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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (26 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—Igual que Karl Riemeck: la misma equivocación.

—¿Hablaba alguna vez Leamas sobre sí mismo? —continuó Karden.

—No.

—¿No sabe nada de su pasado?

—No. Sabía que había hecho algo en Berlín. Algo para el Gobierno.

—Entonces hablaba de su pasado, ¿no? ¿Le dijo que había estado casado?

Hubo un largo silencio. Liz asintió.

—¿Por qué no le fue a ver después que le metieron en la cárcel? Podría haberle visitado.

—Me pareció que él no quería.

—Ya veo. ¿Le escribió usted?

—No. Sí, una vez…, sólo para decirle que le esperaría. No creí que le importara.

—¿No creyó que tampoco lo desearía?

—No.

—Y cuando él cumplió su condena, ¿no trató usted de entrar en contacto con él?

—No.

—Adondequiera que fuera, ¿tenía un trabajo esperándole, amigos que le recibirían?

—No sé…, no sé.

—En realidad, había terminado con él, ¿verdad? —preguntó Karden con una mueca burlona—. ¿Se había buscado usted otro amante?

—¡No! Yo le esperaba…, siempre le esperaré —se dominó—. Yo quería que volviera.

—Entonces, ¿por qué no le había escrito? ¿Por qué no trató de averiguar dónde estaba?

—Él no quería, ¿no ve? Me había hecho prometer… no seguirle nunca…, nunca…

—Así que él esperaba ir a la cárcel, ¿eh? —preguntó Karden triunfante.

—No…, no sé. ¿Cómo puedo decirle lo que no sé?

—Y en esa última noche —insistió Karden, con voz áspera e intimidatoria—, la noche antes de pegar al tendero, ¿le hizo renovar su promesa? Bueno, ¿sí?

Con infinita fatiga, ella asintió en un gesto patético de capitulación.

—Sí.

—¿Y se despidieron?

—Nos despedimos.

—Después de cenar, desde luego. Era muy tarde. ¿O pasó la noche con él?

—Después de cenar. Me fui a casa…, no directamente a casa… Primero fui a dar un paseo, no sé por dónde. A pasear, sola.

—¿Qué motivo le dio él para romper su relación?

—No la rompió —dijo—. Nunca. Dijo solamente que había algo que tenía que hacer: algo que tenía que arreglar, costara lo que costara, y después, quizá algún día, cuando todo hubiera pasado…, él… volvería, si yo seguía allí y…

—Y usted dijo —sugirió Karden con ironía— que siempre le esperaría, sin duda, ¿no?; que siempre le querría.

—Sí —contestó Liz, con sencillez.

—¿Dijo que le mandarria dinero?

—Dijo…, dijo que las cosas no estaban tan mal como parecían…, que… que ya se cuidarían de mí.

—Y por eso no preguntó después, ¿no es verdad?, cuando una beneficencia de la City le dio por casualidad mil libras.

—Sí, sí, eso es… Ahora ya lo saben todo…, ya lo sabían todo. ¿Por qué me hicieron venir, si ya lo sabían?

Imperturbablemente, Karden esperó que se detuvieran sus sollozos.

—Ésta —dijo finalmente ante el Tribunal que tenía delante— es la prueba de la defensa. Lamento que una muchacha cuya percepción está nublada por sus sentimientos y cuya vigilancia está embotada por el dinero, sea considerada por nuestros camaradas ingleses como persona adecuada para un cargo en el Partido.

Mirando primero a Leamas y luego a Fiedler, añadió con brutalidad:

—Es una tonta. Sin embargo, ha sido una suerte que la conociera Leamas. No es la primera vez que una conspiración revanchista se ha descubierto por la debilidad de sus organizadores.

Con una pequeña pero precisa inclinación hacia el Tribunal, Karden se sentó.

Al hacerlo así, Leamas se puso en pie, y esta vez los guardias le dejaron en paz.

