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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (3 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Había sólo una luz en el puesto de control, una lámpara de lectura con pantalla verde, pero el fulgor de los reflectores llenaba la caseta como un claro de luna artificial. Había caído la oscuridad, y con ella, el silencio. Hablaban como si tuvieran miedo de que les oyesen. Leamas se acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la carretera, y a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada con una barata luz amarilla, como un telón de fondo que representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina, dibujado en dos dimensiones; despeñaderos de guerra.

«Esta condenada mujer —pensó Leamas—, y ese loco de Karl, que me mintió sobre ella…» Mintió por omisión, como hacen todos, todos los agentes del mundo entero. Uno les enseña a hacer trampas, a borrar sus huellas, y le hacen también trampas a uno. Sólo la había dejado ver una vez, después de aquella comida en la Schürzstrasse el año pasado. Karl acababa de alcanzar su gran éxito, y Control había querido conocerle. Control siempre aparecía cuando había éxito. Habían comido juntos, Leamas, Control y Karl. A Karl le gustaban esas cosas. Se presentó con un aspecto como de niño de escuela dominical, cepillado y reluciente, dando sombrerazos y todo respetuoso. Control le había estrechado la mano durante cinco minutos y había dicho:

—Quiero que sepa qué contentos estamos, Karl, y cuánto nos alegra su éxito.

Leamas lo había observado, pensando: «Esto nos costará otras doscientas al año.» Cuando acabaron de comer, Control volvió a estrecharles la mano, hizo un significativo gesto con la cabeza, dando a entender que tenía que ponerse en camino para jugarse la vida en algún otro lugar, y se dirigió a su coche con chofer. Entonces Karl se echó a reír, y Leamas se rio con él, y se acabaron el champaña, sin dejar de reírse de Control. Después se fueron al Alter Fass: Karl se había empeñado, y allí estaba esperándoles Elvira, una rubia de unos cuarenta años, fuerte como el acero.

—Alec, éste es el secreto que mejor he guardado —había dicho Karl, y Leamas se puso furioso. Después tuvieron una pelea.

—¿Cuánto sabe ella? ¿Quién es? ¿Cómo la conoció?

Karl se enfurruñó y rehusó decírselo. Lugo las cosas se complicaron. Leamas trató de variar los métodos, y cambiar los sitios de encuentro y las contraseñas, pero a Karl no le gustó. Sabía lo que había detrás de eso, y no le gustó.

—Si no se fía de ella, ya es demasiado tarde, de todos modos —repetía, y Leamas recogió la insinuación y cerró el pico.

Pero después de eso se anduvo con mucho más cuidado, contó a Karl muchas menos cosas y recurrió más a todos los trucos de la técnica del espionaje. Y ahí estaba ella, ahí fuera, en el coche, conociéndolo todo, la red entera, la casa segura, todo; y Leamas juró, sin que fuera la primera vez, que jamás se volvería a fiar de un agente.

Se acercó al teléfono y marcó el número de su piso. Contestó
Frau
Martha.

—Tenemos huéspedes en Dürer—Strasse… —dijo Leamas—, un hombre y una mujer.

—¿Casados? —preguntó Martha.

—Casi —dijo Leamas, y ella se rio con aquella risa terrible.

Cuando él colgaba, uno de los policías se volvió hacia él.

—¡Herr Thomas! ¡De prisa!

Leamas corrió a la ventana de observación.

—Un hombre,
Herr
Thomas —susurró el policía más joven—, con una bicicleta.

Leamas enfocó los gemelos. Era Karl; su figura era inconfundible incluso a aquella distancia, envuelta en el viejo impermeable de la Wehrmacht, empujando su bicicleta. «Lo ha conseguido —pensó Leamas—, debe haberlo conseguido; ha pasado el control de documentos; sólo le quedan por pasar el control de moneda y la aduana.» Leamas observó que Karl apoyaba la bicicleta contra la cerca, y andaba despreocupadamente hacia la caseta de la Aduana. «No lo hagas demasiado bien», pensó. Por fin Karl salió, agitó la mano alegremente hacia el hombre de la barrera, y el poste rojo y blanco osciló subiendo lentamente. Había pasado, venía hacia ellos, lo había conseguido. Sólo el «vopo» en medio de la carretera, la línea, y a salvo.

En ese momento, a Karl le pareció oír algún ruido, presentir algún peligro; volvió la mirada por encima del hombro y empezó a pedalear furiosamente, agachándose sobre el manillar. Quedaba aún el centinela solitario en el puente: éste se había vuelto y observaba a Karl. Entonces, de modo completamente inesperado, los reflectores se movieron, blancos y brillantes, capturando a Karl y reteniéndole en su fulgor como a un conejo frente a los faros de un coche. Surgió el gemido oscilante de una sirena, el ruido de órdenes salvajemente gritadas.

Delante de Leamas, los dos policías se pusieron de rodillas, atisbando por las aspilleras entre los sacos de arena y encajando hábilmente la rápida carga en sus rifles automáticos.

