Leamas no dijo nada.
—Tú y Mundt sois enemigos, ¿no?
Él siguió sin decir nada. Ahora corría de prisa: la aguja marcaba ciento veinte por hora; la autopista estaba llena de baches y jorobas. Ella observó que Leamas llevaba las luces largas, sin molestarse en cambiarlas ante la circulación que venia por el otro lado. Conducía rudamente, inclinado hacia adelante, casi con los codos en el volante.
—¿Qué le pasará a Fiedler? —preguntó de repente.
Y esta vez Leamas contestó:
—Le fusilarán.
—Entonces, ¿por qué no te fusilan a ti? —continuó Liz, de prisa—. Tú conspiras con Fiedler contra Mundt, eso es lo que dicen. Mataste a un guardia. ¿Por qué te ha dejado marchar Mundt?
—¡Muy bien! —gritó Leamas, de repente—. Te lo diré. Te diré lo que no tenías que saber nunca, nunca, ni yo tampoco. Escucha: Mundt es el hombre de Londres, su agente: le compraron cuando estaba en Inglaterra. Somos testigos del asqueroso final de una asquerosa y sucia operación para salvarle el pellejo a Mundt; para salvarle de un pequeño judío listo, de su propio Departamento, que había empezado a sospechar la verdad. Nos han obligado a matarle, ya lo ves, matar al judío. Ahora ya lo sabes, y que Dios nos ayude a los dos.
—Si así es, Alec —dijo Liz por fin—, ¿cuál fue mi papel en todo esto?
Su voz era tranquila, casi normal.
—Sólo lo puedo suponer, Liz, por lo que sé y por lo que me dijo Mundt antes de separarnos. Fiedler sospechaba de Mundt: pensaba que Mundt hacía el doble juego. Le odiaba, desde luego —¿por qué no iba a odiarle?—, pero tenía razón también: Mundt era un agente de Londres. Fiedler era demasiado poderoso para que Mundt lo eliminara por sí solo, de modo que Londres decidió hacerlo por él. Aún me parece que les estoy viendo: tan condenadamente académicos como son. Les estoy viendo alrededor del fuego en uno de sus asquerosos clubs elegantes. Sabían que no bastaba con eliminar sólo a Fiedler: podría haber hablado con amigos, publicado acusaciones: tenían que eliminar la sospecha. Una rehabilitación pública, eso es lo que le organizaron a Mundt.
Pasó a la izquierda para adelantar a un camión con remolque. Al hacerlo así, el camión le cerró inesperadamente, de modo que tuvo que frenar con violencia sobre unos baches para evitar ser lanzado contra la valla divisoria de setos a su izquierda.
—Me dijeron que le preparara la trampa a Mundt —dijo con sencillez—, dijeron que había que matarle, y yo acepté. Iba a ser mi último trabajo. Así que me «dejaron para simiente», y le pegué al tendero… Ya sabes todo eso.
—¿Y también hiciste el amor? —preguntó Liz en voz baja.
Leamas movió la cabeza.
—Pues ésa es la cuestión, ya ves —continuó—, Mundt lo sabía todo: conocía el plan; él me hizo recoger, él y Fiedler. Luego dejó a Fiedler que se ocupara del asunto, porque sabía que al fin Fiedler se haría ahorcar. Mi trabajo era hacerles pensar lo que en realidad era verdad: que Mundt era un espía inglés. —Vaciló—. Tu trabajo consistía en hacer que no me creyeran. Fiedler será fusilado y Mundt se habrá salvado, providencialmente librado de una conspiración fascista. Es el viejo principio del amor de rebote, el éxito por carambola.
—Pero ¿cómo podían saber de mí, cómo podían saber que íbamos a estar juntos? —gritó Liz—. Por Dios, Alec, ¿saben incluso predecir cuándo la gente se va a enamorar?
