—Pero yo no sé escribir —dijo Leamas—. No sabría escribir ni la cosa más tirada.
Ashe apoyó la mano en el brazo de Leamas.
—Vamos, no se preocupe —dijo apaciguador—; vamos a tomar las cosas una a una. ¿Dónde tiene sus bártulos?
—¿Mis qué?
—Sus cosas: ropa, equipaje y todo eso.
—No tengo. He vendido lo que tenía… excepto el paquete.
—¿Qué paquete?
—El paquete de papel de estraza que usted recogió en el parque. El que yo trataba de abandonar.
Ashe tenía un piso en Dolphin Square. Era exactamente lo que Leamas había esperado: pequeño y anónimo, con unos pocos recuerdos de Alemania reunidos aprisa y corriendo: latas de cerveza, una pipa de campesino y unas piezas de Nymphenburg de segunda categoría.
—Paso los fines de semana con mi madre en Cheltenham —dijo—. Este sitio lo uso sólo entre semana. Me viene muy a mano —añadió como excusándose.
Arreglaron la cama de campaña en la diminuta salita. Eran cerca de las cuatro y media.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Leamas.
—Ah…, alrededor de un año o más.
—¿Lo encontró fácilmente?
—Estos pisos, ya sabe, vienen y van. Uno se apunta, y un día le llaman a uno y le dicen que ya lo ha conseguido.
Ashe hizo té y bebieron. Leamas huraño, como un hombre no acostumbrado a la comodidad. El mismo Ashe parecía un poco apagado. Después del té, Ashe dijo:
—Tengo que salir a hacer unas compras antes de que cierren las tiendas, luego decidiremos qué vamos a hacer sobre todas las cosas. Podría llamar a Sam por teléfono esta noche; creo que cuanto antes se conozcan los dos, mejor. ¿Por qué no echa un sueño? Parece muy cansado.
Leamas asintió.
—Es usted tremendamente amable… —hizo un torpe gesto con la mano— por todo esto.
Ashe le dio un golpecito en el hombro, cogió su impermeable militar y se fue. Tan pronto como Leamas calculó que Ashe había salido de sobra del edificio, dejó entornada cuidadosamente la puerta de entrada y bajó las escaleras hasta el vestíbulo central, donde había dos cabinas telefónicas. Marcó un número en Maida Vale, y preguntó por la secretaria del señor Thomas. Inmediatamente dijo una voz de muchacha:
—Aquí la secretaria del señor Thomas.
—Llamo de parte del señor Sam Kiever —dijo Leamas—; ha aceptado la invitación y espera entrar en contacto personal con el señor Thomas esta noche.
—Se lo haré saber al señor Thomas. ¿Sabe él dónde ponerse en contacto con usted?
—Dolphin Square —contestó Leamas, y dio la dirección—. Adiós.
Después de hacer unas averiguaciones en la portería, volvió al piso de Ashe y se sentó en la cama de campaña, mientras se observaba las manos entrelazadas. Al cabo de un rato se tumbó. Decidió seguir el consejo de Ashe y descansar un poco. Al cerrar los ojos, recordó a Liz, tendida a su lado, en el piso de Bayswater, y se preguntó vagamente qué habría sido de ella.
Le despertó Ashe, acompañado por un hombre bajo, más bien gordo, con largo pelo gris peinado hacia atrás y una chaqueta cruzada. Hablaba con ligero acento centroeuropeo; quizá alemán, era difícil saberlo. Dijo que se llamaba Kiever; Sam Kiever.
Bebieron ginebra con agua tónica; Ashe era el que más hablaba. Como en los viejos tiempos, dijo, en Berlín: los muchachos reunidos con la noche a su disposición. Kiever dijo que no quería quedarse hasta demasiado tarde; tenía trabajo al día siguiente. Acordaron comer en un restaurante chino que conocía Ashe: estaba enfrente de la comisaría de Limehouse, y uno tenía que llevar su propio vino. Curiosamente, Ashe tenía algo de borgoña en la cocina, y se lo llevó en el taxi.