El centinela alemán oriental disparó, muy cuidadosamente, lejos de ellos, dentro de su propio sector. El primer disparo pareció empujar a Karl hacia delante; el segundo, tirar hacia atrás de él. No se sabe cómo, seguía moviéndose, todavía en la bicicleta, al pasar junto al centinela, y el centinela siguió disparándole. Luego se dobló, rodó por el suelo, y se oyó claramente el golpe de la bicicleta al caer. Leamas puso toda su esperanza en que estuviera muerto.

II. Cambridge Circus

Observó cómo la pista de Tempelhof se hundía por debajo de él.

Leamas no era hombre reflexivo, sobre todo nada filosófico. Sabía que estaba eliminado: era un hecho de la vida con el que tenía que apechugar en adelante, como quien debe vivir con cáncer o en prisión. Sabía que no había ninguna clase de preparación que pudiera tender un puente sobre el abismo entre el antes y el ahora. Había encontrado el fracaso como un día encontraría la muerte, probablemente con resentimiento clínico y con la valentía de un solitario. Había durado más que la mayoría; ahora, estaba derrotado. Se dice que un perro vive tanto tiempo como sus dientes: metafóricamente, a Leamas le habían arrancado los dientes, y era Mundt quien se los había arrancado.

Diez años atrás hubiera podido tomar otro camino: en aquel anónimo edificio gubernamental, en Cambridge Circus, había empleos burocráticos que Leamas hubiera podido desempeñar y conservar hasta muy viejo; pero Leamas no estaba hecho para estas cosas. Tan infructuoso hubiera sido pedir a un jockey que abandonara todo para hacerse empleado de apuestas, como suponer que Leamas abandonaría la vida militante a cambio del tendencioso teorizar y el clandestino interés egoísta de Whitehall. Se había quedado en Berlín, consciente de que Personal había señalado su expediente para revisarlo al final de cada año; terco, obstinado, despectivo con las instrucciones, diciéndose que ya saldría algo. El trabajo de espionaje tiene una sola ley moral: se justifica por los resultados. Incluso los sofistas de Whitehall rendían homenaje a esa ley, y Leamas se beneficiaba. Hasta que llegó Mundt.

Era extraña la rapidez con que se había dado cuenta que Mundt se interponía en su destino.

Hans—Dieter Mundt, nacido hacía cuarenta y dos años en Leipzig. Leamas conocía su expediente, conocía la fotografía en el interior de la tapa; el rostro vacío, duro, bajo el pelo de lino; sabía de memoria la historia de la subida de Mundt al poder como segundo hombre de la Abteilung y jefe efectivo de operaciones. Leamas lo sabía por las declaraciones de desertores, y por Riemeck, que, como miembro del Presidium del Partido Socialista Unificado de Alemania Oriental, se reunía en comités de seguridad con Mundt, y le temía. Con razón, según parece, pues Mundt le mató.

Hasta 1959, Mundt había sido un funcionario poco importante de la Abteilung, que actuaba en Londres bajo la cobertura de la Misión Siderúrgica de Alemania Oriental. Volvió a Alemania a toda prisa después de matar a dos de sus propios agentes para salvar su pellejo, y no se oyó hablar de él en más de un año. De repente, reapareció en el cuartel general de la Abteilung en Leipzig como jefe del Departamento de Rutas y Medios, responsable de la distribución de dinero, equipos y personal para tareas especiales. Al final de ese año se produjo la gran lucha por el poder dentro de la Abteilung. El número y la influencia de los oficiales de enlace soviéticos disminuyeron drásticamente; varios de la vieja guardia fueron despedidos por razones ideológicas, y emergieron tres hombres: Fiedler, como jefe del contraespionaje; Jahn, que sustituyó a Mundt como jefe de medios, y el propio Mundt, que se llevó la palma, como vicedirector de operaciones, a la edad de cuarenta y un años.

Entonces empezó el nuevo estilo. El primer agente que perdió Leamas fue una muchacha. Era tan sólo un pequeño eslabón en la red; se la utilizaba para trabajos de enlace. La mataron a tiros en la calle cuando salía de un cine en Berlín occidental. La policía no pudo encontrar nunca al asesino, y Leamas, al principio, se inclinó a eliminar el incidente como si no tuviera ninguna conexión con su trabajo. Un mes después, un maletero de la estación de Dresde, agente despedido de la red de Peter Guillam, fue hallado muerto y mutilado junto a unos raíles del tren. Leamas comprendió que no era ya una mera coincidencia. Poco después de eso, dos miembros de otra red que estaba bajo el control de Leamas fueron detenidos y sentenciados sumariamente a muerte. Y así siguió: sin remordimientos, enervante.

Y ahora habían cazado a Karl, y Leamas se marchaba de Berlín igual como había llegado: sin un solo agente que valiera un penique. Mundt había ganado.

Leamas era bajo, con un tupido pelo gris hierro, y con el físico de un nadador. Era muy fuerte. Esa fuerza se le notaba en la espalda y los hombros, en el cuello, y en la conformación nudosa de las manos y los dedos.