En Londres debían de haberse vuelto locos de atar. Se lo había dicho, eso era lo peor, les había dicho que la dejaran en paz. Y ahora estaba claro que desde ese momento, desde el mismo momento en que salió de Inglaterra, antes de eso, incluso, en cuanto fue a la cárcel, algún maldito idiota había ido dando vueltas a ponerlo todo en orden, a pagar las cuentas, a indemnizar al tendero, y sobre todo, a ver a Liz. Era de locos, era fantástico. ¿Qué trataban de hacer, matar a Fiedler, matar a su propio agente? ¿Sabotear su propia operación? ¿Era sólo Smiley? ¿Su desgraciada conciencia le había impulsado a eso? Había sólo una cosa que hacer: sacar del bote a Liz y a Fiedler, y cargar con el lío. Probablemente, él de todas maneras ya estaba liquidado. Si podía salvarle el pellejo a Fiedler, si podía hacerlo, quizá habría una probabilidad de que escapara Liz.

¿Cómo demonios sabían tanto? Estaba seguro, estaba absolutamente seguro de que no le habían seguido hasta la casa de Smiley aquella tarde. Y el dinero…, ¿de dónde habían sacado la historia de que él robaba dinero en Cambridge Circus? Aquello estaba pensado para consumo interior… Entonces, ¿cómo? Por amor de Dios, ¿cómo?

Agitado, furioso y horriblemente avergonzado, bajó despacio por la pasarela, rígido, como alguien que va al patíbulo.

XXIII. Confesión

—Muy bien, Karden.

Su cara estaba blanca y dura como la piedra; tenía la cabeza un poco echada hacia atrás, en la actitud de un hombre que escucha un sonido lejano, había en él una espantosa calma, no de resignación, sino de dominio sobre sí mismo, de tal modo que todo su cuerpo parecía estar bajo la férrea presión de su voluntad.

—Muy bien, Karden, déjela que se vaya.

Liz le miraba fijamente, con la cara arrugada y afeada, y los oscuros ojos llenos de lágrimas.

—No, Alec…, no —dijo.

No había nadie más en la sala: sólo Leamas, alto y erguido como un soldado.

—No se lo digas —dijo ella, elevando la voz—, sea lo que sea, no se lo digas sólo por mi culpa… A mí ya no me importa, Alec: te aseguro que no.

—Calla, Liz —dijo Leamas, torpemente—. Ya es tarde.

Volvió los ojos a la presidente.

—Ella no sabe nada. Nada en absoluto. Sáquenla de aquí y mándenla a casa. Yo les diré lo demás.

La presidente lanzó una breve mirada a los hombres que estaban a ambos lados de ella. Deliberó y luego dijo:

—Puede salir de la sala, pero no puede volver a su casa hasta que acaben las declaraciones. Entonces ya veremos.

—Ella no sabe nada, se lo digo yo —gritó Leamas—. Karden tiene razón, ¿no ven? Ha sido una operación, una operación planeada. ¿Cómo podía saberlo ella? Ella no es más que una chiquilla frustrada en una Biblioteca absurda: ¡no les sirve para nada!

—Es un testigo —replicó la presidente, con brevedad—. Quizá Fiedler quiera interrogarla.

Ya no era el «camarada Fiedler». Al oír mencionar su nombre, Fiedler pareció despertar de la abstracción en que había caído, y Liz le miró conscientemente por vez primera. Los profundos ojos oscuros de Fiedler se posaron en ella un momento y sonrió muy ligeramente, como reconociendo su raza. Fiedler —pensó ella— era una pequeña figura abandonada, extrañamente en calma.

—Ella no sabe nada —dijo Fiedler—. Leamas tiene razón; déjenla marchar. —Su voz estaba fatigada.

—¿Se da cuenta de lo que dice? —preguntó la presidente—. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? ¿No tiene preguntas que hacerle?

—Ella ha dicho lo que tenía que decir.

Fiedler había cruzado las manos sobre las rodillas y las observaba como si le interesaran más que lo que ocurría en la sala.

—Se ha hecho todo de un modo muy astuto —asintió—. Déjenla marchar. No nos puede decir lo que no sabe.

Con un cierto formalismo burlón, añadió:

—No tengo preguntas que hacer a la testigo.