La cena fue muy buena y se bebieron dos botellas de vino. Kiever se franqueó un poco con la segunda; acababa de volver de una gira por Alemania Occidental y Francia. Francia estaba metida en un lío de mil demonios. De Gaulle subía y sólo Dios sabía lo que sería de ellos. Con cien mil colonos desmoralizados regresando de Argelia, suponía que el fascismo era inminente.
—¿Y qué hay de Alemania? —preguntó Ashe, dándole la entrada.
—Todo es cuestión de saber si los yanquis pueden sujetarles.
Kiever miró a Leamas como invitándole.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Leamas.
—Lo que digo. Dulles les dio con una mano una política internacional; Kennedy se la quita con la otra. Se están irritando.
Leamas asintió bruscamente y dijo:
—Es típico de esos asquerosos yanquis.
—Parece que a Alec no le gustan nuestros parientes de América —dijo Ashe, jugando fuerte.
Y Kiever murmuró con absoluto desinterés:
—¿Ah, sí?
Kiever jugaba muy despacio, reflexionó Leamas. Como si estuviera acostumbrado a los caballos, permitía que uno se le acercara. Representaba a la perfección al hombre que sospecha que se le va a pedir un favor, y no se deja ganar fácilmente.
Después de cenar, dijo Ashe:
—Conozco un sitio en Wardour Street; ya has estado allí, Sam. Lo hacen todo muy bien. ¿Por qué no llamamos un taxi y vamos allá?
—Un momento —dijo Leamas, y hubo algo en su voz que hizo que Ashe le mirara con viveza—. Díganme simplemente una cosa, ¿quieren? ¿Quién paga esta juerga?
—Yo —dijo Ashe rápidamente—; Sam y yo.
—¿Lo han tratado?
—Pues… no.
—Porque no tengo ni el más asqueroso dinero: ya lo sabe, ¿no? No tengo nada que tirar.
—Por supuesto, Alec. Le he cuidado hasta ahora, ¿no?
—Sí —contestó Leamas—; sí, es verdad.
Pareció estar a punto de decir algo más, y luego cambió de idea. Ashe parecía preocupado, no ofendido, y Kiever tan inescrutable como antes.
Leamas rehusó hablar en el taxi. Ashe intentó alguna frase conciliatoria, y él se limitó a encogerse de hombros irritado. Llegaron a Wardour Street y bajaron, sin que Leamas ni Kiever hicieran ningún ademán de pagar el taxi. Ashe les condujo por delante de un escaparate lleno de revistas eróticas, entrando por un estrecho callejón en cuyo extremo brillaba un rótulo de neón muy chillón: «Pussywillow Club. Reservado a los socios». A ambos lados de la puerta había fotografías de chicas, a través de las cuales habían sujetado una estrecha tira de papel escrita a mano, que decía: «Estudio de Naturaleza. Reservado a los socios».
Ashe apretó el timbre. Abrió enseguida la puerta un hombre muy corpulento de camisa blanca y pantalones negros.
—Soy socio —dijo Ashe—. Estos dos caballeros vienen conmigo.
—¿Me enseña su tarjeta?
Ashe sacó de la cartera una tarjeta amarillenta y se la entregó.
—Sus invitados pagan un pavo por cabeza como socios temporales. Con su recomendación, ¿de acuerdo?
Blandió la tarjeta, y mientras lo hacía, Leamas se estiró por delante de Ashe y se la arrebató. La miró durante un momento y luego se la devolvió a Ashe.
Leamas sacó dos libras del bolsillo interior, y las puso en la expectante mano del portero.
—Dos pavos —dijo— por los invitados.
Y sin hacer caso de las asombradas protestas de Ashe, les guió a través de la puerta acortinada hacia el vestíbulo en penumbra del club. Se dirigió al portero.
—Búsquenos una mesa —dijo Leamas—, y una botella de whisky. Y procure que nos dejen solos.
