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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (5 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Luego estaba la historia del dinero. Se supo por indiscreción —como de costumbre, nadie sabía de dónde salía eso— que la marcha repentina de Leamas tenía que ver con irregularidades en las cuentas de la Sección Bancaria. Faltaba una cantidad bastante regular (no de tres cifras, sino de cuatro, según una señora de pelo azul que trabajaba en la centralita telefónica), y la habían recobrado casi toda, y le impusieron un embargo sobre su pensión. Otros dijeron que no lo creían: en el caso de que Alec hubiese querido robar el cajón, decían, conocía medios más apropiados para hacerlo que enredar en las cuentas de la Central. No es que no fuera capaz: sólo que lo habría hecho mejor. Pero los menos convencidos de las posibilidades delictivas de Leamas aludían a su gran consumo de alcohol, a los gastos que acarreaba mantener una familia separada, a la fatal diferencia entre la paga en el país y los gastos permitidos en el extranjero, y, sobre todo, a las tentaciones que se le ponen por delante a un hombre que maneja grandes sumas de dinero contante y sonante, cuando sabe que sus días en el Servicio están contados.

Todos se mostraron de acuerdo en que si Alec se había manchado las manos, estaba liquidado para siempre: los de Reinstalación ni le mirarían, y Personal no querría dar referencias sobre él, o las daría de un modo tan frío como el hielo, y aun el patrono más entusiástico sentiría un escalofrío al verlas. El desfalco era el único pecado que los de Personal no dejaban que nadie olvidase y que ellos mismos no olvidaban jamás. Si era cierto que Alec había robado a Cambridge Circus, iba a llevarse consigo a la tumba la cólera de Personal, y Personal no pagaría ni la mortaja.

Durante una semana o dos después de su marcha, unos cuantos se preguntaron qué habría sido de él. Pero sus viejos amigos ya sabían que tenían que evitarle. Se había vuelto un molesto resentido, que atacaba constantemente al Servicio y a su administración, y lo que él llamaba «los chicos de Caballería» que, según decía, llevaban sus asuntos como si fuera el club de oficiales de un regimiento. Nunca perdía la oportunidad de meterse con los americanos y sus servicios de espionaje. Parecía odiarles más que a la Abteilung, a la que aludía rara vez, o casi nunca. Sugería que eran ellos los que habían puesto en peligro su red: esto parecía una obsesión en él, la mala manera con que recompensaba cualquier intento de consolarle.

Así se volvió una compañía desagradable, de modo que los que le conocían, e incluso los que le concedían silenciosamente su simpatía, acabaron por eliminarle. La marcha de Leamas causó tan sólo una ondulación en el agua; con otros vientos y con el cambio de estaciones, pronto quedó olvidada.

Su piso era pequeño y destartalado, pintado de color pardo y con fotografías de Clovelly. Daba enfrente mismo de las grises traseras de tres almacenes de piedra, con ventanas que, por razones estéticas, habían sido dibujadas con creosota. Encima de los almacenes vivía una familia italiana, que se peleaba cada noche y sacudía las alfombras durante el día.

Leamas tenía pocas cosas con que alegrar los cuartos. Compró unas pantallas para tapar las bombillas, y dos pares de sábanas para sustituir las fundas de tela basta proporcionadas por el casero. El resto, Leamas lo toleró: las cortinas estampadas con flores, sin forro ni dobladillo, los oscuros revestimientos rozados del suelo, y el tosco mobiliario de madera parda, algo así como de un hostal de marineros. Un grifo amarillo resquebrajado le proporcionaba agua caliente por un chelín.

Necesitaba un empleo. No tenía dinero, nada en absoluto. De modo que tal vez fuese cierto lo que se contaba del desfalco. A Leamas le parecieron tibios y peculiarmente inadecuados los ofrecimientos de nueva colocación que le hizo el Servicio. Primero, trató de obtener trabajo en el comercio. Una empresa de fabricantes de adhesivos industriales se mostró interesada por su aspiración al puesto de subdirector y jefe de personal. Sin hacer caso a la referencia poco útil que el Servicio había dado de él, no le exigieron ni requisitos ni títulos y le ofrecieron seiscientas al año. Se quedó una semana, al cabo de la cual la hedionda pestilencia del aceite de pescado rancio se le había metido en el pelo y la ropa, adhiriéndosele en las narices como el olor de la muerte. No había lavado que lo suprimiera, de modo que Leamas se rapó el pelo al cero y tuvo que tirar dos de sus mejores trajes.

