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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (7 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Durante seis días, ella fue día tras día. Él nunca le hablaba mucho, y una vez que ella preguntó si la quería, contestó que no creía en cuentos de hadas. Ella se tumbaba en la cama, apoyándole la cabeza en el pecho, y a veces él le pasaba sus recios dedos entre el pelo, apretándoselo fuertemente, y Liz se reía y decía que le hacía daño. El viernes por la tarde le encontró vestido, pero sin afeitar, y le extrañó que no se hubiera afeitado. Por alguna razón inexplicable, se sentía alarmada. Faltaban del cuarto algunas pequeñas cosas: el reloj y la barata radio portátil que estaba en la mesa. Ella quiso hacerle una pregunta, pero no se atrevió. Había comprado huevos y jamón, y los preparó de cena, mientras Leamas, sentado en la cama, fumaba un cigarrillo tras otro. Cuando estuvo todo dispuesto, fue a la cocina y volvió con una botella de vino tinto.

Él apenas habló durante la cena, y ella le observó con un temor creciente, hasta que no pudo soportarlo más y exclamó de repente:

—Alec…, oh, Alec…, ¿qué es eso? ¿Es la despedida?

Él se levantó de la mesa, le cogió las manos y la besó de un modo como no lo había hecho nunca, hablándole suavemente durante mucho tiempo de cosas que ella sólo entendía oscuramente y que sólo oía a medias, porque durante todo el tiempo supo que era el final y ya nada le importaba.

—Adiós, Liz —dijo—. Adiós.

Y luego:

—No me sigas. No lo vuelvas a hacer.

Liz asintió, murmurando:

—Como acordamos.

Agradeció el mordiente frío de la calle y la oscuridad que ocultaba sus lágrimas.

A la mañana siguiente, sábado, fue cuando Leamas pidió al tendero que le fiara. Lo hizo sin mucho arte, de un modo que no era el más apropiado para lograrlo. Encargó media docena de cosas —no sumaban más de una esterlina—, y cuando estuvieron envueltas y metidas en la bolsa, dijo:

—Sería mejor que me mandara esta cuenta.

El tendero sonrió con dificultad y dijo:

—Me temo que no podré hacerlo.

Faltaba claramente la palabra «señor».

—¿Por qué diablos no? —preguntó Leamas, y la cola de clientes detrás de él se removió con inquietud.

—No le conozco a usted —contestó el tendero.

—No sea majadero —dijo Leamas—. Llevo cuatro meses viniendo aquí.

El tendero enrojeció.

—Siempre pedimos la referencia de un banco antes de conceder cualquier crédito —dijo, y Leamas perdió la compostura.

—No me venga con chulerías imbéciles —gritó—, la mitad de sus clientes no han entrado nunca en un banco, ni entrarán en su asquerosa vida.

Eso era una herejía inaudible, porque era verdad.

—No le conozco a usted de nada —repitió el tendero, estropajosamente—, ni es una persona de mi agrado. Ahora váyase de mi tienda.

Y trató de recuperar el paquete que, por desgracia, Leamas ya había agarrado. Después hubo diferentes opiniones sobre lo que ocurrió a continuación. Unos dijeron que el tendero, tratando de recuperar la bolsa, empujó a Leamas; otros dijeron que no. Lo hiciera o no, Leamas le golpeó —la mayoría de la gente creía que dos veces—, sin abrir la mano derecha, con la que seguía sosteniendo la bolsa. Pareció lanzar el golpe, no con el puño, sino con el canto de la mano izquierda, y luego, en el mismo movimiento, asombrosamente rápido, con el codo izquierdo. El tendero se desplomó al instante y quedó inmóvil como una piedra. Después se dijo ante el tribunal, y no lo negó la defensa, que el tendero había recibido dos lesiones: un pómulo fracturado en el primer golpe, y una mandíbula dislocada en el segundo. Las noticias en la prensa diaria fueron precisas, pero no muy detalladas.

