El enigma del cuatro (28 page)

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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

BOOK: El enigma del cuatro
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Capítulo 16

U
n verano, después de sexto grado, mi padre me mandó a un campamento de dos semanas de duración para antiguos Boy Scouts díscolos, cuyo propósito, ahora me doy cuenta, era reintegrarme entre mis compañeros más meritorios. Me habían retirado el pañuelo de Scout el año anterior por tirar petardos dentro de la tienda de campaña de Willy Carlson y más concretamente, por seguir opinando que aquello tenía su gracia incluso después de que me explicaran lo de la constitución débil y la vejiga excitable de Willy. El tiempo había pasado, y mis padres esperaban que las indiscreciones hubieran quedado en el olvido. En medio del alboroto que rodeó a Jake Ferguson, el muchacho de doce años cuyo negocio de tiras cómicas pornográficas transformó la experiencia moralmente estreñida del campamento en una empresa lucrativa que nos ampliaría los horizontes, fui degradado al nivel de un mal menor. Catorce días a orillas del lago Eire —parecían pensar mis padres—me devolverían al seno del rebaño.

En menos de noventa y seis horas se demostró lo equivocados que estaban. Mediada la primera semana, un jefe de grupo me dejó en casa y se largó enojado y sin mediar palabra. Me habían despedido deshonrosamente, esta vez por enseñarles a mis compañeros de campamento una canción inmoral. Una carta de tres páginas del director, densa en adjetivos penitenciarios y judiciales, me ubicaba entre los peores Scouts reincidentes del centro de Ohio. Como no sabía a ciencia cierta qué era un reincidente, les expliqué a mis padres lo que había hecho.

Nos habíamos reunido con una tropa de Chicas Scouts para navegar en canoa. Iban cantando una canción que yo conocía de las oscuras épocas que mi hermana había pasado entre campamentos y escudos: «Haz nuevos amigos, conserva a los viejos; los unos son plata, los otros son oro». Tras heredar de ella una letra alternativa, decidí compartirla con mis compañeros:

No hagas amigos, patea a los viejos.

Sólo quiero plata, sólo quiero oro.

Estas líneas difícilmente podían ser motivo de expulsión, pero Willy Carlson, en un brillante arrebato de venganza, le propinó al instructor más viejo una patada mientras éste se agachaba para encender una fogata. Luego dijo que la culpa la tenía mi mala influencia: la nueva letra había hechizado su pie, proyectándolo contra el culo del viejo instructor. En cuestión de horas, la maquinaria de la justicia Scout se había puesto en marcha, y ambos estábamos haciendo las maletas.

Esta experiencia no tuvo más que dos consecuencias (aparte de mi abandono definitivo de los Boy Scouts). Primero, una estrecha amistad con Willy Carlson, cuya vejiga excitable, según supe después, no era más que una mentira inventada para conseguir que me echaran por primera vez. ¿Cómo no iba a caerte bien un tío así? Y segundo, un serio sermón de mi madre, cuyo argumento no entendí hasta que mis años en Princeton estaban a punto de llegar a su fin. No tenía ninguna objeción al primer verso de la letra reformada, a pesar de que técnicamente fuese el pateo de ancianos lo que me condenó. Lo que más la preocupó fue la extraña obsesión del segundo verso.

—¿Por qué plata y oro? —dijo, tras sentarme en la pequeña trastienda de la librería, donde almacenaba los libros y los viejos archivadores.

—¿Qué quieres decir? —pregunté. En la pared había un calendario viejo del Museo Columbus de Arte, en la página del mes de mayo, en la que había un cuadro de Edward Hopper: una mujer sentada sola en su cama. No podía quitarle la mirada de encima.

—¿Por qué no cohetes? —preguntó—. ¿O fogatas?

—Porque eso no sirve. —Recuerdo haberme sentido irritado; las respuestas me parecían evidentes—. El último verso tiene que ser parecido al original.

