Miraba hacia atrás la damita con la fijeza de una curiosidad vivísima. Su rostro había adquirido marmórea blancura.
—¿Por qué te detienes y miras hacia atrás? —gruñó el viejo sacudiendo el brazo—. ¿Dices que tienes miedo y miras, Genara?… Te digo que observes si ese que se ha detenido junto a aquel cañón es Carlos Navarro, el hijo del desgraciado D. Fernando Garrote.
—El mismo es —repuso Genara observando.
—Vamos hacia él… ¡Pobre muchacho! Quizás no sepa todavía el desgraciado fin de su padre, asesinado en Aríñez por los vándalos.
Antes que nieta y abuelo llegasen junto a él, Carlos Navarro, que los vio, corrió a su encuentro. Su semblante estaba alterado por viva aflicción y algunas lágrimas humedecieron sus ojos cuando tomó para besarla la mano del decrépito anciano, su amigo.
Vestía Navarro un traje que no era completamente militar, ni tampoco de paisano. Componíase de una blusa en cuyas mangas, a falta de charreteras, mostraban la arbitraria graduación del guerrillero, galones diversos de plata y oro, puestos con arte y aun con cierta elegancia. Botas y espuelas muy finas eran distintivo de que guerreaba a caballo, y cubría la cabeza no con los empinados morriones de la época, sino con una sencilla gorra verde de cuartel, primorosamente bordada de oro. La sofocación del día anterior y la pesadumbre recientemente recibida habían dado a su rostro un tinte violáceo y como enfermizo que parecía aumentar el negror de sus fieros ojos y afilarle la nariz y hacerle más grande la vasta frente. Había en su cuerpo la indolencia de la victoria un poco enfatuada; pero aun así, por su alta estatura y airoso porte y grave semblante era una de las figuras de más atractivo que podían verse.
—Señor D. Miguel de Baraona —dijo con voz conmovida—, ¿ha venido Vd. desde Vitoria a ver el campo de batalla y el gran convoy ganado?
—Sí —replicó con entusiasmo el anciano encendido su corazón con fuego juvenil—, he venido a ver vuestros triunfos, vuestra gloria, jóvenes sublimes, jóvenes admirables, ¡hijos queridos de España y de Dios! Ven acá —añadió echándole los brazos al cuello—, ven acá y déjame que te estreche contra mi corazón: abrazándote, creo abrazar a toda la España valerosa y cristiana. Me rejuvenezco, hijo mío. Que Dios te bendiga, que Dios te conserve. Tú y los tuyos sois instrumentos de su bondad divina, sois la imagen humana de su brazo omnipotente. Seguid en vuestra gloriosa, en vuestra santa tarea de limpiar esta cizaña, que no os faltará que hacer en algún tiempo, porque el mal se ha desatado en España y vendrán días de sangre… Ya sé por qué estás tan afligido, hijo mío, ya he sabido por unos jurados prisioneros que fueron anoche a Vitoria, la inmensa desgracia…
—¡Mi padre!… —exclamó Carlos cubriéndose el rostro con las manos.
—Tu padre, tu excelente padre —dijo Baraona—. D. Fernando Garrote, el gran caballero cristiano de Treviño, el hombre de ideas sólidas, el español puro ha sido asesinado por los traidores… Lo sé, y he llorado al patriota y al amigo. También sé que murió el pobre Respaldiza.
—¡No esperaba esta desgracia! —murmuró con desaliento Navarro secando sus lágrimas—. Confiaba en Dios; me sentía protegido por la divina mano, y al ver el heroísmo de mi padre, su firme propósito de pelear por la patria y por la Iglesia, creía yo que el Señor no podía abandonarle en manos de los facinerosos.
—¡Oh! ¿Sabemos acaso sus designios profundos? —dijo con buena entonación Baraona, señalando con su palo el firmamento inundado de luz—. Hijo mío, oye bien lo que te digo, que es la voz de un patriota y de un español puro, sin mancha de afrancesamiento. Además del paraíso que Dios destina a los elegidos, ha de haber otro paraíso mejor para estos mártires de la patria, para estos defensores de los grandes principios, para estos que en primera línea han peleado por la esposa de Jesucristo, para estos a quienes debe la sociedad su fundamento, para tu virtuoso y santo padre, en fin.
—¡Otro cielo! —murmuró Genara pensativa.
—¡Has perdido a tu padre! —prosiguió Baraona con efusión estrechando de nuevo al joven entre sus brazos—. En mí tendrás otro desde hoy.