VI. Contacto

Por la noche, estaba tumbado en su litera oyendo los ruidos de los presos. Había un muchacho que sollozaba y un viejo reincidente que cantaba
On Ilkley Moor bar t’at
, llevando el compás con la lata de la comida. Había un carcelero que gritaba: «Cierra el pico, George, miserable zoquete», después de cada verso, pero nadie le hacía caso. Había un irlandés que cantaba canciones sobre el Ejército Republicano Irlandés, aunque los demás decían que estaba allí por una violación.

Leamas, durante el día, hacía todo el ejercicio que podía, con la esperanza de poder dormir por la noche, pero era inútil. De noche, uno sabía que estaba en la cárcel; de noche no había nada, no había truco de visiones o autoengaño que le salvara a uno del encierro nauseabundo de la celda. No podía uno cerrar el paso al sabor de la prisión, al olor del uniforme de la prisión, al hedor de las instalaciones sanitarias de la prisión, intensamente desinfectadas, a los ruidos de los presos. Entonces, de noche, era cuando la indignidad del cautiverio se hacía apremiantemente insufrible; entonces era cuando odiaba la grotesca jaula de acero que le retenía, y había de refrenar a la fuerza el afán de lanzarse contra los barrotes con los puños desnudos, de partirles el cráneo a los carceleros y lanzarse a la libertad, al espacio libre de Londres. A veces pensaba en Liz. Fijaba su mente en ella brevemente, como el objetivo de una cámara; recordaba por un momento el contacto ligeramente duro de un cuerpo largo, y luego la apartaba de su memoria. Leamas no era un hombre acostumbrado a vivir de sueños.

Despreciaba a sus compañeros de celda, y ellos le odiaban. Le odiaban porque lograba ser lo que todos ellos, en el fondo de su corazón, anhelaban ser: un misterio. Él preservaba de la comunidad una parte visible de su personalidad: a él no se le podía impulsar a que, en momentos sentimentales, hablara de su muchacha, de su familia o de sus hijos. No sabían nada de Leamas; esperaban, pero él no se acercaba hacia ellos. Los presos nuevos son, generalmente, de dos especies: unos, por vergüenza, miedo o trastorno esperan con fascinado horror a que les inicien en las astucias de la vida de la prisión, y otros comercian con su mísera condición de novatos para hacerse querer por la comunidad. Leamas no hacía ninguna de esas dos cosas. Parecía satisfecho con despreciarles a todos, y ellos le odiaban porque, como el mundo exterior, no tenía necesidad de ellos. Al cabo de unos diez días, se sintieron satisfechos. Los grandes no recibieron homenaje alguno, los pequeños no obtuvieron ningún consuelo, de modo que le dieron un «apretón» en la cola de la comida. El «apretón» es un ritual carcelario semejante a la costumbre dieciochesca del «empujón». Simula ser un accidente, tan sólo aparente en el que se vuelca el plato de estaño del preso, vertiéndole el contenido sobre el uniforme. A Leamas le empujaron por un lado, mientras una mano oportuna bajaba sobre su antebrazo, y la cosa quedó hecha. Leamas no dijo nada, miró pensativamente a los dos hombres que tenía al lado y aceptó en silencio los sucios insultos de un carcelero que sabía muy bien lo que había pasado.

Cuatro días después, mientras trabajaba con una azada en los macizos de flores de la cárcel, pareció tropezar. Llevaba sujeta la azada con las dos manos a través del cuerpo, con el extremo del mango sobresaliendo unas seis pulgadas del puño derecho. Cuando se esforzó por recobrar el equilibrio, el prisionero que estaba a su derecha se dobló con un gruñido de angustia, los brazos cruzados en el vientre. Después de eso ya no hubo más «apretones».

Quizá la cosa más extraña de todo lo de la cárcel fue lo del paquete de papel de estraza cuando salió. Con una asociación ridícula, le recordó la ceremonia de la boda: con este anillo te caso, con este paquete de papel de estraza te devuelvo a la sociedad. Se lo entregaron, haciéndole firmar un recibo, y contenía todo lo que poseía en el mundo.