—Escúchame bien, Tom. —Mi madre me puso una mano en el mentón y me giró la cara para que la mirara. Según con qué luz, su pelo parecía dorado, como el de la mujer del cuadro de Hopper—. Esto no es normal. A un chico de tu edad no deberían importarle la plata y el oro.

—Si a mí no me importan. ¿Qué importancia tiene eso?

—Cada deseo tiene su objeto adecuado.

Se parecía a algo que me habían dicho en catequesis.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que la gente se pasa la vida deseando las cosas equivocadas. El mundo confunde a la gente, y la gente ama y desea lo que no debería. —Se ajustó el cuello del vestido de tirantes y se sentó a mi lado—. Lo único que se necesita para ser feliz es desear lo adecuado en la medida adecuada. No el dinero, ni los libros, sino la gente. Los adultos que no comprenden esto nunca logran sentirse satisfechos. No quiero que a ti te pase lo mismo.

Nunca entendí por qué le parecía tan importante que mis pasiones se encauzaran en la dirección apropiada. Me limité a asentir de manera solemne, prometí que jamás volvería a cantar canciones que hablaran de metales preciosos, y noté que había logrado apaciguar a mi madre.

Pero el problema no eran los metales preciosos. Ahora me doy cuenta de que mi madre estaba librando una batalla de mayor envergadura para salvarme de algo peor: de convertirme en mi padre. La obsesión de mi padre por la
Hypnerotomachia
era, para ella, el mejor ejemplo de una pasión insensata, y luchó contra esa obsesión hasta el día de su muerte. Sospecho que mi madre consideraba el amor de mi padre por el libro una perversión, una desviación de su amor por su esposa y su familia. Pero ninguna fuerza, ningún intento de persuasión podían evitarlo. En ese momento, cuando mi madre se dio cuenta de que había perdido la batalla para corregir la vida de mi padre, decidió empezar a batallar por la mía.

No estoy muy seguro de haber cumplido mis promesas. La persistencia de los niños en sus comportamientos infantiles debe de ser asombrosa para las mujeres, que aprenden a comportarse bien más rápido que nosotros. A lo largo de mi niñez, hubo en casa un monopolio de los errores, y yo fui su Rockefeller. Nunca imaginé la magnitud del error del que me advertía mi madre hasta que tuve la mala fortuna de cometerlo. Pero entonces, sin embargo, fue Katie y no mi familia quien sufrió las consecuencias.

Llegó enero, y el primer acertijo de Colonna dio paso a otro, y luego a un tercero. Paul sabía dónde buscarlos, pues había detectado un patrón en la
Hypnerotomachia
: siguiendo un ciclo regular, la extensión de los capítulos aumentaba de cinco o diez páginas a veinte, treinta o incluso cuarenta. Los capítulos más cortos estaban agrupados en series de tres o cuatro, mientras que los largos eran más independientes. Tras hacer un gráfico con la extensión de los capítulos, advertimos que los largos periodos de poca intensidad quedaban interrumpidos por picos de larga extensión, creándose así un perfil visual que Paul y yo acabamos considerando el pulso de la
Hypnerotomachia
. Ese diseño continuaba hasta el final de la primera parte del libro, punto en el que comenzaba una secuencia extraña y confusa en la cual ningún capítulo superaba las once páginas.

Paul comprendió rápidamente el sistema, utilizando nuestro éxito con Moisés y sus cuernos: cada pico de capítulos largos e independientes proporcionaba un acertijo; la solución al acertijo, su clave, se aplicaba luego a la serie de capítulos cortos que lo seguían, y eso proporcionaba la siguiente parte del mensaje de Colonna. La segunda parte del libro, aventuró Paul, debía de ser mero relleno, igual que parecían serlo los primeros capítulos de la primera mitad: una distracción para mantener la apariencia narrativa de una historia que por lo demás era fragmentaria.

Nos dividimos el trabajo. Paul buscaba los acertijos de los capítulos largos y me los dejaba para que yo los resolviera. El primero al que me enfrenté fue éste: « ¿Cuál es la armonía más pequeña de una gran victoria?».

