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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (8 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—Demonios —dijo Leamas—: ahora sí que me acuerdo.

—Ya sabía yo que sí se acordaría —dijo Ashe, feliz, asintiendo con la cabeza hacia Leamas, mientras bebía—. Mire, vamos a bebernos la otra media; es muy divertido.

Ashe era un ejemplar típico de ese estrato de la humanidad que actúa en las relaciones humanas conforme a un principio de acción y reacción. Donde había blandura, avanzaba; donde encontraba resistencia, se retiraba. Sin tener él mismo ninguna opinión ni gusto especial, se atenía a lo que les fuera bien a los que acompañara. Estaba tan dispuesto a tomar té en Fortnum como cerveza en el Prospect de Whitby; escuchaba música militar en St. Jame’s Park lo mismo que
jazz
en algún sótano de Compton Street; su voz temblaba de identificación cuando hablaba de Sharpeville o de indignación ante el crecimiento de la población de color en Gran Bretaña. A Leamas este papel notoriamente pasivo le resultaba repelente, y hacía que aflorase lo que había en él de chulo, de modo que llevaba al otro cautamente a alguna posición comprometedora y luego se retiraba él mismo, con lo que Ashe continuamente tenía que retirarse de algún callejón sin salida donde Leamas le había metido con algún cebo. Hubo momentos durante aquella tarde en que Leamas fue tan descaradamente perverso que Ashe tenía motivos para poner fin a su charla; razón de más ya que pagaba él, pero no lo hizo. El hombrecillo con gafas, sentado solo a una mesa de al lado y sumergido en un libro sobre la fabricación de rodamientos de bolas, hubiera podido deducir que Leamas se entregaba a un juego sádico, o quizá (si era hombre de especial sutileza) que Leamas estaba demostrando para su propia certidumbre que sólo un hombre que guardase una verdadera razón secreta podía aguantar tal clase de tratamiento.

Eran casi las cuatro cuando pidieron la cuenta; Leamas se empeñó en pagar su parte. Ashe no quería ni oír hablar de ello: pagó la cuenta y sacó su talonario para ajustar su deuda con Leamas.

—Veinte de las buenas —dijo, y rellenó la fecha en el cheque.

Luego levantó la vista hacia Leamas, todo acomodaticio y con los ojos muy abiertos.

—Supongo que le parecerá bien un cheque, ¿no?

Enrojeciendo un poco, Leamas contestó:

—En este momento, no tengo Banco… acabo de regresar de fuera; tengo un asunto que arreglar. Mejor deme un talón y lo cobraré en su Banco.

—Mi querido amigo, ¡ni hablar de eso! Tendría usted que ir hasta Rotherhithe para cobrar éste.

Leamas se encogió de hombros y Ashe se echó a reír, y luego acordaron en reunirse en el mismo sitio al día siguiente, a la una, y Ashe le llevaría el dinero al contado.

Ashe cogió un taxi en la esquina de Compton Street, y Leamas agitó su mano hasta que se perdió de vista. Cuando se hubo marchado, miró el reloj. Eran las cuatro. Sospechó que todavía debían seguirle, de modo que bajó a pie hasta Fleet Street y tomó una taza de café solo en el «Black and White». Miró unas librerías, leyó los periódicos de la tarde que estaban expuestos en los escaparates de las oficinas de los periódicos, y luego, de repente, como si se le hubiera ocurrido la idea en el último instante, subió de un salto a un autobús. El autobús llegó hasta Ludgate Hill, donde quedó bloqueado en un atasco de circulación junto a una estación del Metro: Leamas bajó y cogió un Metro. Había sacado un billete de seis peniques: se situó en el extremo del vagón y se apeó en la estación siguiente. Allí cogió otro tren hacia Euston, y emprendió la vuelta a Charing Cross. Eran las nueve cuando alcanzó la estación, y había aumentado bastante el frío. Una camioneta estaba esperando allí delante; el conductor se había dormido. Leamas lanzó una ojeada a la matrícula, se acercó y llamó por la ventanilla:

—¿Viene de parte de Clements?

