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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio

BOOK: El espia que surgió del frio
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Alec Leamas, el antiguo responsable del espionaje inglés en Alemania Oriental, tiene una cuenta casi personal que saldar con sus viejos rivales. Todos sus agentes han muerto o han sido detenidos. Pero Londres le ofrece la oportunidad de superar su frustración mediante una operación sucia y arriesgada que permitirá liquidar al máximo dirigente del espionaje de Alemania Oriental. Y Alec Leamas acepta el riesgo y la sordidez de la operación. Es un buen espía, un profesional, y sabe que el doble juego, o triple, forma parte de las reglas. Sin embargo, a medida que se adentra en la trama va comprendiendo que aquél no es su juego, que no encarna el papel de un héroe en busca de rehabilitación sino el de un pobre peón caído en desgracia que está siendo manipulado en algo más sucio y arriesgado de lo que nunca hubiera estado dispuesto a asumir.

John Le Carré

El espía que surgió del frío

ePUB v1.1

NitoStrad
22.02.12

Título: El espía que surgió del frío

Autor: John Le Carré

Traducción: Nieves Morón Gonzalez

Lengua de traducción: Inglés

Lengua: Español

Edición: Agosto 1982

ISBN 84-02-07188-0

Prólogo

«Las novelas de espionaje son
suspense
y misterio más acción y política», según ha dicho recientemente un escritor italiano, en una fórmula que por lo menos tiene las virtudes de la claridad y la sencillez. Se trata, desde el punto de vista histórico, de una derivación de la novela policíaca, con cuyos procedimientos tiende a menudo a confundirse, pero que posee unas particularidades que han sido el secreto de la fascinación que ejerce sobre el público lector.

De un lado, el hecho de injertarse, aunque sea como pretexto, en la Historia con mayúscula, con lo cual la amenaza que se conjura, el miedo que se nos despierta artificialmente, pasa del ámbito privado al colectivo, los afectados no son unas cuantas personas, sino un país entero, y muy pronto, por qué no, la civilización occidental o la Humanidad; esa tremenda coacción para que nos tomemos en serio lo que nos cuentan queda además fácilmente barnizada de actualidad casi periodística, que es en nuestro siglo el mejor aval de verosimilitud novelesca.

Pero el relato de espías no sólo moviliza todas las formas del miedo y de la curiosidad, sino que cuenta con un aliciente excepcional que algo debe a la «novela negra», pero que aquí tiene su perfectísima justificación: todo vale, todo está permitido, las canalladas más monstruosas reciben la tácita bendición de una causa superior; en la guerra —fría o caliente— como en la guerra, no hay limitaciones morales, jurídicas, sociales para el agente secreto, dada la trascendencia de lo que se supone en juego, y el lector flota así en una vertiginosa sensación de impunidad a la que los vulgares detectives, en un ámbito de intereses mucho más reducido, no pueden aspirar.

La novela policíaca —excepto cuando descarrila a fuerza de violencia y se convierte en otra cosa— huele siempre un poco a cuarto cerrado, a intriga delimitada por unos cuantos datos concretos que trazan un pequeño círculo en el que el lector tiene que entrar. En la novela de espionaje el campo de acción empieza ya por incluirnos a todos, y lo que se ventila es tan descomunal que obliga a prescindir de las reglas del juego; todo queda autorizado, y tal vez psicológicamente hablando no haya válvula de escape más atractiva que esa libertad total, con la ética anestesiada por la altura de los fines, que nos ofrece el libro.

Sin echar mano de vanas pedanterías que buscan remotos antecedentes del género, las historias de espías pueden datarse en torno a la Primera Guerra Mundial; antes se había utilizado el tema del espionaje político como soporte de una narración detectivesca (como en el cuento
La carta robada,
de Poe), pero es a partir de 1914 cuando las noticias, las fantasías y las leyendas sobre las redes de espionaje, cuyos servicios empiezan a organizarse de un modo moderno, atraen la atención del gran público y nace esta nueva modalidad.

Al principio como una prolongación novelada de experiencias propias, con mucho color patriótico, inevitable en aquellas circunstancias. El escocés John Buchan, director de información del gobierno de la Gran Bretaña, escribe en plena guerra el primer gran clásico del género.
Los treinta y nueve escalones
(1915), obra popularizada por la genial adaptación al cine de Hitchcock (1935), quien se tomó toda clase de libertades con el original; y un antiguo oficial del Deuxième Bureau francés, con el seudónimo de «Pierre Nord», algo más tarde se hará famoso en su país con la estupenda historia de
Doble crimen en la línea Maginot
(1936). Entre un británico y un francés la novela de espías nace así antialemana, con una aguda xenofobia, que años después podrá diversificarse pulsando las teclas del peligro bolchevique, el peligro nazi, el peligro amarillo o, para que nadie se enfade, el de los grandes traficantes de armas.

En la etapa de entreguerras, buenos escritores de oficio, además de Buchan y Nord, son otro inglés, Eric Ambler, y otro francés, Jean Bommart, el creador de
El pez chino
, cuyas enrevesadas peripecias se basan en hechos reales; aunque ese tipo de profesionales del espionaje palidece ante el atractivo humano de los protagonistas de Buchan y de Ambler, que son hombres corrientes que se ven mezclados a pesar suyo en estas aventuras. Y algún escritor de más fuste, como Somerset Maugham en su
Mister Ashenden
(1928), da un poco más de altura al género, que pronto abordarán ocasionalmente un Priestley y un Graham Greene
(El agente secreto,
1939, con fondo de la guerra civil española).

