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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (6 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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—¿Tiene que ir muy lejos? —preguntó Leamas.

—Veinte minutos a pie. Siempre voy andando. ¿Y usted?

—No estoy lejos —dijo Leamas—. Buenas noches.

Volvió al piso andando despacio. Abrió y dio al interruptor de la luz. No pasó nada. Probó la luz de la cocinita, y por último la estufa eléctrica enchufada junto a la cama. En la estera de la puerta había una carta. La recogió y la sacó a la pálida luz amarillenta de la escalera. Era de la compañía eléctrica, lamentando que el jefe de zona no tuviera más alternativa que cortarle la luz hasta que se pagara la cuenta pendiente de nueve libras, cuatro chelines y ocho peniques.

Se había convertido en un enemigo de la señorita Crail, y a la señorita Crail lo que le gustaba eran los enemigos. O le miraba ceñuda o fingía no verle, y cuando él se acercaba, ella empezaba a temblar, mirando a derecha e izquierda, quizá en busca de algo con qué defenderse, o de una línea de escapatoria. A veces sentía un inmenso resentimiento, como cuando él colgó su impermeable en la percha «de ella» y ésta se quedó delante temblando durante sus buenos cinco minutos, hasta que Liz la observó y llamó a Leamas. Leamas se acercó y le dijo:

—¿Qué le disgusta, señorita Crail?

—Nada —contestó ella, en un tono jadeante y cortado—, nada en absoluto.

—¿Pasa algo malo con mi impermeable?

—Nada en absoluto.

—Muy bien —contestó él, y se volvió a su compartimiento.

Ella se pasó el día temblando, y durante media mañana estuvo con una llamada telefónica en susurro teatral.

—Se lo está contando a su madre —dijo Liz—. Siempre se lo cuenta a su madre. También le cuenta cosas de mí.

La señorita Crail llegó a sentir un odio tan intenso hacia Leamas, que encontró imposible comunicarse con él. Los días de cobro, cuando él volvía de almorzar, encontraba un sobre en el tercer peldaño de su escalerilla con su nombre fuera, escrito con mala ortografía. La primera vez ocurrió que él le llevó el dinero con el sobre y dijo:

—Es L—E—A, señorita Crail, y sólo una S.

Debido a esto, ella sufrió un verdadero ataque de epilepsia, revolviendo los ojos y enredando confusamente con el lápiz hasta que Leamas se marchó. Después, estuvo conspirando por teléfono durante horas seguidas.

Al cabo de tres semanas que Leamas había empezado a trabajar en la Biblioteca, Liz le invitó a cenar. Fingió que era una idea que se le había ocurrido de repente aquella misma tarde a las cinco; parecía darse cuenta de que si le invitaba para mañana o pasado, él se olvidaría o no iría, simplemente, así que le invitó a las cinco. Leamas pareció reacio a aceptar, pero al fin aceptó.

Fueron andando hasta su piso a través de la lluvia, y podrían haber estado en cualquier sitio, Berlín, Londres, cualquier ciudad donde las piedras del pavimento se convirtieran en lagos de luz bajo la lluvia del atardecer, y el tráfico resoplara desesperadamente a través de las calles mojadas.

Fue la primera de muchas cenas que Leamas tomó en su piso. Iba cuando ella se lo pedía, y ella le invitaba a menudo. Él nunca hablaba mucho. Cuando ella descubrió que sí iría, se acostumbró a poner la mesa por la mañana antes de salir para la Biblioteca. Incluso preparaba por adelantado la ensalada, y ponía velas en la mesa, porque le gustaba la luz de las velas. Siempre sabía que en Leamas había algo en lo más profundo que iba mal, y que algún día, por razones que ella no podía comprender, estallaría y nunca le volvería a ver. Trató de decirle que lo sabía; una noche le dijo:

—Puedes marcharte cuando quieras; nunca te seguiré, Alec —y los ojos oscuros de él descansaron en ella durante un momento.