El portero vaciló un momento, decidió no discutir y les acompañó escaleras abajo. Al bajar, oyeron el apagado gemido de una música ininteligible. Les dieron una mesa para ellos solos al fondo de la sala. Tocaba un dúo, y había chicas sentadas en grupos de dos y de tres. Cuando ellos entraron, se levantaron, pero el corpulento portero movió la cabeza. Ashe lanzó algunas miradas inquietas a Leamas mientras esperaban el whisky. Kiever parecía ligeramente aburrido. El camarero trajo una botella y tres vasos, y ellos observaron en silencio cómo vertía un poco de whisky en cada uno. Leamas le quitó la botella al camarero y añadió otro tanto a cada vaso. Hecho esto, se inclinó sobre la mesa y dijo a Ashe:
—Ahora tal vez me dirá usted qué diablos está pasando aquí.
—¿Qué quiere decir? —la voz de Ashe parecía insegura—. ¿Qué quiere usted decir, Alec?
—Me ha seguido desde la cárcel el día que me soltaron —empezó tranquilamente—, con el cuento asquerosamente idiota de que me había conocido en Berlín. Me dio dinero que no me debía. Me ha convidado a comidas caras y me está instalando en su piso.
—Si es así como… —empezó a decir Ashe.
—No me interrumpa —dijo Leamas con ferocidad—. Espere sin rechistar hasta que yo acabe, ¿le importa? Su tarjeta de socio en este sitio está hecha para un tal Murphy. ¿Es ése su nombre?
—No, no lo es.
—Supongo que algún amigo llamado Murphy le prestó su tarjeta de socio.
—No, no es así, en realidad. Debe saber que de vez en cuando vengo aquí a buscar alguna chica. Usé un nombre falso para apuntarme en el club.
—Entonces —insistió inexorablemente Leamas—, ¿por qué Murphy está inscrito como inquilino de su piso?
Fue Kiever quien habló por fin.
—Tú corre a casa —dijo a Ashe—. Yo me ocuparé de esto.
Una chica hacía
strip-tease
, una chica joven, incolora, con una mancha oscura en el muslo. Tenía esa desnudez heroica y zanquilarga que resulta inquietante, porque no es erótica, porque es sencilla y sin deseo. Daba vueltas lentamente, con sacudidas intermitentes de los brazos y piernas, como si oyera la música de un modo intermitente, y todo el tiempo les miraba con el interés precoz de un niño en compañía de los mayores. El ritmo de la música aceleró bruscamente, y la chica respondió como un perro al silbato, huyendo de un lado para otro. Al quitarse el sostén en la última nota, lo elevó sobre la cabeza, exhibiendo el flaco cuerpo con sus tres chillones parches de papel de estaño colgando de él como viejos adornos de un árbol de Navidad. Leamas y Kiever observaban en silencio.
—Supongo que me va a decir que en Berlín las hemos visto mejores —sugirió por fin Leamas, y Kiever vio que seguía muy irritado.
—Espero que «usted» sí —contestó Kiever en tono placentero—. Yo he estado muchas veces en Berlín, pero me temo que los
night-clubs
no son para mí.
Leamas no dijo nada.
—No es que yo sea pacato, fíjese, sino, al contrario, racional. Si necesito una mujer conozco medios más baratos de encontrarla; si quiero bailar, conozco mejores sitios donde hacerlo.
Parecía como si Leamas no le escuchara.
—Quizá usted me diga por qué me ha recogido ese mariquita —sugirió.
Kiever asintió.
—Por supuesto. Se lo dije yo.
—¿Por qué?
—Usted me interesa. Quiero hacerle una proposición, una proposición periodística.
Hubo una pausa.
—Periodística —repitió Leamas—. Ya veo.
—Tengo una agencia, un servicio internacional de reportajes. Paga bien, muy bien, el material interesante.
—¿Quién publica el material?