El conductor despertó sobresaltado y preguntó:

—¿El señor Thomas?

—No —contestó Leamas—. Thomas no pudo venir. Soy Amies, de Hounslow.

—Suba, señor Amies —contestó el conductor, abriendo la puerta.

Marcharon hacia el oeste, hacia King’s Road. El conductor conocía el camino.

Abrió la puerta Control.

—George Smiley está fuera —dijo—. Me ha prestado la casa. Adentro.

Sólo cuando Leamas estuvo dentro y cerró la puerta de la casa, Control encendió la luz del vestíbulo.

—Me siguieron hasta la hora del almuerzo —dijo Leamas.

Entraron a una salita. Había libros por todas partes. Era un cuarto muy bonito: alto, con molduras dieciochescas, largas ventanas y una chimenea.

—Fueron a buscarme esta mañana. Un tal Ashe —encendió un cigarrillo—. Un mariquita. Mañana nos reuniremos otra vez.

Control escuchó atentamente el relato de Leamas, paso a paso, desde el día en que golpeó a Ford, el tendero, hasta su encuentro de esa mañana con Ashe.

—¿Qué tal encontró la cárcel? —preguntó Control. Lo mismo hubiese podido preguntar si Leamas había pasado bien sus vacaciones—. Lamento no haber podido mejorar las condiciones de su estancia y proporcionarle algunas comodidades especiales, pero eso no hubiera sido conveniente.

—Claro que no.

—Uno debe ser coherente. En todas las coyunturas, uno debe ser coherente. Además, estaría mal romper el encanto. Tengo entendido que estuvo usted enfermo. ¿Qué tuvo?

—Un poco de fiebre.

—¿Cuánto tiempo estuvo en cama?

—Unos diez días.

—¡Qué trastorno! Y nadie que le cuidara, desde luego.

Hubo un silencio muy largo.

—Usted sabe que ella es del Partido, ¿no? —preguntó sosegadamente Control.

—Sí —contestó Leamas. Otro silencio—. No quiero que se la meta en esto.

—¿Por qué habría que meterla? —preguntó Control con vivacidad, y por un momento, un momento tan sólo, Leamas creyó haber perforado su revestimiento de desapego académico—. ¿Quién dice que ha de ser así?

—Nadie —contestó Leamas—; sólo quiero dejarlo bien claro. Sé cómo evolucionan esas cosas, todas las operaciones son ofensivas. Tienen derivaciones, entran en giros repentinos, en direcciones inesperadas. Uno piensa haber pescado un pez, y se encuentra que ha atrapado otro. Quiero que ella quede al margen de todo.

—Ah, por supuesto, por supuesto.

—¿Quién es ese hombre de la Agencia de Colocaciones… Pitt? ¿No estaba en Cambridge Circus durante la guerra?

—No conozco a nadie que se llame así. ¿Pitt, dice usted?

—Sí.

—No, ese nombre no me dice nada. ¿En la Agencia de Colocaciones?

—Ah, vamos, ya está bien —masculló sonoramente Leamas.

—Lo siento —dijo Control, poniéndose en pie—. Descuido mis deberes de anfitrión sustituto. ¿Quiere algo de beber?

—No. Quiero marcharme esta noche, Control. Ir al campo y hacer un poco de ejercicio. ¿Está abierta la casa?

—He preparado un coche… —dijo él—. ¿A qué hora verá a Ashe mañana? ¿A la una?

—Sí.

—Llamaré a Haldane y le diré que necesita usted pasta. Además, le iría bien que visitara a algún médico. Por eso de la fiebre.

—No necesito ningún médico.

—Como quiera.

Control se sirvió un whisky y empezó a mirar distraídamente los libros de las estanterías de Smiley.

—¿Por qué no está aquí Smiley? —preguntó Leamas.

—No le gusta la operación —contestó Control con indiferencia—. La encuentra desagradable. Ve su necesidad, pero no quiere tomar parte en ella. Su fiebre —añadió Control con sonrisa caprichosa— es intermitente.

—No me recibió precisamente con los brazos abiertos.

