas —dice—. Te equivocas. —Me percato de que yo soy el perro—. Tiene quinientos años.

Vuelvo a concentrarme en el libro.

—De Genova —continúa Bill, dirigiéndose a Paul—. Huélelo.

Paul guarda silencio. Se saca del bolsillo un lápiz sin punta, le da la vuelta y abre la tapa del libro suavemente con la goma de borrar. Bill ha marcado una página con una cinta de seda.

—Con cuidado —dice Stein, desplegando las manos encima del libro. Tiene las uñas en carne viva de tanto mordérselas—. No dejes marcas. Lo tengo en préstamo. —Duda un instante—. Debo devolverlo cuando haya terminado de usarlo.

—¿Quién lo tenía?

—La librería Argosy —repite Bill—. En Nueva York. Es lo que necesitabas, ¿no? Ahora podemos terminar.

Paul parece no darse cuenta del cambio de pronombres que se produce en el lenguaje de Stein.

—¿Qué es? —digo con más firmeza.

—El diario del capitán de puerto de Genova —dice Paul. Su voz es suave, sus ojos giran sobre la caligrafía de las páginas.

Estoy sorprendido.

—¿El diario de Richard Curry?

Paul asiente. Hace treinta años, Curry estuvo trabajando en un viejo manuscrito genovés que, según él, daría la clave de la
Hypnerotomachia
. Poco después de que le hablara de él a Taft, el libro desapareció de su piso. Se lo habían robado. Curry insistió en que Taft era el culpable. Sea cual fuere la verdad, Paul y yo aceptamos desde el principio que no íbamos a poder consultar el libro y seguimos trabajando sin él. Ahora que Paul estaba terminando su tesina, el valor del diario podía ser incalculable.

—Richard me dijo que aquí dentro había referencias a Francesco Colonna —dice Paul—. Francesco estaba esperando la llegada de un barco. El capitán de puerto tomaba notas diariamente acerca de él y de sus hombres. Dónde pasaban la noche, qué hacían…

—Quédatelo durante un día —interrumpe Bill. Se pone de pie y avanza hacia la puerta—. Haz una copia si lo crees necesario. A mano. Haz lo que necesites para terminar tu trabajo, pero tienes que devolvérmelo.

Paul se distrae.

—¿Te vas?

—Tengo que irme.

—¿Nos vemos en la conferencia de Vincent?

—¿Dónde? —Stein se detiene—. No. No puedo.

Sólo verlo tan agitado me está poniendo nervioso.

—Estaré en mi despacho —continúa mientras se pone una bufanda roja de tela escocesa alrededor del cuello—. Recuerda, tienes que devolvérmelo.

—Sí, seguro —dice Paul, acercándose al cuerpo el pequeño atado—. Lo revisaré esta misma noche. Puedo tomar notas.

—Y no se lo digas a Vincent —añade Stein mientras se sube el cierre de la chaqueta—. Que quede entre nosotros.

—Te lo devolveré mañana mismo —dice Paul—. Tengo que entregar la tesina antes de las doce.

—Hasta mañana, entonces —dice Stein, echándose la bufanda sobre el hombro y escabullándose. Sus salidas son tan abruptas que siempre tienen un aire dramático. Ya ha cruzado el umbral que preside la señora Lockhart y ha desaparecido. La vieja bibliotecaria pone una mano mustia sobre una copia ajada de Víctor Hugo como si le acariciara el cuello a un antiguo novio.

—Señora Lockhart —suena la voz de Bill desde un lugar que no podemos ver—, hasta luego.

—¿De verdad es el diario? —pregunto en cuanto Stein se ha ido.

—Tú escucha —dice Paul.

Vuelve a concentrarse en el librito y comienza a leer en voz alta. La traducción avanza entrecortadamente al principio, mientras Paul lucha con el dialecto ligur, la lengua de la Genova de Cristóbal Colón, en la cual menudean palabras perdidas que parecen francesas. Pero poco a poco fluye con mayor facilidad.

—«Anoche, mar alta. Un barco… desguazado en la orilla. La marea ha traído tiburones, uno de ellos muy grande. Los marineros franceses van a los burdeles. Un moro… ¿corsario?…, ha sido visto en aguas próximas.»

Pasa varias páginas, leyendo al azar.

—«Bello día. María se recupera. El médico dice que su orina mejora. ¡Costoso matasanos! El… herborista… dice que puede tratarla por la mitad de precio. ¡Y el doble de rápido!» —Paul se detiene y mira fijamente la página—. «Los excrementos de murciélago» —continúa—«todo lo curan».

Lo interrumpo.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la
Hypnerotomachia
?

Pero él sigue yendo y viniendo por las páginas.

—«Ayer, un capitán veneciano bebió demasiado y comenzó a fanfarronear. Nuestras debilidades en Fornovo. La vieja derrota de Portofino. Los hombres lo trajeron al astillero y lo ataron a un mástil. Todavía sigue allí esta mañana.»

Antes de que pueda repetir la pregunta, los ojos de Paul se abren.

—«El hombre de Roma volvió a venir anoche» —lee—. «Vestido con más lujos que un duque. Nadie sabe qué hace aquí. ¿Por qué ha venido? Les pregunto a los otros. Quienes algo saben se niegan a hablar. Corre el rumor de que un barco suyo se acerca a puerto. Ha venido para asegurarse de que llega sin percances.»

Me yergo sobre la silla. Paul pasa la página y continúa.

—« ¿Qué puede ser tan importante como para que un hombre así venga a verlo? ¿Cuál es la carga? Mujeres, dice el borracho del Barbo. Esclavas turcas, un harén. Pero he visto a este hombre, a quien sus sirvientes llaman Señor Colonna y Hermano Colonna sus amigos: es un caballero. Y he visto lo que hay en sus ojos. No es deseo. Es miedo. Parece un lobo que ha visto un tigre.»

Paul se detiene con la mirada fija en las palabras. Curry le ha repetido esa última frase más de una vez. Incluso yo la reconozco. «Un lobo que ha visto un tigre.»

La cubierta se cierra en las manos de Paul, la semilla dura y negra en su cáscara de tela. El aire se llena de un olor salado.

—Chicos —dice una voz que llega de ninguna parte—. Vuestro tiempo se ha acabado.

—Vamos, señora Lockhart.

Paul comienza a moverse mientras cubre el libro con la tela y lo envuelve cuidadosamente.

—¿Y ahora qué? —pregunto.

—Tenemos que mostrárselo a Richard —dice, metiéndose el pequeño atado bajo la camisa que le ha prestado Katie.

—¿Esta noche? —digo.

La señora Lockhart murmura algo cuando salimos, pero no levanta la cara.

—Richard tiene que saber que Bill lo ha encontrado —dice Paul, mirando el reloj.

—¿Dónde está?

—En el museo. Esta noche se celebra una fiesta en honor de los miembros del consejo de administración.

Dudo un instante. Había dado por hecho que Richard Curry había venido para celebrar la entrega de la tesina de Paul.

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