—Paga tan bien, en realidad, que un hombre con su experiencia en… la escena internacional, un hombre con su base, ya me entiende, que proporcione material convincente y fáctico, podría quedar libre en tiempo relativamente breve, de más preocupaciones financieras.
—¿Quién publica el material, Kiever?
En la voz de Leamas hubo un filo de amenaza, y por un momento, un momento sólo, una sombra de temor pareció cruzar la lisa cara de Kiever.
—Clientes internacionales. Tengo un corresponsal en París que despacha buena parte de mi material. Muchas veces ni siquiera sé quién lo publica, y confieso —añadió con una sonrisa que desarmaba— que me importa un pito. Pagan y piden más. Ésa es la clase de gente, ya ve, Leamas, que no crean más complicaciones con detalles incómodos; pagan al contado, y les encanta pagar a través de Bancos extranjeros, donde nadie se preocupa por cosas como los impuestos.
Leamas no dijo nada. Sostenía el vaso con las dos manos, mirándole pasmado.
«Diablos, se están lanzando al ataque —pensó Leamas—. Es indecente.» Se acordó de un estúpido chiste de cabaret: «Esa es una oferta que ninguna chica decente aceptaría… y además, no sé cuánto vale.» «Tácticamente —reflexionó— hacen bien en precipitarse. Yo llevo ventaja, con la experiencia carcelaria aún fresca, y el resentimiento social bien fuerte. Soy un buen jamelgo, no necesito ceremonias, no tengo que fingir que han ofendido mi viejo honor de caballero inglés.» Por otro lado, ellos esperarían objeciones «prácticas». Esperarían que Leamas tuviera miedo; pues su
Intelligence Service
perseguía a los traidores como el ojo de Dios seguía a Caín a través del desierto.
Y, finalmente, ellos sabrían que era un juego de azar. Habrían de saber que la inconsistencia en las decisiones humanas puede convertir en insensatez el planeamiento de espionaje mejor organizado; que los tramposos, los embusteros y los delincuentes a veces resisten a toda incitación, mientras que respetables caballeros han sido inducidos a horrendas traiciones por turbias sisas en algún restaurante de Departamento.
—Tendrían que pagar una burrada —murmuró por fin Leamas.
Kiever le dio más whisky.
—Ofrecen un pago al contado de quince mil libras. El dinero ya ha sido ingresado en la Banque Cantonale de Berna. Puede retirarlo presentando su identificación adecuada, que mis clientes le proporcionarán. Mis clientes se reservan el derecho de hacerle más preguntas durante el término de un año pagándole otras cinco mil libras. Le ayudarán en cualquier… problema de nueva instalación que se pueda presentar.
—¿Cuándo necesita tener la respuesta?
—Ahora. Nadie espera que usted ponga por escrito cuanto recuerde. Usted se encontrará con mi cliente y él arreglará las cosas para recibir el material… escrito por un «negro».
—¿Cuándo se entiende que debo encontrarle?
—Por el bien de todos, nos ha parecido que sería más sencillo entrevistarnos fuera del Reino Unido. Mi cliente sugirió Holanda.
—No tengo pasaporte —dijo Leamas sordamente.
—Me he tomado la libertad de obtenérselo —contestó Kiever con suavidad. No había en su voz o en sus ademanes nada que indicara que hubiera hecho otra cosa más que negociar un adecuado arreglo de negocios—. Saldremos en avión para La Haya mañana por la mañana a las nueve cuarenta y cinco. ¿Vamos a mi piso a discutir cualquier otro detalle?
Kiever pagó y cogieron un taxi hacia una dirección muy elegante, no lejos de St. Jame’s Park.
El piso de Kiever era lujoso y caro, pero su contenido, no se sabía por qué, daba la impresión de haber sido reunido a toda prisa. Se dice que en Londres hay tiendas que venden libros encuadernados por metros, y decoradores que armonizan el colorido de las paredes con el de un cuadro. A Leamas, que no era especialmente sensible a tales sutilezas, le resultó difícil recordar que estaba en un piso particular y no en un hotel.