Parecía un preso tranquilo. No se produjeron quejas contra él. El director de la cárcel, que estaba vagamente interesado en su caso, lo atribuía todo a la sangre irlandesa que juraba notar en Leamas.

—¿Qué va a hacer —preguntó— cuando se vaya de aquí?

Leamas contestó, sin asomos de sonrisa, que le parecía que iba a empezar otra vez por el principio, y el director de la cárcel dijo que le parecía excelente.

—¿Y qué hay de su familia? —preguntó—. ¿No podría arreglarse con su mujer?

—Lo intentaré —contestó Leamas, con indiferencia—. Pero se ha vuelto a casar.

El funcionario que se ocupaba de la libertad bajo vigilancia le pidió que se hiciera enfermero en un manicomio de Buckinghamshire, y Leamas estuvo de acuerdo en solicitarlo. Incluso, anotó la dirección y apuntó el horario de los trenes, que salían de Marylebone.

—Ahora hay tren electrificado hasta Great Missenden —añadió el funcionario, y Leamas dijo que eso le vendría bien. Y así, le dieron el paquete y se marchó. Cogió un autobús hasta Marble Arch, y se echó a pasear. Tenía en el bolsillo un poco de dinero y pensaba regalarse con una comida decente. Pensó en ir paseando por Hyde Park hasta Piccadilly, luego, a través de Green Park y St. Jame’s Park, hasta Parliament Square, y después erraría por Whitehall abajo, hasta el Strand, donde podía ir al gran café cercano a la estación de Charing Cross y tomarse un buen bistec por seis chelines.

Londres estaba hermoso ese día. La primavera había llegado con cierto retraso y los parques se hallaban llenos de narcisos y azafranes. Soplaba del sur un viento frío limpiador; podría haberse pasado todo el día paseando. Pero seguía con el paquete encima y tenía que librarse de él. Los cestos de desperdicios eran demasiado pequeños; su aspecto hubiera parecido absurdo intentando meter a empujones su paquete en uno de ellos. Recordó que había un par de cosas que tenía que sacar; sus miserables papeles, la tarjeta del Seguro Nacional, el carnet de conducir y su E.93 —fuera lo que fuera—, en un sobre amarillento de Servicio Oficial, pero de repente, se le fueron las ganas de hacerlo. Se sentó en un banco y tiró el paquete a un lado, no demasiado cerca, y se alejó un poco de él. Al cabo de un par de minutos se volvió por la vereda, dejando el paquete donde estaba. Acababa de entrar por la vereda, cuando oyó un grito: se volvió, quizá con cierta brusquedad, y vio a un hombre con impermeable militar que le hacía señas con una mano, sosteniendo el paquete de papel de estraza con la otra.

Leamas tenía las manos en los bolsillos, y no las sacó; se quedó quieto, mirando por encima del hombro al del impermeable. El hombre vaciló; evidentemente, esperaba que Leamas se le acercara o hiciera alguna señal de interés, pero Leamas no la hacía. Al contrario, se encogió de hombros y siguió por la vereda adelante. Oyó otro grito y no hizo caso, aunque notó que el hombre le seguía. Oyó sus pasos en la grava, medio corriendo, que se acercaban de prisa, y luego una voz, un poco jadeante, un poco ofendida:

—¡Eh, oiga…, usted, a ver!

Y después se dirigió a él a quemarropa, de modo que Leamas se detuvo, se volvió y le miró.

—¿Qué?

—Este paquete es suyo, ¿no?, se lo dejó en el banco. ¿Por qué no se detuvo cuando le llamé?

Alto, con el pelo oscuro bastante rizado; corbata naranja y camisa verde pálido: un poquito presumido, un poquito afeminado, pensó Leamas. Podía ser un maestro de escuela, un graduado de la Escuela de Economía de Londres, y dirigir un grupo dramático de barrio.