—Ya te diré cuándo —contestó.

El piso no tenía más que un cuarto de estar, a la vez alcoba, y la cocina. En el cuarto había dos butacas, un sofá—cama y una estantería llena de libros en rústica, sobre todo clásicos, que ella no había leído jamás.

Después de cenar, ella le hablaba; él se tumbaba a fumar en el diván. Nunca sabía ella hasta qué punto la oía, ni le importaba. Se arrodillaba junto a la cama y le cogía la mano, apretándola contra su propia mejilla, mientras hablaba.

Una noche le dijo:

—Alec, ¿en qué crees? No te rías, dímelo.

Ella esperó un momento y por fin él dijo:

—Yo creo que el autobús once me lleva a Hammersmith. No creo que lo conduzca Papá Noel.

Ella se quedó pensativa y por fin volvió a preguntar:

—Pero ¿en qué crees?

Leamas se encogió de hombros.

—Tienes que creer en algo —insistió ella—; en algo como Dios. Sé que crees, Alec; a veces pones una cara como si tuvieras algo especial que hacer, igual que un cura. Alec, no te rías, es verdad.

Él movió la cabeza.

—Lo siento, Liz, lo has entendido mal. No me gustan los yanquis ni las 
public schools
. No me gustan los desfiles militares ni la gente que juega a los soldados —sin sonreír, añadió—: Y no me gustan las conversaciones sobre cuál es el sentido de la vida.

—Pero, Alec, es como si dijeras…

—Debería haber añadido —interrumpió Leamas— que no me gusta la gente que me dice lo que debería pensar.

Ella sabía que se estaba irritando, pero ya no podía contenerse.

—¡Eso es porque no quieres pensar, no te atreves! Hay algún veneno en tu alma, algún odio. Eres un fanático. Alec, sé que lo eres, pero no sé de qué. Eres un fanático que no quiere convertir a la gente, y eso es cosa peligrosa. Eres como un hombre que… ha jurado venganza, o algo así.

Los ojos oscuros se posaron en ella. Al hablar, ella se asustó de la amenaza que había en su voz.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijo ásperamente—, me ocuparía de mis propios asuntos.

Y luego sonrió, con una pícara sonrisa de irlandés. Nunca había sonreído así, y Liz comprendió que estaba fingiendo ese encanto.

—¿En qué cree Liz? —preguntó.

Y ella contestó:

—No se puede sacar tan fácilmente.

Después, esa noche, volvieron a hablar de ello. Leamas lo planteó; le preguntó si era religiosa.

—Me has entendido mal —dijo—, al revés. Yo no creo en Dios.

—Entonces ¿en qué crees?

—En la historia.

Él la miró un momento con asombro, y luego se echó a reír.

—Ah, Liz…, ¡ah, no! ¿No serás una maldita comunista?

Ella asintió con la cabeza, ruborizándose como una niña ante las risas de Leamas, irritada y aliviada de que a él no le importara.

Esa noche le retuvo y se hicieron amantes. Él se marchó a las cinco de la mañana. Liz no podía entenderlo: ella estaba muy orgullosa, y él parecía avergonzado.

Leamas salió del piso y bajó por la calle desierta en dirección al parque. Había niebla. Un poco más abajo, en la calle —no lejos de allí, a unos treinta pasos, quizá algo más— se destacaba la figura de un hombre con impermeable, bajo y más bien rechoncho. Apoyado contra la verja del parque, se recortaba entre la niebla cambiante. Cuando se acercó Leamas, la niebla pareció espesarse y cerrarse en torno a la figura de la verja, y cuando se disipó, el hombre ya se había ido.