Carlos Navarro se arrojó en los brazos del anciano ocultando en el hombro de este su rostro inundado de llanto.
—Hace tiempo que tu buen padre me habló de un dulce proyecto que me agradaba en extremo, Carlos —dijo el viejo mirando alternativamente a su nieta y al joven guerrillero—. ¿Sabes lo que quiero decir? Tú mismo me has manifestado de una manera indirecta la noble afición que te inclina hacia mi familia. Carlos, hijo mío, que este día de gloria, aunque triste para ti, lo sea también de contento para los tres que aquí estamos.
Genara se puso como una amapola.
Contra lo que Baraona esperaba, Carlos no hizo demostración alguna de contento. Mirando a Genara con tristes ojos, dijo:
—Genara no me quiere.
—¡Que no! ¡Mal pecado! —gruñó el viejo mirando con asombro a su nieta que callaba—. Genara, recuerda lo que me dijiste la noche en que salimos de la Puebla… Pero, hijos míos, vosotros os entenderéis. No es propio de mis canas intervenir como mediador de galanteos. Carlos, ven con nosotros. Tú tienes cara de no haber comido en tres días; yo y mi nieta no hemos tomado cosa alguna después del chocolate; pero como pensamos pasar aquí gran parte del día, trajimos una no despreciable refacción. Vamos allá… ¿En dónde dejamos el coche, Genarilla? Ya… ahí; hacia aquellos olmos. Ven Carlos; allí nos espera el señor canónigo de la colegiata, D. Blas Arriaga, el capellán de las monjas de Santa Brígida y mi primo el secretario de la Inquisición. Despáchate, si tienes algo que decir a tus amigos, acaba pronto, pero no convides a ninguno, porque nos quedaríamos a media ración… La merienda no es mala; viene alguna carne fiambre y lengua y una pavita. Las monjas añadieron bollos y limoncillos, y el canónigo trajo lo mejor de su bodega… Pues parece que no y tengo hambre. Este aire del campo, el regocijo de este día… En marcha, en marcha, pues.
Dirigiéronse los tres hacia el lugar donde esperaba el cochecito. En los lugares más apacibles del vasto campo, veíanse algunas meriendas sobre la verde yerba, pues los vitorianos hicieron festivo aquel día, tomando la visita al campo de batalla como una especie de romería, en la cual no podían faltar ni el buen vino, ni las buenas tajadas, ni la noble expansión éuskara.
Genara y Carlitos marchaban silenciosos, pero por los tres hablaba D. Miguel de Baraona, siendo tal su alborozo, que desde lejos empezó a agitar el palo, llamando con su cascada voz a los tres personajes que antes mencionara y que vagaban por aquellos contornos. Antes de que todos los comensales se reunieran, pasaron Baraona y la nieta por el mismo paraje donde poco antes infundieran a ésta tanto miedo las águilas de los insepultos jurados.
—¿Otra vez tiemblas? —le dijo el abuelo observando que la muchacha palidecía—. ¡Qué medrosa eres!
—Genara no puede tener miedo a los muertos —afirmó Carlos con aplomo—. Genara es una mujer valerosa.
—¡Ay, no vayamos por aquí! —exclamó la joven soltando bruscamente el brazo de su abuelo—: he visto, he visto…
—¿Qué has, visto?
—Ya están dentro del hoyo —dijo Baraona acercándose al grupo de gente que rodeaba la ancha sepultura—, pero falta echar tierra, mucha tierra encima.
Genara, a pesar de su agitación, en vez de huir, acercose resueltamente al hoyo, y allí permaneció fija, inmóvil, con la vista clavada en aquella hondura donde yacían revueltos y en extrañas posturas los cuerpos arrojados dentro. Observolos a todos y a cada uno con atención profunda: ni lloraron sus ojos, ni perdió su semblante aquel grave ceño estatuario que la asemejaba en tal escena a una diosa antigua recibiendo la ofrenda de sangre humana vertida en aras de su orgullo.
—Abuelo, ya ves cómo no tengo miedo a los muertos —dijo al fin—: ¿y tú?
—Ven, ven acá, tonta, tontísima —gritó el abuelo.
Los que contemplaban el fúnebre espectáculo se descubrieron, y empezó a caer tierra dentro.
—Dios manda que se rece a los muertos y se perdone a los que nos han ofendido —dijo gravemente Navarro descubriéndose también al pasar junto al hoyo y mirando los fúnebres despojos que dentro había—; pero no puedo mirar sin encono vuestro uniforme. Si tuvisteis parte en la muerte del mejor de los padres, ¡malditos! que Dios os condene eternamente, y sean vuestros tormentos superiores a todo lo que puede idear la imaginación más exaltada.