Un guardia abrió la puerta y gritó hacia el pasillo lateral. En el silencio absoluto de la sala, oyeron la voz de una mujer que contestaba, y sus pesados pasos acercándose. Fiedler se puso en pie repentinamente y, tomando del brazo a Liz, la condujo a la puerta. Ella, al alcanzarla, se volvió a mirar a Leamas, pero él tenía la mirada fijamente desviada, como uno que no puede soportar ver sangre.

—Vuélvase a Inglaterra —le dijo Fiedler—. Vuélvase a Inglaterra.

De pronto, Liz empezó a sollozar inconteniblemente. La guardiana le echó un brazo por el hombro, más como apoyo que como consuelo, y la sacó de la sala. El guardia cerró la puerta. El rumor de su llanto fue disipándose poco a poco.

—No hay mucho que decir —empezó Leamas—; Karden tiene razón. Ha sido un trabajo de simulación. Cuando perdimos a Karl Riemeck, perdimos a nuestro único agente decente en la Zona. Todos los demás ya habían desaparecido. No podíamos entenderlo: Mundt parecía localizarles casi antes de que los reclutáramos. Volví a Londres y vi a Control. Peter Guillam estaba allí, y George Smiley. George, en realidad, estaba retirado, haciendo algo muy interesante, filología o algo así.

»En cualquier caso, a ellos se les ocurrió esta idea. Hacer que un hombre se meta él mismo en la trampa, eso es lo que dijo Control. Fingirlo, a ver si pican. Entonces lo organizamos hacia atrás, por decirlo así. “Inductivo” lo llamó Smiley. Si Mundt fuera agente nuestro, cómo le habríamos pagado, cómo estarían los expedientes, etc. Peter se acordó de que un árabe había tratado de vendernos una descripción de la Abteilung, hacía un año o dos, y le habíamos mandado al cuerno. Luego advertimos que nos habíamos equivocado. Peter tuvo la idea de encajarlo dentro; como si lo hubiéramos rechazado porque ya lo sabíamos. Eso fue astuto.

»Ya se pueden imaginar lo demás. La ficción de estar haciéndome pedazos: la bebida, los apuros de dinero, los rumores de que Leamas había robado el cajón. Todo iba de acuerdo. Hicimos que Elsie, en Contabilidad, ayudara las chácharas, y uno o dos más. Lo hicieron muy bien —añadió, con un toque de orgullo—. Luego elegí una mañana…, un sábado por la mañana, con mucha gente alrededor…, y estallé. Salió en la prensa local…, hasta en el
Daily Worker
, creo; y para entonces ustedes ya se habían fijado. A partir de entonces —añadió con desprecio— excavaron sus propias tumbas.

—La de usted —dijo Mundt, con calma. Miraba pensativo a Leamas con sus ojos pálidos, pálidos—. Y quizá la del camarada Fiedler.

—Poca culpa le pueden echar a Fiedler —dijo Leamas, con indiferencia—, dio la casualidad de que él era quien estaba en el lugar, no es el único hombre de la Abteilung que le ahorcaría de buena gana, Mundt.

—De todas maneras, a usted le ahorcaremos —dijo Mundt, para tranquilizarle—. Ha asesinado a un guardia. Ha tratado de asesinarme a mí.

Leamas sonrió secamente.

—De noche, todos los gatos son pardos, Mundt… Smiley siempre dijo que podía salir mal. Dijo que acaso pondría en marcha una reacción que no pudiéramos detener. Ha perdido fuerza…, usted ya lo sabe. No ha vuelto a ser el mismo desde el caso Fennan…, desde el caso Mundt en Londres. Dicen que entonces le pasó algo…, que por eso dejó Cambridge Circus. Eso es lo que no puedo comprender, por qué pagaron las cuentas, la chica y todo eso. Debe de haber sido que Smiley echó a perder adrede la operación, eso debe de haber sido. Sin duda tuvo una crisis de conciencia, pensando que es malo matar, o algo así. Fue una locura, después de tanta preparación, tanto trabajo, echar a perder de ese modo una operación.