—Eso no importaba: no dependía de eso. Te eligieron porque eras joven y bonita y del Partido, porque sabían que vendrías a Alemania si te enviaban una invitación. El hombre de la Agencia de Colocaciones, Pitt, fue quien me envió allá: sabían que yo había de trabajar en la Biblioteca. Pitt estuvo en el
Service
durante la guerra y supongo que se habían puesto de acuerdo con él. No tenían más que ponernos a ti y a mí en contacto, aunque fuera por un día, no importaba; luego podían ir a verte después, mandarte el dinero, hacer que pareciera un asunto amoroso aunque no lo fuera, ¿no ves? Quizá hacer que pareciera un antojo. El único punto vulnerable era que después de reunirnos te habrían de mandar dinero como si fuera a petición mía. En realidad, se lo presentamos demasiado fácil…
—Sí, demasiado. —Y luego añadió—: Me siento sucia, Alec, como si me hubiera revolcado en el estiércol.
Leamas no dijo nada.
—¿Eso le tranquilizó la conciencia a tu Departamento: explotar… a alguien del Partido, en vez de a cualquier otra persona? —continuó Liz.
Leamas contestó:
—Quizá. Realmente, ellos no piensan en tales términos. Fue una conveniencia personal.
—Me podría haber quedado en esa prisión, ¿no? Eso es lo que quería Mundt, ¿no? No veía motivo para asumir el riesgo: tal vez habría oído demasiado, adivinado demasiado. Después de todo, Fiedler era inocente, ¿no? Pero, claro, es un judío. —Añadió excitada—: Así que no importa mucho, ¿verdad?
—Ah, demonios —exclamó Leamas.
—De todos modos, parece raro que Mundt me deje ir, aun como parte del trato contigo —caviló—. Ahora soy un peligro, ¿no? Cuando vuelva a Inglaterra, un miembro del Partido que sepa todo esto… No parece lógico que me dejara marchar.
—Espero —contestó Leamas— que utilice nuestra escapatoria para demostrar al Presidium que hay otros Fiedlers en su Departamento, a los que hay que cazar.
—¿Y otros judíos?
—Eso le resulta una oportunidad inmejorable para consolidar su posición —contestó Leamas, con sequedad.
—¿Matando más gente inocente? No parece preocuparte mucho…
—Claro que me preocupa. Me pone enfermo de vergüenza y de rabia y… Pero a mí me han educado de otro modo, Liz; yo no puedo ver en blanco y negro. La gente que juega a esto acepta sus riesgos. Fiedler ha perdido y Mundt ha ganado. Londres ha ganado… ésa es la cuestión. Ha sido una operación sucia, muy sucia. Pero ya está saldada, y ésa es la única regla.
Al hablar fue elevando la voz, hasta que al fin casi gritaba.
—Tratas de convencerte a ti mismo —gritó Liz—. Has hecho una cosa mala. ¿Cómo puedes matar a Fiedler? Era bueno, Alec: sé que lo era. Y Mundt…
—¿De qué diablos te quejas? —preguntó ásperamente Leamas—. Tu Partido siempre está en guerra, ¿no? Sacrificando el individuo a las masas. Eso es lo que dice. La realidad socialista: luchar día y noche, la batalla infatigable; eso es lo que dice, ¿no? Por lo menos, tú has sobrevivido. Nunca he oído decir que los comunistas respetaran la dignidad de la vida humana; acaso lo he entendido mal —añadió sarcásticamente—. Sí, de acuerdo, sí, podrías haber quedado destruida. Eso era lo normal. Mundt es un cerdo maligno, no le veía el sentido a dejarte sobrevivir. Su promesa —suponiendo que prometiera hacer lo mejor por ti— no valía gran cosa. Así, podrías haber muerto —hoy, el año que viene, o dentro de veinte años— en una prisión del paraíso de los trabajadores. Y yo también. Pero me parece recordar que el Partido tiende a la destrucción de toda una clase. ¿O lo he entendido mal?
Sacando un paquete de cigarrillos de la chaqueta, le alargó dos, junto con una caja de cerillas. Los dedos de Liz temblaban cuando los encendió y le devolvió uno a Leamas.
—Lo has pensado bien todo, ¿no? —preguntó Liz.