Dicha esta imprecación, que denotaba las violentas pasiones del alma de Carlos Garrote, hizo la señal de la cruz y se unió a Baraona que ya estaba algo distante, junto a su nieta. Cuando llegaron bajo los olmos, ya el canónigo de la colegiata, el capellán de las monjas y el secretario de la Inquisición revolvían la cesta de los fiambres.
Aquella a quien oímos primero junto a la empalizada de una huerta de la Puebla de Arganzón, y acabamos de ver y oír ahora mismo al borde de una sepultura, era una muchachuela bonita, de apariencia delicada y casi infantil. Recordaba normalmente su fisonomía la de aquellas vírgenes a quienes figuran los pintores tocando el laúd y a veces el violín en los místicos conciertos del cielo, entre aperladas nubes que hacen resaltar el oro de sus cabellos y la beatífica seriedad de sus labios sin sonrisa, pues el arrobamiento y el canto las ponen graves como doctores. Genarita o Generosa, a pesar de su belleza original, tenía en ocasiones un ceño bastante sombrío y un modo de mirar que no indicaba la diafanidad, o mejor, el perfecto equilibrio de espíritu de un ángel celeste. Era solemnemente meditabunda, y aunque su semblante era de esos que en otros caracteres y en la misma edad están siempre mirando a todos lados, aunque no vean más que el vuelo de las moscas, ella parecía estar dispuesta a no ocuparse nunca de cosas pequeñas. Las moscas que ella miraba, no las veían los demás.
La fisonomía engaña casi siempre, y bajo aquel semblante que recordaba a la espigadora Ruth o a la organista Cecilia, se escondía una culebrita graciosa que halagaba enroscándose, un carácter vehemente que a la edad de diez y siete años vivía atormentándose a sí mismo con aspiraciones locas, con entusiasmos delirantes, con deseos no bien definidos o que variaban a cada hora. El reptil se mordía a sí propio, por no haber encontrado todavía en quien cebarse, y con la cola se azotaba la cabeza. Impresionable hasta un extremo casi inverosímil, lo que a otras entristecía, a ella la ponía furiosa, lo que a otras daba alegría, infundía en aquesta una fiebre de júbilo, que necesitaba un pesar para calmarse. Sus sentimientos siempre en lucha, se manifestaban de improviso y de una manera torrencial y borrascosa. Cualquier accidente externo, impresionándola como impresiona el rayo, podía hacerlos cambiar en un instante.
Sus ideas eran, sin embargo, exclusivas y fijas, ideas asimismo oscuras y extravagantes sobre la vida y la sociedad, pero arraigadas con tenacidad extraordinaria. Tenía la terquedad de su abuelo, hombre de granito, una especie de montaña humana, formada con los seculares yacimientos del ideal de la autoridad, y que no podía henderse ni desmoronarse, ni dejar de ser montaña. Carecía Generosa de la fácil ternura que parece propia de una complexión delicada, y cuando este dulce sentimiento aparecía en ella, era enteramente superficial y simulado. Finalmente, no le faltaban dotes de inteligencia, siempre que no se tocase a las preocupaciones o a las ideas que en su consistencia geológica eran base de la familia.
Todo esto lo vemos más adelante, porque esta hermosa bestiecita, esta mujer linda y profunda, este hermoso vaso lleno de tempestades, y que conteniendo el Océano parece una redoma de peces, ocupará lugar muy importante en las historias que van a leerse, y a las cuales sirve de prefacio la siguiente.
Sentados todos, y tendido el mantel, la cesta dio de sí todo lo que tenía, y empezó la comida.
—Es preciso sobreponerse a la tristeza que esos desagradables sucesos hayan podido ocasionar a alguno de los presentes —dijo el viejo Baraona, descuartizando la pava, mientras el capellán de las monjas de Santa Brígida aplicaba su nariz a la boca de las botellas para ver si era justa la fama de las bodegas del señor canónigo.
—Basta de melancolías, Carlitos —indicó el secretario de la Inquisición—. A lo hecho, pecho, y cuando las cosas no tienen remedio…
—Dejadle que se desahogue y llore la muerte del más insigne caballero de este país —ordenó con énfasis Baraona, partiendo en lonjas la lengua de vaca, sin dar ni por un momento reposo a la suya—, de aquel modelo de patricios, de aquel hombre cuyos sanos principios en todo lo relativo al gobierno de estos reinos, eran admiración y enseñanza de cuantos le oían.