»Pero Smiley le odiaba, Mundt. Todos también, creo, aunque no lo decíamos. Planeamos la cosa como si fuera un juego…, es difícil explicarlo ahora. Sabíamos que estábamos entre la espada y la pared; habíamos fracasado contra Mundt y ahora íbamos a tratar de matarle. Pero no dejaba de ser un juego.

Volviéndose hacia el Tribunal, añadió:

—Se equivocan ustedes sobre Fiedler; no es de los nuestros: ¿por qué Londres iba a tomarse esa clase de riesgo con un hombre de la posición de Fiedler? Admito que contaban con él. Sabían que odiaba a Mundt, ¿por qué no iba a odiarle? Fiedler es judío, ¿no? Ya saben, deben de saberlo todos, lo que piensa él de los judíos.

»Les voy a decir algo que no les dirá nadie más, así que lo haré yo: Mundt había dado una paliza a Fiedler, y todo el tiempo, mientras lo hacía, Mundt le insultaba y se burlaba de él porque era judío. Todos ustedes saben qué clase de hombre es Mundt, pero le toleran porque vale mucho en su trabajo. Pero… —Vaciló un momento, y luego continuó—: Pero, por Dios, ya se ha enredado bastante gente en todo esto sin que caiga al cesto la cabeza de Fiedler. Fiedler está muy bien, se lo digo yo…, ideológicamente sano, ¿no es ésa la expresión, eh?

Miraba al Tribunal. Ellos le observaban impasibles, casi con curiosidad, con la mirada fija y fría. Fiedler, que había vuelto a su silla y escuchaba con desapego bastante afectado, miró por un momento a Leamas con aire ausente.

—Y usted lo enredó todo, Leamas, ¿es así? —preguntó—. Un perro viejo como Leamas, empeñado en la operación que ha de coronar su carrera, ¿cae por… cómo la ha llamado…, una chiquilla frustrada en una Biblioteca absurda? Londres debe de haberlo sabido: Smiley no podría haberlo hecho solo. —Fiedler se volvió hacia Mundt—: Aquí hay una cosa rara, Mundt; ellos debían de haber sabido que usted iba a comprobar todas las partes del relato de Leamas. Por eso Leamas vivió esa vida. Pero después mandaron dinero al tendero, pagaron el alquiler y le compraron el piso a la chica. De todas las cosas extraordinarias que pueda hacer…, gente de la experiencia que tienen ellos…, ¡pagar mil libras a una chica, «miembro del Partido», que tenía que hacer creer que él estaba en bancarrota! No me diga que la conciencia de Smiley llega hasta ahí… Londres tiene que haberlo hecho. ¡Qué riesgo!

Leamas se encogió de hombros.

—Smiley tuvo razón. No pudimos detener la reacción. Nunca esperamos que me trajeran aquí: a Holanda, sí, pero aquí no. —Quedó un momento en silencio, y luego continuó—: Y nunca pensé que traerían a la chica. He sido un maldito idiota.

—Pero Mundt no lo ha sido —intervino Fiedler rápidamente—. Mundt sabía de qué tenía que ocuparse: muy listo, debo decirlo yo por Mundt. Incluso estaba enterado de lo del piso; realmente sorprendente. Quiero decir, cómo podría él averiguarlo: ella no se lo había dicho a nadie. Conozco a esa chica, la comprendo…, ella no era capaz de decírselo a nadie. —Lanzó una ojeada hacia Mundt—. ¿Quizá Mundt nos puede decir cómo lo sabía?

Mundt vaciló; un segundo más de lo debido, pensó Leamas.

—Fue por su suscripción —dijo—; hace un mes aumentó su cuota del Partido en diez chelines al mes. Yo lo supe. Y traté de averiguar cómo podía permitírselo. Tuve éxito.

—Una explicación magistral —respondió fríamente Fiedler.

Se produjo un silencio.

—Creo —dijo la presidente, lanzando una ojeada a sus dos colegas— que el Tribunal ahora está en situación de hacer su informe al Presidium. Mejor dicho —añadió, volviendo hacia Fiedler sus ojos pequeños y crueles—, a no ser que tenga algo más que decir.

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