Pero fue la Segunda Guerra Mundial lo que dio un impulso decisivo a la narrativa del espionaje, primero con carácter antinazi y en seguida anticomunista. Más que la guerra, con los imperativos de su propaganda (pese a lo cual en 1943 Greene publicó
El ministerio del miedo),
fue la posguerra la que dio un extraordinario auge a las novelas de espías, cada vez más directamente políticas, mucho más ideológicas. Secuestros de sabios, sabotajes de bases militares, robo de secretos atómicos (la bomba atómica, su terror mítico y su regusto de apocalipsis serán desde ahora un pretexto ideal) pasan al primer plano.

Ingleses y franceses siguen teniendo el monopolio del género, que se industrializa con exotismo, brutalidad, extravagancia y un estilo contundente, a la manera de un cómic para adultos. En Francia, Antoine Dominique con su «Gorila», Paul Kenny con Francis Copian, G. de Villiers con su aristocrático S.A.S., Jean Bruce con el agente O.S.S. 117; y al otro lado del Canal, Peter O’Donnel con
Modesty Blaise,
que en 1966 Losey hizo famosa en el cine, Peter Cheyney, próximo a la «novela negra», y otros. Algún norteamericano, como Donald Hamilton, completa el cuadro de una narrativa popular y desbocada de la que no faltan parodias, como las del francés Charles Exbrayat y el divertido
Nuestro hombre en La Habana
(1958) de Greene.

Pero en los años cincuenta la gran figura es, claro está, Ian Fleming, que vende medio millón de ejemplares apenas aparece en Inglaterra su primera novela,
Casino Royale
(1953). Es la locura universal de James Bond, 007, que tiene «licencia para matar», y que el cine potencia y magnifica espectacularmente. Fleming, que había trabajado durante siete años en el servicio secreto de la Marina inglesa, inventó un arquetipo formidable de valor, insolencia y donjuanismo, siempre entre refinados productos de lujo, de los que parece hacer una publicidad indirecta, y entre odiosos personajes que traman las más inverosímiles y perversas conjuras contra la paz mundial. Bond es un símbolo muy simplista, pero arrebatador, y con la ayuda del cine borra del mapa a los demás espías literarios, pero anquilosa el género en un montón de tics y de tópicos.

Llegamos así a los primeros años sesenta. Se estrena el primer James Bond cinematográfico (
Doctor No
, 1961), la guerra fría se templa, aunque con sobresaltos, Fleming está publicando sus últimas novelas y morirá en 1965. Es entonces cuando en la misma Inglaterra hay como un impulso de humanizar la novela de espías, de poner vida, realidad y sufrimiento en esa máquina implacable y segura de matar y de hacer el amor que era 007. En 1962 Len Deighton publica
Ipcress,
un buen relato muy distinto de Fleming, y un año antes otro inglés había publicado
Llamada para el
muerto,
aunque su primer gran éxito no llegó hasta 1963:
El espía que surgió del frío.
Acababa de entrar en la historia John Le Carré.

Su verdadero nombre es David Cornwell y nació en Poole, condado de Dorset, en el sur de Inglaterra, el 19 de octubre de 1931. A los cinco años su madre abandonó a la familia, y crece así en una situación de semihuérfano, junto a un padre, hombre de negocios al parecer no muy afortunados, empeñado en que se sitúe en un escalón social superior al que le corresponde por su nacimiento. Pasa por varias escuelas y sobresale en criquet, en rugby y en idiomas, sobre todo en alemán.

Después de la guerra, en 1947, prefiere salir al extranjero y elige estudiar en la Universidad de Berna. Visita por primera vez la Alemania arrasada, compone versos en inglés y alemán, lee a Hermann Hesse, dibuja muy bien y piensa incluso dedicarse profesionalmente a la pintura; sus escritores británicos predilectos son modelos de claridad, como Graham Greene, Orwell, Evelyn Waugh. En 1948 el servicio militar en Austria, con una experiencia directa de los campos de refugiados, y también de secretos militares, porque había sido adscrito al Servicio de Información del Ejército.

Una vez licenciado vuelve a Gran Bretaña e ingresa en la Universidad de Oxford para estudiar lenguas, profundizar el alemán y entusiasmarse con los poetas barrocos alemanes de comienzos del XVII, pasión que hará compartir a su héroe George Smiley. Al mismo tiempo se politiza y está al borde del Partido Comunista, aunque luego sus ideas se irán diluyendo en un izquierdismo más bien vago. Mientras estudia gana algún dinero como profesor de una escuela privada (que servirá de modelo para la Thursgood de
El topo
) y se casa.

Desde 1956, dos años de profesor en Eton, de donde sale con el propósito, muy pronto fallido, de vivir de la pintura, y en 1960 consigue superar las pruebas de ingreso en el Foreign Office; un sueldo anual de ochocientas cincuenta libras y durante seis meses trabajo en el mismo Londres, en el departamento de la Europa Occidental. Como vivía en las afueras, aprovechaba las horas pasadas diariamente en el tren de cercanías tomando unas notas que se convertirían en una novela.
Llamada para el muerto (Call for the dead),
que el editor Victor Gollancz publica en 1961 con una tirada de tres mil quinientos ejemplares. Tratándose de un funcionario era preferible no usar su verdadero nombre, y de ahí el seudónimo de «John Le Carré».

La crítica es alentadora, y mientras se le destina como segundo secretario a la Embajada de Bonn, según algunos como cobertura de agente secreto, al parecer con funciones mucho más apacibles como hacer resúmenes de la política interior alemana y servir de intérprete con motivo de las visitas de Macmillan, Wilson y Heath. Publica su segundo libro.
Asesinato de calidad (Murder of quality,
1962) y la crisis alemana de estos años —la erección del muro de Berlín que hace temer el estallido inminente de una guerra— le proporciona la idea de una novela que será
El espía que surgió del frío (The spy who came in from the cold,
1963).

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