—Me hace pensar en Pitágoras —me dijo Katie cuando se lo expliqué mientras comíamos pastel y bebíamos chocolate caliente en un Small World Coffee—. En Pitágoras, todo tiene armonías. La astronomía, la virtud, las matemáticas…

—Yo creo que tiene que ver con la guerra —repliqué; había pasado un buen rato revisando textos sobre ingeniería del Renacimiento en Firestone. En una carta al duque de Milán, Leonardo aseguraba ser capaz de construir carros impenetrables, como tanques renacentistas, al igual que morteros portátiles e inmensas catapultas para utilizar durante los cercos. La filosofía y la tecnología se confundían poco a poco: había una matemática de la victoria, un conjunto de proporciones que el arma perfecta debía tener.

A la mañana siguiente. Katie me despertó a las 7.30 para ir a correr antes de su clase de las 9.00.

—Lo de la guerra no tiene sentido —me dijo, empezando a analizar la sintaxis del acertijo como sólo podía hacerlo un estudiante especializado en filosofía—. La pregunta tiene dos partes: la armonía más pequeña y una gran victoria. Lo de la gran victoria puede significar cualquier cosa. Deberías concentrarte en la parte más clara. «La armonía más pequeña» tiene menos significados concretos.

Pasábamos frente a la estación de Dinky, de camino al extremo oeste del campus, y me limité a refunfuñar, envidiando a los pocos pasajeros que esperaban el tren de las 7:43. Correr y pensar antes de que el sol haya acabado de salir me parecían actividades anormales, y Katie sabía que la niebla no se disiparía de mis pensamientos hasta el mediodía. Aquello era aprovecharse, castigarme por no tomar en serio a Pitágoras.

—Y entonces ¿qué sugieres?

Ella ni siquiera parecía tener dificultades para respirar.

—Pasaremos por Firestone a la vuelta. Te mostraré dónde creo que deberías buscar.

Así continuó el asunto durante dos semanas: me levantaba al amanecer para mi sesión de calistenia y rompecabezas, le explicaba a Katie mis ideas acerca de Colonna de tal modo que ella tuviera que bajar el ritmo para escucharme, y después corría más rápido para que ella tuviera menos tiempo de decirme en qué me equivocaba. Pasábamos juntos las últimas horas de la noche y las primeras horas de la mañana con tanta frecuencia que, siendo tan racional como era, acabaría por ocurrírsele que pasar la noche en Dod sería mucho más fácil que cruzar el campus desde y hacia Holder. Cada mañana, al verla en sus shorts de lycra y su camiseta, trataba de pensar en una nueva forma de extenderle la invitación, pero Katie parecía esforzarse por no entenderme. Gil me había contado que su ex novio, el jugador de
lacrosse
de uno de mis seminarios, había transformado su relación con ella en un juego: no forzaba sus afectos cuando estaba borracha, de manera que ella se derretía de gratitud cuando estaba sobria. A Katie le costó tanto tiempo darse cuenta de la manipulación que durante el primer mes que pasamos juntos siguió con mal sabor de boca.

—¿Qué debo hacer? —pregunté una noche, una vez Katie se hubo ido, cuando ya la frustración se había vuelto casi insoportable. Cada mañana, después del ejercicio matutino, recibía un diminuto beso en la mejilla, lo cual, dadas las circunstancias, no alcanzaba a cubrir mis gastos; y ahora que había empezado a pasar más y más tiempo con la
Hypnerotomachia
y a sobrevivir con cinco o seis horas de sueño cada noche, estaba acumulando una nueva deuda. Tántalo y sus uvas no eran nada para mí: cuando quería a Katie, recibía a Colonna; cuando quería concentrarme en Colonna, sólo podía pensar en dormir; y cuando por fin trataba de dormir, venían los golpes en la puerta, y era el momento de salir a correr con Katie. La comedia de llevar siempre un retraso crónico con respecto a mi vida no me hacía la menor gracia. Me merecía algo mejor.