Acerca de la ropa, tenía una opinión utilitaria, como en casi todas las demás cosas; hasta las gafas que llevaba a veces tenían cerco de acero. La mayor parte de sus trajes eran de fibra artificial y ninguno tenía chaleco. Le gustaban las camisas a la americana, con botones en las puntas del cuello, y los zapatos de ante, con suela de goma.

Tenía un rostro atractivo, musculoso, con una línea de terquedad en su boca delgada. Sus ojos eran oscuros y pequeños; irlandeses, decían algunos. Era difícil clasificar a Leamas. Si llegaba a un club de Londres, era seguro que el portero no le confundiría con un miembro; en las salas de fiesta de Berlín solían darle la mejor mesa. Parecía un hombre que podía traer problemas, un hombre que cuidaba de su dinero, un hombre que no era precisamente un caballero.

La azafata pensó que era interesante. Supuso que era del Norte, como de hecho hubiera podido serlo, y que rico no lo era. Le echó unos cincuenta años de edad, con lo que casi estaba en lo cierto. Supuso que era soltero, lo que era cierto a medias. En alguna parte, hacía mucho, había habido un divorcio: en algún sitio había hijos, ahora entre diez y veinte años, que recibían su pensión de un Banco particular bastante raro de la City.

—Si quiere otro whisky —dijo la azafata— será mejor que se dé prisa. Dentro de veinte minutos estaremos en el aeropuerto de Londres.

—No, gracias.

No la miró: contemplaba por la ventanilla los campos verdegrises de Kent.

Fawley le recibió en el aeropuerto y le llevó en coche a Londres.

—Control está muy irritado por lo de Karl —dijo, mirando de soslayo a Leamas.

Leamas asintió.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Fawley.

—A tiros. Mundt le localizó.

—¿Muerto?

—Yo diría que sí, a estas horas. Más vale. Casi lo consiguió. No hubiera tenido que darse prisa; no podían estar seguros. La Abteilung llegó al puesto de control inmediatamente después que acababan de dejarle pasar. Pusieron en marcha la sirena y un «vopo» le disparó a veinte pasos de la línea. Se movió en el suelo un momento, y luego se quedó quieto.

—Pobre hijo de…

—Exactamente —dijo Leamas.

A Fawley no le gustaba Leamas, y a Leamas, aunque lo sabía, no le importaba. Fawley era un hombre que pertenecía a varios clubs y llevaba corbatas representativas, que dogmatizaba sobre los méritos de los deportistas y desempeñaba un alto rango burocrático en la correspondencia de la oficina. Consideraba sospechoso a Leamas, y Leamas le consideraba un tonto.

—¿En qué sección está usted? —preguntó Leamas.

—Personal.

—¿Le gusta?

—Fascinante.

—¿Por dónde voy ahora? ¿Resbalando?

—Mejor será que se lo diga Control, amigo mío.

—¿Lo sabe usted?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué demonios no me lo dice?

—Lo siento, amigo —replicó Fawley, y de repente Leamas casi perdió el dominio. Luego reflexionó que, de todas maneras, probablemente Fawley mentía.

—Bueno, dígame una cosa, ¿le importa? ¿Tengo que buscar un condenado piso en Londres?

Fawley se rascó la oreja.

—Creo que no, amigo, no.

—¿No? Gracias a Dios.

Aparcaron junto a Cambridge Circus, ante un parquímetro, y entraron juntos en el vestíbulo.

—No tendrá pase, ¿verdad? Mejor será que rellene un impreso, amigo.

—¿Desde cuándo tenemos pases? MacCall me conoce tanto como a su propia madre.

—No es más que un procedimiento nuevo. Cambridge Circus va creciendo, ya sabe.

Leamas no dijo nada, dio una cabezada hacia MacCall y se metió en el ascensor sin pase.

Control le estrechó la mano más bien cuidadosamente, como un médico que le palpara los huesos.

—Debe de estar terriblemente cansado —dijo, en tono de excusa—; siéntese.

La misma voz funesta, el rebuzno profesoral; Leamas se sentó en una butaca frente a una estufa eléctrica verdeoliva con un cacharro de agua en equilibrio encima.

—¿Lo encuentra frío? —preguntó Control.

Se inclinaba sobre la estufa frotándose las manos. Llevaba un jersey debajo de la chaqueta negra, un ajado jersey pardo. Leamas se acordó de la mujer de Control, una mujercita estúpida llamada Mandy que parecía creer que su marido estaba en la Dirección de Carbones. Supuso que ella se lo habría tricotado.

—Está muy seco, eso es lo malo —continuó Control—. Si se vence el frío, se reseca la atmósfera. Es igual de peligroso.

Se acercó a la mesa y apretó un botón.

—Vamos a probar a ver si conseguimos café —le dijo—. Ginnie está de permiso, eso es lo malo. Me han dado una chica nueva. Realmente, eso está mal.

BOOK: El espia que surgió del frio
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