—Déjelo donde estaba —dijo Leamas—. No lo quiero.

El hombre enrojeció.

—No lo puede dejar ahí así como así —dijo—. Es basura.

—Sí que puedo, demonios —contestó Leamas—. Alguien encontrará en qué usarlo.

Iba a seguir adelante, pero el desconocido seguía plantado ante él, sosteniendo el paquete con los brazos como si fuera un niñito.

—No me quite la luz —dijo Leamas—. ¿Le importa?

—Mire usted —dijo el desconocido, y su voz había subido de tono—: estoy tratando de hacerle un favor: ¿por qué se muestra tan grosero?

—Si tanto empeño tiene usted en hacerme un favor —replicó Leamas—, ¿por qué me viene siguiendo desde hace media hora?

«Está muy bien —pensó Leamas—, no ha acusado el golpe, pero hay que pegarle hasta dejarle tieso.»

—Creía que era usted uno que conocí en Berlín, si se empeña en saberlo.

—¿Y por eso me ha seguido durante media hora?

La voz de Leamas estaba cargada de sarcasmo; sus ojos oscuros no abandonaban por un momento la cara del otro.

—Nada de hace media hora. Le vi en Marble Arch y pensé que era Alec Leamas, un hombre que me prestó dinero. Yo estaba en la BBC en Berlín, y allí estaba ese hombre que me prestó dinero. Lo tengo en la conciencia desde entonces, y por eso le he seguido. Quería convencerme.

Leamas siguió mirándole y pensó que no estaba tan bien, pero que estaba suficientemente bien. Su cuento era apenas creíble… eso no importaba. Lo importante es que había sacado algo nuevo y se aferró a ello después que Leamas hubo echado a perder lo que prometía ser un arranque clásico.

—Soy Leamas —dijo por fin—, ¿quién demonios es usted?

Dijo que se llamaba Ashe, con e, añadió rápidamente, y Leamas comprendió que mentía. Fingió no estar muy seguro de que Leamas fuera realmente Leamas, de modo que mientras almorzaban abrieron el paquete y miraron la tarjeta del Seguro Nacional, según pensó Leamas, como un par de maricas miran una postal indecente. Ashe pidió el almuerzo con un poco menos del cuidado debido por el precio, y bebieron «Frankenwein» para recordar los viejos tiempos. Leamas, desde un principio, se empeñó en que no era capaz de recordar a Ashe, y Ashe dijo que le sorprendía. Lo dijo en un tono como dando a entender que le ofendía. Se habían conocido en una reunión, dijo, que dio Derek Williams en su piso junto a Ku—Damm (en eso acertaba), y todos los periodistas habían estado allí: seguro que Leamas lo recordaba, ¿no? No, Leamas no se acordaba. Bueno, seguramente se acordaría de Derek Williams, el del
Observer
, aquel tan simpático, que daba unas reuniones tan estupendas a base de
pizza
. Leamas tenía una memoria catastrófica para los nombres; al fin y al cabo, hablaban del año cincuenta y cuatro; desde entonces, había llovido mucho… Ashe se acordaba (su nombre de pila, por cierto, era Williams, pero casi todos le llamaban Bill); Ashe lo recordaba de un modo «vívido». Habían bebido combinados, coñac y crema de menta, y estaban todos bastante «trompas», y Derek había llevado unas chicas realmente estupendas, medio cabaret de Malkasten: seguro que ahora sí se acordaría Alec, ¿no? Leamas pensó que probablemente volvería a caer en ello, si Bill seguía un poco adelante con el asunto.

Bill siguió adelante, improvisando, sin duda, pero lo hacía bien, exagerando un poco el lado picante; cómo habían acabado en un cabaret con tres de aquellas chicas; Alec, un tipo de la oficina del consejero político y Bill; y Bill se había visto tan apurado porque no llevaba dinero encima, y Alec había pagado, y Bill se había querido llevar una chica a su casa, y Alec le había prestado otro de diez…

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