—Eso es. No quiere tomar parte en ello. Pero ¿le ha hablado de Mundt, le ha dado las referencias esenciales?

—Sí.

—Mundt es un hombre muy duro —reflexionó Control—. No deberíamos olvidarlo nunca. Y un buen agente de espionaje.

—¿Sabe Smiley el motivo de la operación, el interés especial?

Control asintió con la cabeza y tomó un sorbo de whisky.

—¿Y sigue sin gustarle?

—No es cuestión de moral. Es como el cirujano que se ha cansado de la sangre. Le parece bien que otros operen.

—Dígame —continuó Leamas—, ¿cómo está usted tan seguro de que esto nos llevará a donde queremos? ¿Cómo sabe usted que son los alemanes orientales quienes están metidos en ello, y no los checos o los rusos?

—Esté tranquilo —dijo Control, con cierta pomposidad—, ya se ha pensado en eso.

Cuando llegaron a la puerta, Control apoyó suavemente la mano en el hombro de Leamas.

—Éste es su último trabajo —dijo—. Luego puede retirarse del frío. En cuanto a esa chica…, ¿quiere que hagamos algo por ella, dinero o lo que sea?

—Cuando se acabe todo. Entonces, yo mismo me ocuparé de ello.

—Muy bien… Sería muy arriesgado hacer algo ahora.

—Sólo quiero que se quede sola —repitió con empeño Leamas—; no quiero que la compliquen en esto. No quiero que tenga ni ficha ni nada. Quiero que la olviden.

Movió la cabeza hacia Control y se deslizó saliendo hacia el aire de la noche. Hacia el frío.

VII. Kiever

Al día siguiente, Leamas llegó con veinte minutos de retraso a su almuerzo con Ashe, y con el aliento que olía a whisky. Sin embargo, no por eso fue menor el placer de Ashe al ver a Leamas. Afirmó que él también acababa de llegar en ese momento; se había retrasado un poco yendo al banco. Entregó a Leamas un sobre.

—De una —dijo Ashe—. Espero que estará bien, ¿no?

—Gracias… —contestó Leamas—, vamos a beber algo.

No se había afeitado y tenía el cuello de la camisa sucio. Llamó al camarero y pidió de beber, un whisky grande para él y una ginebra con angostura para Ashe. Cuando llegaron las bebidas, a Leamas le tembló la mano al echar el seltz en el vaso, estando a punto de volcarlo.

Comieron bien, y bien rociado. Ashe llevaba la voz cantante. Tal como Leamas había supuesto, empezó por hablar de sí mismo: un viejo truco, y no demasiado malo.

—A decir verdad, últimamente me he metido en una cosa bastante buena —dijo Ashe—; reportajes ingleses, de corresponsales independientes, para la prensa extranjera. Después de Berlín, al principio se me complicaron bastante las cosas, la BBC no me quiso renovar el contrato, y acepté un empleo, la dirección de un horrible semanario de quiosco, dedicado a pasatiempos para los ancianos. ¿Puede imaginarse usted algo más espantoso? Se hundió a la primera huelga de impresores; no le sabría decir qué alivio sentí. Luego me fui a vivir con mi madre a Cheltenham durante una temporada; ella lleva una tienda de antigüedades, y se las arregla muy bien, cómo no, a decir verdad. Más tarde recibí una carta de un viejo amigo, se llama Sam Kiever, por cierto, que ponía en marcha una nueva agencia para pequeños reportajes sobre la vida inglesa especialmente apropiados para periódicos extranjeros. Ya sabe cómo es eso: seiscientas palabras sobre bailes folklóricos, etc. Sin embargo, Sam tenía un nuevo truco, vendía el material ya traducido, y, como sabe, eso hace una diferencia tremenda. Uno se imagina siempre que cualquiera puede pagar un traductor o hacerlo él mismo, pero si uno busca rellenar media columna con un reportaje sobre el extranjero, no le apetece desperdiciar tiempo y dinero en traducciones. La jugada de Sam fue ponerse en contacto personal con los directores de periódicos: dio vueltas por toda Europa como un gitano, el pobre, pero esto se paga a tocateja.