—Por casualidad, encajábamos en el molde —insistió Leamas—, y lo lamento. Lo lamento también por los demás, los demás que encajan en el molde. Pero no te quejes de las condiciones, Liz; son condiciones del Partido. Un pequeño precio por un gran beneficio. Uno sacrificado por muchos. No es agradable, ya lo sé, elegir quién va a ser, convertir el plan en personas.
Ella escuchaba en la oscuridad, sin darse cuenta de nada, durante un momento, de nada que no fuera la carretera que se desvanecía ante ellos y del sordo horror en su ánimo.
—Pero me han permitido quererte —dijo Liz por fin—. Y tú me dejas creer en ti y quererte.
—Nos han utilizado —replicó Leamas, despiadado—. Nos han estafado a los dos porque era necesario. Fiedler ya estaba condenadamente cerca del blanco, ¿no ves? Habrían cazado a Mundt, ¿no puedes comprenderlo?
—¿Cómo puedes volver del revés el mundo? —gritó Liz de repente—. Fiedler era amable y decente: no hacía más que su trabajo, y ahora le has matado. Mundt es un espía y un traidor, y le proteges. Mundt es un nazi, ¿lo sabes? Odia a los judíos… ¿De qué lado estás tú? ¿Cómo puedes…?
—Hay sólo una ley en este juego —replicó Leamas—. Mundt es su agente: les da lo que necesitan. Es bastante fácil de entender, ¿no? Leninismo: la conveniencia de las alianzas transitorias. ¿Qué te imaginas que son los espías: sacerdotes, santos y mártires? Son una lamentable procesión de memos vanidosos, y traidores, además; sí: maricas, sádicos, borrachos, gente que juega a pieles rojas y
cow-boys
para iluminar sus putrefactas vidas. ¿Crees que están sentados como monjes, en Londres, sopesando el bien y el mal? Yo habría matado a Mundt si hubiera podido; le odio; pero ahora no. Da la casualidad de que le necesitan. Le necesitan para que la gran masa de imbéciles que admiras pueda dormir tranquilamente en sus camas por la noche. Le necesitan para la seguridad de la gente corriente y moliente como tú y como yo.
—Pero, y de Fiedler, ¿qué? ¿No sientes nada por él?
—Es una guerra —contestó Leamas—. Es desagradable y demasiado visible porque se lucha en pequeña escala, de cerca; se lucha a veces, lo admito, desperdiciando alguna vida inocente. Pero eso no es nada, nada en absoluto, al lado de otras guerras…, la pasada o la próxima.
—Dios mío —dijo Liz, suavemente—. No entiendes. No quieres entender. Tratas de convencerte a ti mismo. Es mucho más terrible lo que hacen éstos: encontrar la humanidad en la gente, en mí o en cualquiera a quien usen, y usarla como un arma en sus manos, y usarla para herir y matar…
—¡Válgame Dios!… —gritó Leamas—. ¿Qué otra cosa han hecho los hombres desde que empezó el mundo? Yo no creo en nada, ¿no ves?; ni siquiera en la destrucción o la anarquía. Estoy harto, harto de ver matar, pero no veo qué otra cosa pueden hacer. No hacen prosélitos, no se suben a púlpitos ni a tribunas del Partido a decirnos que luchemos por la Paz o por Dios o por lo que sea. Son los pobres zoquetes que tratan de evitar que los predicadores se hagan volar unos a otros por los aires.
—Te equivocas —afirmó Liz desesperada—, son peores que todos nosotros.
—¿Porque te hice el amor cuando creías que yo era un vagabundo? —preguntó Leamas con ferocidad.
—Por el desprecio que tienen ellos —replicó Liz— ¡desprecio por todo lo verdadero y lo bueno; desprecio por el amor, desprecio…!
—Sí —asintió Leamas, de repente fatigado—; ése es el precio que pagan: despreciar a Dios y a Karl Marx en la misma frase. Si es eso lo que quieres decir.
