Cuando la noche se oscureció más y la vergüenza de tales hechos tuvo un manto negro con que cubrirse, otros individuos de la peor calaña, se ocupaban en desnudar a los muertos y en buscar anillos y relojes y dijes en el cuerpo de los heridos… Mil farolitos temblorosos semejantes a las vagabundas claridades de un cementerio, rebuscaban con su luz siniestra por aquí y por allí, iluminando semblantes lívidos y destrozados cuerpos. Por otro lado los que habían recogido gran cantidad de dinero en duros españoles, se ocupaban en cambiarlos por oro a los ingleses, los cuales, como buenos mercaderes en toda la extensión del globo terráqueo, se hacían pagar la guinea a ocho pesos. Había quien acaparaba todas las ropas, ora sacándolas de los cofres, ora arrancándolas del cuerpo de vivos y muertos. Porque nada faltase, hasta hubo quien hizo acopio de la pólvora de los furgones, para venderla después a los guerrilleros de la Montaña y el Páramo. El vino obtenía preferencia y primas escandalosas, y toda la carretería y recuas de Vitoria tuvieron en qué ocuparse. Muchos aldeanos se enriquecieron con la rapiña de aquella noche, y en Álava y la Rioja existen todavía familias ricas cuya fortuna proviene de la batalla de Vitoria.
En cambio, si gran parte del gentío de Vitoria y de sus inmediaciones había acudido allí para recoger los restos del naufragio, muchas personas llegaban impulsadas por la simple vehemencia personal de la guerra, para contemplar el odioso imperio derrotado y sus armas perdidas; para gozar en el mísero castigo de los malos patriotas, y escupir los avergonzados semblantes de los traidores. Cuentan que algunos renegados a quienes no fue posible ni huir, ni cambiar de vestido, recibieron rápida muerte todos juntos en fiera hecatombe, sin que les valiese la ardiente protesta de abjurar y volver a los amores de la patria. Una mujer furiosa cayó sobre el grupo que formaban aquellos infelices al implorar piedad y alzó en su mano vigorosa un puñado de cabellos. Rugiendo los enseñó a la muchedumbre. Aquella y otras mujeres de las cercanías que acudieron a vociferar sobre el cadáver de la Francia vencida, habían mandado a sus hijos a las guerrillas, y algunas de ellas los habían perdido. Bravas como guerreras y resentidas como leonas, cobraban de tal manera sus deudas de sangre.
En la oscuridad de la noche los chillidos de las mujeres semejaban la algazara de pájaros rapaces picoteando aquí y allá, batiendo las fúnebres alas, destrozando con la inquieta garra. Sin callar un momento, algunas ayudaban a los hombres en el despojo, examinaban una tela, ponderando su finura, recogían herramientas abandonadas, sin dejar de responder con agudos vivas a todo lo que berreaban sus hermanos, sus padres o sus hijos.
Dos o tres de estas matronas discutían el modo de conducir cierta cantina ambulante que se habían apropiado, cuando se les acercó una afligida dama que parecía ser de las del convoy. Era hermosa aunque la palidez y susto le disimulaban su belleza. En su cabellera abundante y en su vestido no había más que desorden, un desorden de naufragio que daba más interés a su abatida persona; y con sus manos sin quirotecas se apretaba contra el pecho un chal, no bien puesto y sin duda arrebujado con precipitación al salir de su escondite.
—Señoras —dijo acercándose con timidez a las que tomaban el tiento al tonelete de la cantina—, si tienen Vds. corazón, si son Vds. mujeres, y tienen hijos, padres, esposos, denme un poco de agua para unos pobrecitos que se mueren de sed allí donde están los arcones grandes.
—Miren la pazpuerca —gritó una de las del grupo, que era tabernera en el barrio de Villasuso en Vitoria—. Teniendo, como tendrá, todo lo que ha robado, viene a pedirnos limosna.
—Yo no he robado nada, señora —repuso la dolorida envolviéndose en el chal con todo el empeño que el pudor y el fresco de la noche exigían de consuno—. A mí sí que me han quitado cuantas alhajas y dinero tenía; pero no me quejo, ni acuso a nadie.
—Ladrón que roba a ladrón…
—Por una casualidad nos hemos encontrado mi marido, mi hermano y yo en este funesto lance —prosiguió la dama—, porque ninguno de los tres somos, ni hemos sido jamás, afrancesados. Españoles rancios somos los tres; íbamos a Francia (adonde mi marido llevaba una comunicación secreta de la Regencia para el rey Fernando) y quiso nuestra infeliz suerte que nos juntásemos aquí con el malhadado convoy que ayer pereció… y nos tomaron por familia de empleados traidores… Pero no he sido yo tampoco de las peor tratadas (porque al punto me conocieron los oficiales ingleses, muchos de los cuales han frecuentado mi casa en Madrid) y he podido conservar alguna ropa… Otras pobrecitas señoras están allí envueltas en una sábana. ¿No les da a Vds. lástima? ¿No me favorecerán con un poco de agua y si es posible un poco de comida para mi esposo, secretario del virrey del Perú, y para mi hermano el veedor que era en Zaragoza cuando la célebre defensa?