Ashe se detuvo, esperando que Leamas aceptara la invitación a hablar de sí mismo, pero Leamas no hizo caso. Se limitó a asentir aturdidamente y a decir:

—Fenomenal.

Ashe hubiera querido pedir vino, pero Leamas dijo que seguiría con el whisky, y a la hora del café ya se había tomado cuatro de los grandes. Parecía estar en mala forma; tenía la costumbre de los bebedores, de alargar la boca hacia el borde del vaso antes de beber, como si fuese a fallarle la mano y la bebida se le fuera a escapar. Ashe se quedó callado un momento.

—Usted conoce a Sam, ¿no? —preguntó.

—¿Sam?

Una nota de irritación apareció en la voz de Ashe.

—Sam Kiever, mi jefe; el tipo del que le hablaba.

—¿También estaba en Berlín?

—No. Conoce bien Alemania, pero nunca ha vivido en Berlín. Hizo un poco de «negro» en Bonn, reportajes independientes. Quizá le haya conocido. Es muy simpático.

—No creo.

Una pausa.

—¿Qué hace usted ahora, amigo? —le preguntó Ashe.

Leamas se encogió de hombros.

—Estoy en conserva —contestó, sonriendo un tanto estúpidamente—. Retirado de la circulación y en conserva.

—No me acuerdo de lo que hacía en Berlín. ¿No era usted uno de esos misteriosos «guerreros fríos»?

«Dios mío —pensó Leamas—; están avanzando las cosas un poco.» Vaciló, luego enrojeció y dijo furiosamente:

—Un botones de oficinas para los asquerosos yanquis, como todos nosotros.

—Fíjese —dijo Ashe, como si llevara algún tiempo dando vueltas a la idea—; debería conocer a Sam. Le gustaría. —Y luego, preocupado—: Por cierto, ni siquiera sé dónde se le puede encontrar, Alec.

—No se puede —replicó Leamas con descuido.

—No lo entiendo, amigo. ¿Dónde para?

—Por ahí. Tengo algunos problemas. No tengo trabajo. Esos hijos de perra no me quisieron dar una pensión decente.

Ashe pareció horrorizado.

—Pero, Alec, eso es espantoso: ¿por qué no me lo dijo? Mire, ¿por qué no viene y se queda donde estoy yo? Es pequeño, pero hay sitio para uno más si no le importa una cama de campaña. No se puede vivir entre los árboles, mi querido amigo.

—Estoy bien para una temporada —replicó Leamas, golpeándose el bolsillo que contenía el sobre—. Voy a buscar un trabajo —asintió decidido con la cabeza—; lo encontraré en una semana o así. Entonces estaré perfectamente.

—¿Qué clase de trabajo?

—Ah, no sé, cualquier cosa.

—Pero no se puede echar a la cuneta así como así, Alec. Usted habla alemán como un alemán, recuerdo que sí. Tiene que haber muchas cosas que pueda hacer.

—He hecho toda clase de cosas. Vender enciclopedias para una maldita empresa americana; clasificar libros en una biblioteca de psicología, perforar fichas de trabajo en una hedionda fábrica de pegamentos. ¿Qué demonios puedo hacer?

No miraba a Ashe, sino a la mesa que tenía delante, y sus temblorosos labios se movían de prisa. Ashe respondió a su animación, inclinándose hacia delante sobre la mesa, y hablando con énfasis, casi triunfalmente.

—Pero, Alec, usted necesita contactos, ¿no lo ve? Sé lo que es eso, yo también he hecho cola para comer. Entonces es cuando le hace falta conocer gente. No sé qué hacía usted en Berlín, ni quiero saberlo, pero no era el tipo de trabajo en el que podía encontrar gente que le interesara, ¿verdad? Yo, si no hubiera conocido a Sam en Poznan hace cinco años, aún seguiría haciendo cola. Mire, Alec, venga a vivir conmigo una semana o así. Invitaremos a Sam a que vaya, y quizá a uno o dos de aquellos viejos periodistas de Berlín, si hay alguno en la ciudad.

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