—Os hace ser a todos lo mismo —continuó Liz—; lo mismo que Mundt y todos los demás… Yo debería saberlo; yo he sido la que ellos han hecho dar vueltas a patadas, ¿no? Por ellos, por ti, porque no te importa. Sólo a Fiedler le importó… Pero a todos los demás…, todos me habéis tratado como si fuera… nada…, solamente moneda con que pagar… Sois todos lo mismo, Alec.
—Ah, Liz —dijo él, desesperadamente—; por Dios, créeme. Lo odio, lo odio todo completamente; estoy cansado. Pero es el mundo, es la humanidad que se ha vuelto loca. Somos un precio pequeño que pagar… pero en todas partes es lo mismo; la gente estafada y extraviada; vidas enteras tiradas por ahí: gente fusilada y en la cárcel, clases y grupos enteros de hombres eliminados por nada. Y tú, tu Partido… Dios sabe si está construido sobre los cadáveres de gente corriente. Tú nunca has visto morir a los hombres como yo, Liz…
Oyéndole, Liz recordó el patio gris de la prisión, y la guardiana que decía: «Es una prisión para los que retardan la marcha…, para los que creen tener derecho a errar.»
De repente, Leamas se puso tenso, escudriñando a través del parabrisas. En las luces del coche, Liz distinguió una figura de pie en la carretera. Tenía en la mano una pequeña luz que encendía y apagaba cuando se acercó el coche.
—Es él —murmuró Leamas; quitó el contacto de los faros y el motor, y se dejó ir silenciosamente adelante. Al llegar a su lado, Leamas se echó atrás y abrió la puerta trasera.
Liz no se volvió a mirarle cuando entró. Miraba rígidamente hacia delante, la lluvia que caía por la calle.
—Marche a treinta por hora —dijo el hombre. Su voz estaba tensa y asustada—. Le diré el camino… Cuando lleguemos al sitio, tiene que salir y correr al muro. El reflector estará encendido en el punto en que tiene que trepar. Póngase en la luz del reflector. Cuando la luz empiece a girar, apartándose, empiecen a trepar. Tendrán noventa segundos para pasarse. Usted vaya delante —dijo a Leamas—, y que la chica le siga. Hay salientes de hierro en la parte baja: después de eso, tiene que subir como puedan. Tendrá usted que sentarse encima y tirar de la chica para arriba. ¿Comprendido?
—Comprendido —dijo Leamas—. ¿Cuánto tenemos que andar aún?
—Si marcha a treinta estaremos allí dentro de unos nueve minutos. El reflector estará en el muro a la una y cinco exactamente. Le pueden dar noventa segundos. Nada más.
—¿Qué pasa después de noventa segundos? —preguntó Leamas.
—Sólo le pueden dar noventa segundos —repitió el hombre—, si no, es demasiado peligroso. Sólo se han dado instrucciones a un destacamento. Creen que le mandan a infiltrarse en Berlín occidental. Les han dicho que no lo hagan demasiado fácil. Noventa segundos son suficientes.
—Espero que sí, demonios —dijo Leamas, secamente—. ¿A qué hora lo pone?
—He confrontado mi reloj con el del sargento que manda el destacamento —contestó el hombre. Una luz se encendió y se apagó rápidamente en la parte de atrás del coche—. Son las doce cuarenta y ocho. Debemos salir a la una menos cinco. Siete minutos que esperar.
Quedaron en silencio total, salvo por la lluvia que golpeaba el techo. La carretera de adoquines se extendía derecha ante ellos, cortada cada cien metros por sucios faroles. No había nadie por allí. Por encima de ellos, el cielo estaba iluminado por la luz artificial de los reflectores. De vez en cuando, el foco de un reflector centelleaba en lo alto y desaparecía. Muy a la izquierda, Leamas observó una luz que fluctuaba por encima del horizonte, cambiando constantemente de intensidad, como el reflejo de un fuego.
—¿Eso qué es? —preguntó, señalándolo.
—El Servicio de Información —contestó el hombre—. Un andamiaje de luces. Envían noticias breves a Berlín Este.
—Claro —murmuró Leamas.