Las tres alavesas se miraron como consultándose sobre lo que habían de hacer.
—La verdad es —dijo una con ínfulas de autoridad sobre las otras— que si no miente la señora en lo que ha dicho y hubo casualidad, bien se le puede dar lo que pide.
—¿La vamos a creer por lo que diga? —exclamó otra.
—No pido más que agua, señoras caritativas, agua por amor de Dios.
—Él la ampare.
—Bien poco es lo que pide —dijo la tercera que hasta entonces callara—. Y pues pasó ya el laberinto, hagamos una obra de misericordia. Aquí donde me veis, yo, que tuve alma para arrastrar a un jurado desde el camino hasta el árbol donde le ahorcaron, me muero de pena oyendo a esta señora… Allá va el agua… y aguardiente… y estas cortezas de pan… y estas sardinas rancias… y tres pares de guindas… y una pata de gallina fiambre, que estaba en el
botiquín
del Rey.
La dolorida iba recogiendo lo que la mujer indicaba al tiempo de dárselo, y corrió a donde aguardaban muertos de hambre y de sed el secretario del virrey del Perú y el veedor de Zaragoza.
Tras la triste noche, apareció el día triste también, y empañado con densas neblinas. Mientras gran parte del ejército victorioso perseguía al francés por el camino de Salvatierra, el lugar donde pereció el convoy se trocaba en un campo de feria. En todas partes se hacían tratos y cambios, según los negocios de cada uno. Los ingleses concretaban todas sus operaciones al numerario, despreciando las especies. La joyería había desaparecido como por encanto, sin que se supiese quiénes fueron los acaparadores de tan estimable artículo. En plata labrada aún quedaban algunas existencias por la mañana, y como entre ellas no escaseaban las obras de arte ni en el ejército inglés los anticuarios, hubo pieza que valió a sus primitivos tomadores guinea sobre guinea.
Pero la gran mayoría de los objetos, especialmente los que eran de fácil transporte, desaparecieron en la noche. No se han visto manos más listas, ni mayor diligencia en hombres y mujeres para hacer la mudanza. Por fortuna para las artes, la parte del convoy que contenía los grandes cuadros, pudo ser salvada por haber salido de la Puebla con el general Maucune doce horas antes que los demás. Perdiéronse por entonces para España tan incomparables tesoros; mas no se perdieron para el arte, siendo en verdad providencial que se salvasen, y que restaurado alguno de ellos, volviesen todos acá tres años después.
Ya entrado el día, muchos vecinos acomodados en Vitoria salieron para ver el campo de batalla y el lugar del convoy, que principalmente despertaba la curiosidad. Viéronse llegar frailes de distintas órdenes, canónigos de la colegiata, señores muy graves acompañados de damiselas sensibles, jóvenes currutacos, viejos verdes y maduras matronas, todos medio locos de entusiasmo por la gran victoria alcanzada. Iban de ceca en meca sonriendo ante los estragos y haciéndose señalar por los aldeanos los lugares que fueron teatro de acontecimientos más trágicos durante la batalla. El campo del convoy, ya convertido en feria, fue por su proximidad a Vitoria más visitado, y a cada momento llegaban a él alegres parejas, familias, tríos de canónigo, fraile y regidor, con más algunas damas sueltas, es decir, que no iban con nadie. Ninguno se retiraba sin llevar algún recuerdo, pareciéndose en esto a los modernos ingleses, o a los que llaman
touristas
, y los cascos de granada, las balas de fusil y hasta los botones de los uniformes de renegado pasaron a ser joyas históricas, destinadas a vincularse en el patrimonio de las familias. Aún existen en Vitoria muchos de estos pedacitos del gran desastre.
Diose orden de enterrar los cadáveres que en el llano del convoy había, no siendo tan fácil los del vasto campo de batalla por ser en número de cuatro mil, juntas las pérdidas de unos y otros, pasando de diez mil los heridos. Mortificó a los curiosos el espectáculo de tanto hombre muerto, siquier fueran franceses y renegados; y muchos ofrecieron la cooperación de sus manos para echar tierra dentro de los hoyos que se tragaban tanta juventud desgraciada en vida y en muerte, los amores de innumerables madres, tanta y tan robusta vida nutrida en los pacíficos hogares para la paz y la felicidad.