V. Crédito

Poco después, alrededor de una semana más tarde, Leamas dejó de ir un día a la Biblioteca. La señorita Crail se sintió encantada; a las once y media se lo había contado a su madre, y al volver del almuerzo se quedó parada ante las estanterías de arqueología donde él había trabajado desde que llegó. Se quedó mirando, con una fijeza teatral, las hileras de libros, y Liz comprendió que fingía averiguar si Leamas había robado algo.

Liz prescindió completamente de ella durante el resto del día, dejando de contestar cuando ella le preguntaba, y trabajando con asidua aplicación. Al llegar la noche, volvió a casa a pie y se durmió llorando.

A la mañana siguiente llegó pronto a la Biblioteca. Sin saber por qué, pensaba que cuanto antes llegase, antes podría acudir Leamas; pero a medida que pasaba lentamente la mañana, sus esperanzas se extinguían, y comprendía que él no llegaría jamás. Aquel día se había olvidado de prepararse unos bocadillos, de modo que decidió coger un autobús que la llevase a Bayswater Road para ir a comer a A.B.C. Se sentía mareada y vacía, pero sin hambre. ¿Y si fuera a buscarle? Había prometido no seguirle nunca, pero él le prometió contárselo todo. ¿Iría a buscarle?

Hizo señas a un taxi y dio la dirección de Alec.

Subió por la deslucida escalera y apretó el timbre de su puerta. El timbre parecía roto: no oyó nada. Había tres botellas de leche en la estera de la puerta y una carta de la compañía eléctrica. Vaciló un momento; luego golpeó la puerta y oyó el leve gemido de un hombre. Se precipitó por las escaleras al piso de abajo, aporreó la puerta y tocó el timbre. No recibió respuesta, de modo que bajó corriendo otro tramo y se encontró en la trastienda de un comercio de comestibles. En un rincón había una vieja sentada, meciéndose hacia delante y atrás en su butaca.

—En el piso de arriba —casi gritó Liz— hay alguien que se encuentra muy mal. ¿Quién tiene una llave?

La vieja la miró durante un momento, y luego dirigió su mirada hacia donde estaba la tienda.

—Arthur, entra aquí; Arthur, ¡hay una chica aquí!

Un hombre con peto pardo y un sombrero tirolés gris asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—¿Una chica?

—Hay alguien gravemente enfermo en el piso de arriba —dijo Liz—, no puede llegar a la puerta de la escalera y abrirla. ¿Tiene usted una llave?

—No —contestó el tendero—, pero tengo un martillo.

Y se precipitaron escaleras arriba juntos; el tendero, siempre con su sombrerito, llevando un gran destornillador y un martillo. Él golpeó reciamente la puerta, y esperaron conteniendo el aliento alguna respuesta. Pero ésta no llegó.

—Antes oí un gemido, le aseguro que lo oí —susurró Liz.

—¿Pagará usted esta puerta si la echo abajo?

—Sí.

El martillo hizo un ruido terrible. Con tres golpes arrancó un trozo del marco, y la cerradura saltó con ella. Liz entró delante, y el tendero la siguió. El cuarto estaba terriblemente frío y oscuro, pero en la cama del rincón pudieron distinguir la figura de un hombre.

«Ay, señor —pensó Liz—, si está muerto, creo que no puedo tocarle.»

Pero se acercó a él, y aún estaba vivo. Descorrió las cortinas y se arrodilló junto a la cama.

—Ya le llamaré si le necesito, gracias —dijo.

Y el tendero asintió y se fue escaleras abajo.

—Alec, ¿qué es eso? ¿Qué te ha puesto malo? ¿Qué es esto, Alec?

Leamas movió la cabeza en la almohada. Sus ojos hundidos estaban cerrados. La barba oscura resaltaba en la palidez de su cara.

—Alec, tienes que decírmelo, por favor, Alec.