Por primera vez, sin embargo, Gil y Charlie hablaron con una misma voz:

—Ten paciencia —dijeron—. Katie lo merece.

Y, como de costumbre, tenían razón. Una noche, durante nuestra quinta semana juntos, Katie nos eclipsó a todos. Regresaba de un seminario de filosofía y decidió pasar por Dod y explicarnos su idea.

—Escuchad esto —dijo sacando de su mochila una copia de la
Utopía
de Tomás Moro y leyendo un pasaje.

Los habitantes de Utopía tienen dos juegos similares al ajedrez. El primero es una suerte de concurso aritmético en el cual ciertos números «se toman» a otros. El segundo es una batalla campal entre virtudes y vicios, que ilustra, de manera bastante ingeniosa, la forma en que los vicios viven en conflicto mutuo pero se combinan en contra de las virtudes. Demuestra lo que determina, en última instancia, la victoria de un lado o del otro.

Me cogió la mano y puso el libro en ella, esperando a que leyera el pasaje de nuevo.

Le eché un vistazo a la contraportada.

—Escrito en 1516 —dije—. Menos de veinte años después de la
Hypnerotomachia
.

La diferencia cronológica no era excesiva.

—Una batalla campal entre virtudes y vicios —repitió Katie—que muestra lo que determina la victoria de un lado o del otro.

Y comencé a caer en la cuenta de que tal vez tuviera razón.

Mientras salimos juntos, Lana McKnight tenía una regla. Nunca mezclar los libros con la cama. En el espectro de la emoción, el sexo y el pensamiento estaban en extremos opuestos: ambos existían para ser disfrutados, pero no al mismo tiempo. Me sorprendía que una chica tan inteligente pudiera volverse tan desaforadamente estúpida en la oscuridad: iba por la habitación agitándose en su salto de cama con estampado de leopardo como una cavernícola a la que yo hubiera golpeado con un palo, o diciéndome cosas que habrían escandalizado incluso a la jauría de lobos que la había criado. Nunca me atreví a decirle a Lana que tal vez gemir menos significara más, pero desde la primera noche imaginé lo maravilloso que sería si mi mente y mi cuerpo pudieran sentirse excitados al mismo tiempo. Probablemente intuí esa posibilidad en Katie desde el principio, después de esas mañanas que pasábamos ejercitando ambos músculos al mismo tiempo. Pero aquello no ocurrió hasta esa noche: mientras trabajábamos en las implicaciones de su descubrimiento, desapareció el último residuo de su viejo jugador de
lacrosse
, y tuvimos que empezar de cero.

Lo que recuerdo más claramente de esa noche es que Paul tuvo la delicadeza de dormir en el Ivy, y que las luces permanecieron encendidas durante todo el tiempo que Katie pasó conmigo. Estaban encendidas mientras leíamos a Tomás Moro, tratando de entender qué juego era ése en el cual las grandes victorias eran posibles cuando había armonía entre las virtudes. Estaban encendidas cuando descubrimos que uno de los juegos que Moro mencionaba, llamado el Juego de los Filósofos, o
Rithmomachía
, era precisamente del estilo preferido de Colonna, y tal vez el más difícil de todos los juegos jugados por los hombres medievales o renacentistas. Estaban encendidas cuando Katie me besó por decir que tal vez ella tuviera razón después de todo, porque
Rithmomachía
resultó ser un juego que sólo puede ganarse creando una armonía entre números, la más perfecta de las cuales produce el inusual resultado conocido como
gran victoria
. Y estaban encendidas cuando me besó de nuevo por admitir que mis otras ideas debían estar equivocadas y que habría debido hacerle caso desde el principio. Me di cuenta, finalmente, del malentendido que había persistido entre nosotros desde la mañana en que salimos a correr por primera vez: mientras yo me esforzaba por tratarla de igual a igual, ella intentaba ir un paso por delante. Había intentado demostrar que los estudiantes de cuarto la intimidaban, que merecía que la tomaran en serio… y no se había dado cuenta, hasta esa noche, que lo había logrado.

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