Entre los curiosos que de Vitoria habían venido era de notar un anciano de mucha edad y poca andadura, con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza temblorosa, verdes espejuelos ante los ojos y apoyada la una mano en grueso bastón de nudos, mientras con la otra cogía el brazo de una linda joven rubia. Iban los dos por el camino adelante observando todo con curiosidad suma, siendo ella la que primeramente con sus vivísimos volubles ojos veía los objetos y los señalaba después a la tardía atención del viejo. Él se regocijaba con la vista de tanto cañón tomado, de tanta riqueza rescatada, y a cada nueva sorpresa se desvanecía en apologéticos comentarios de la destreza de lord Wellington, encomiando, sobre todo el providente designio del Altísimo, que como padre y ordenador de las victorias, nos había dado aquella tan completa y admirable.
—La causa de Dios triunfa y triunfará mientras haya soldados cristianos en el mundo —decía el abuelo a su linda nieta—. A estos desastres horrorosos son conducidos los que han intentado alevemente apropiarse nuestro suelo, y mudar nuestras costumbres, haciéndonos de fieles piadosos, herejes corrompidos, de leales y pacíficos, revolucionarios y jacobinos.
—¡Ah, pobres muchachos! —exclamó la nieta y apartando con horror la vista de unos infelices cuerpos de jurados que eran conducidos a la sepultura—. Son renegados, papaíto, tienen uniforme verde, sombrero de piel con águila dorada, una cartera en la cintura con águila, y muchos botoncitos… también con águila.
—Sí, verás águilas por todas partes. Esos hoyos se llenarán de ellas, y la honda tierra no podrá guardar en su seno tantas insignias imperiales. A eso está destinado el poder de Bonaparte. Europa no tiene bastante tierra para sepultar el inmenso cadáver… En cuanto a los infelices jurados, son los que menos lástima me inspiran. Oye bien lo que te digo, hija mía, oye la voz de un anciano patriota, español y cristiano: además del infierno que existe para toda clase de pecadores, ha de haber uno con tormentos extraordinarios de inapreciable horror para los que hacen traición a su patria y a sus banderas.
—¡Otro infierno! —exclamó la muchacha con espanto, a pesar de que diariamente oía parecidos conceptos.
—¡Otro! Allá en lo profundo los condenados ordinarios no han de querer habitar con los renegados y traidores —dijo el hombre decrépito, silabeando enérgicamente con sus gruesos labios—. Los renegados venden a sus hermanos, entregan la patria al enemigo para que este la despoje y la deshonre a su antojo extirpando en ella la fe religiosa, faro del mundo y único consuelo de las buenas almas. El traidor en esta guerra, donde se discuten las dos cosas más sagradas, es decir, el Rey y la religión; el traidor en esta guerra, digo, es el más vil instrumento de Satanás. Sólo le igualan en maldad los que yo llamo traidores y renegados en el campo de la ley, o para que me entiendas mejor, los que por favorecer hipócritamente a Bonaparte, introducen en España caprichosas leyes a estilo jacobino, y constituciones que son lazos tendidos a los pueblos por la herejía, por la licencia, por el democratismo, por la soberbia de los pequeños que quieren parecerse a los grandes, gritando y metiendo bulla… Pero Dios está con nosotros, hija mía. Dios es español.
—¡Dios es español!
Dios, sí —añadió el viejo golpeando violentamente el suelo con su nudoso bastón—, y ya ves ahí los golpes de su mano protectora. Creo que mediante la bondad divina y la espada del arcángel guerrero, el mal que aparece en nuestra leal y sumisa España no tomará grandes proporciones. Abriranse muchos hoyos como ese, y esas bocas de la tierra española se tragarán a sus perversos hijos.
—¡Ay! —gritó la muchacha, temblando y agarrándose fuertemente al brazo de su abuelo—. Pero no es nada… nada, papaíto.
—¿Tienes miedo?
—No… —dijo la joven, reponiéndose de su sobresalto y turbación— es que… no sé por qué me he estremecido toda y he sentido frío en el corazón al ver…
—¿Qué has visto? —preguntó el viejo deteniéndose.
—Todavía no han enterrado aquellas águilas, papaíto, aquellas águilas que brillan en los sombreros peludos, en las golas, y en las carteras, y en los botones… Sus alas abiertas, sus picos corvos, sus garras que aprietan un haz de rayos…
—¿Qué?
—Me dan miedo.
—¡Eres tonta! Adelante… Pero si no me engaño, ese que hacia aquí viene es nuestro amigo Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote… Mira tú, a ver si me engaño…