Apretaba una de sus manos entre las suyas, mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Desesperadamente, pensó qué podía hacer; luego se levantó y corrió hacia la cocina para poner agua a hervir. No sabía claramente qué debía hacer, pero le consolaba hacer algo. Después de poner el agua en el gas, recogió el bolso, se llevó la llave de Leamas de la mesilla, bajó corriendo los cuatro tramos hasta la calle, y cruzó a la farmacia de enfrente. Compró gelatina de ternera, extracto de carne y aspirinas. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, se volvió atrás y compró un paquete de galletas. En total le costó dieciséis chelines, lo que la dejó con cuatro chelines en el bolso y once libras en la libreta de la caja de ahorros, pero hasta el día siguiente no podía sacar nada. Cuando volvió al piso, el agua había empezado a hervir.

Hizo el té con el extracto de carne, como lo hacía su madre, en un vaso con una cucharilla dentro para que no se resquebrajara, todo el tiempo mirándole como temiendo que estuviera muerto.

Tuvo que ponerle algún apoyo para lograr que se bebiese el té. Sólo tenía una almohada y no había en el cuarto almohadones, de modo que descolgó el abrigo que había detrás de la puerta, hizo con él un lío y lo arregló detrás de la almohada. Le asustaba tocarle; estaba tan empapado de sudor, que su corto pelo gris se había puesto húmedo y resbaloso. Poniendo la taza junto a la cama, le sostuvo la cabeza con una mano y le dio el té con la otra. Después de hacerle tomar unas cuantas cucharadas, aplastó dos aspirinas y se las dio en la cuchara. Le hablaba como si fuera un niño, sentada en el borde de la cama, mirándole, pasándole a veces los dedos por la cabeza y la cara, y susurrando su nombre una y otra vez:

—Alec. Alec.

Poco a poco, su respiración se hizo más regular y su cuerpo se ablandó, al pasar del tenso dolor de la fiebre a la calma del sueño. Liz, observándole, comprendió que lo peor había pasado. De pronto se dio cuenta de que casi había oscurecido.

Entonces se sintió avergonzada, porque sabía que debería limpiar y ordenar. Se incorporó de un salto, buscó la escoba y un plumero en la cocina, y se puso a trabajar con energía febril. Encontró un mantel de tela limpio, lo extendió bien sobre la mesilla y fregó las tazas y platos sueltos que había por la cocina. Cuando acabó, miró el reloj y vio que eran las ocho y media. Puso a hervir más agua y volvió junto a la cama.

—Alec, no lo tomes a mal, por favor —dijo— me iré, te lo prometo; pero deja que te haga una comida decente. Estás mal, no puedes seguir así, es… ¡oh, Alec!

Y se derrumbó llorando, con las manos en la cara, y las lágrimas corriendo por entre sus dedos, como las lágrimas de un niño. Él la dejó que llorase, mirándola con sus oscuros ojos, las manos aferradas a la sábana.

Ella le ayudó a lavarse y afeitarse, y encontró ropa de cama limpia. Le dio gelatina de ternera del tarro que había comprado en la farmacia. Sentada en la cama, miraba cómo comía y pensaba que jamás había sido tan feliz.

Pronto se quedó dormido; ella le remetió la manta por los hombros y se acercó a la ventana. Separando las ajadas cortinas, levantó el bastidor y se asomó. Había otras dos ventanas con luz en el patio. En una veía la centelleante silueta azul de una pantalla de televisión, con las figuras a su alrededor, inmovilizadas por su hechizo; en la otra, una mujer muy joven se arreglaba unos rizadores en el pelo. Liz sintió deseos de llorar por el áspero engaño de sus sueños.

Se quedó dormida en la butaca y no despertó hasta que casi fue de día, sintiéndose rígida y fría. Se acercó a la cama: Leamas se movió algo cuando ella le miró, y ella le tocó los labios con la punta de los dedos. No abrió los ojos, pero extendió suavemente el brazo y la atrajo a la cama, y de repente ella le deseó terriblemente, y nada importaba, y le volvió a besar una y otra vez. Cuando le miró, él parecía sonreír.

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