Pasó otra semana intentando vender enciclopedias a las amas de casa de las zonas residenciales, pero no era hombre a quien éstas comprendieran o vieran con buenos ojos, no querían a Leamas, o al menos a sus enciclopedias. Noche tras noche volvía fatigado a su piso, con su ridícula muestra bajo el brazo. Al fin de la semana telefoneó a la empresa y les dijo que no había vendido nada. Sin manifestar sorpresa, le recordaron su obligación de devolver la muestra si dejaba de actuar en su representación, y colgaron. Leamas salió de la cabina telefónica dando furiosas zancadas, se dejó olvidada la muestra, fue a un bar y se emborrachó perdidamente gastándose veinticinco chelines, que no podía pagar. Le echaron por chillar a una mujer que trataba de llevársele. Le dijeron que no volviera jamás, pero una semana más tarde lo habían olvidado todo. Empezaban a conocer allí a Leamas.

También en otros sitios empezaron a conocer a esa figura gris y bamboleante. No decía ni una mísera palabra: no tenía ni un amigo, hombre, mujer o animal. Adivinaban que estaba en un apuro: probablemente había abandonado a su mujer. Nunca sabía el precio de nada, nunca lo recordaba cuando se lo decían. Se palpaba todos los bolsillos siempre que necesitaba dinero suelto, nunca se acordaba de llevar una cesta, siempre compraba bolsas para llevarse lo que compraba.

En su calle no le tenían simpatía, pero casi le compadecían. Además, pensaban que estaba muy sucio, con aquel modo de no afeitarse los fines de semana, y con las camisas todas desaliñadas.

Una tal señora Mac Caird, de Sudbury Avenue, le hacía la limpieza todas las semanas, pero como nunca recibió de él ni una palabra amable, abandonó su trabajo. Ella era una importante fuente de información en aquella calle, donde los tenderos se contaban unos a otros lo que necesitaban saber en caso de que él pidiera crédito. La opinión de la señora Mac Caird era adversa al crédito. Leamas nunca recibía cartas, decía ella, y llegaron al acuerdo de que eso era grave. No tenía cuadros y sólo unos pocos libros; ella creía que uno de los libros era indecente, pero no podía estar segura porque estaba escrito en un idioma extranjero. Su opinión era que tendría alguna rentilla de que vivir, y se le estaba acabando. Sabía que los jueves iba a cobrar subsidio de paro. Todo Bayswater estaba advertido y no había necesidad de más avisos. Se enteraron por la señora Mac Caird que bebía como un pez: el de la taberna lo confirmó. Los taberneros y las mujeres de la limpieza no están en situación como para conceder crédito a sus clientes, pero su información es muy valiosa para los que sí lo están.

IV. Liz

Por fin, aceptó el trabajo en la Biblioteca. La Agencia de Colocaciones se lo había puesto delante de las narices todos los jueves por la mañana cuando cobraba su subsidio de paro, pero él lo había rechazado siempre.

—La verdad es que no es lo que mejor le va —dijo el señor Pitt—, pero la paga es buena y el trabajo es fácil para un hombre instruido.

—¿Qué clase de biblioteca es? —preguntó Leamas.

—Es la Biblioteca Bayswater de Investigaciones Psicológicas. Es una fundación: tienen miles de libros, y les han hecho un legado de muchos más. Necesitan otro ayudante.

Leamas cogió el óbolo y la tira de papel.

—Son gente rara —añadió el señor Pitt—, pero, por otra parte, usted tampoco es de los que se quedan fijos, ¿no? Me parece que ya es hora de que les pusiera a prueba, ¿no cree?

Había algo raro en Pitt. Leamas estaba seguro de haberle visto antes en algún otro sitio. En Cambridge Circus, durante la guerra.

La Biblioteca era como la nave de una iglesia y, además, muy fría. Las negras estufas de petróleo, en los extremos, daban un olor a parafina. En medio del local había una cabina, como la de los testigos en un tribunal, y dentro estaba sentada la señorita Crail, la bibliotecaria.

Nunca se le había ocurrido a Leamas que hubiera de trabajar a las órdenes de una mujer. En la Agencia de Colocaciones, nadie le había dicho nada de eso.

—Soy el nuevo ayudante —dijo—, me llamo Leamas.

La señorita Crail levantó la vista bruscamente de su fichero, como si hubiera oído una grosería.

—¿Ayudante? ¿Qué quiere decir con eso de «ayudante»?

—Asistente. De parte de la Agencia de Colocaciones, del señor Pitt.

Alargó a través del mostrador un impreso hecho en multicopista con sus datos anotados con letra inclinada. Ella lo cogió y lo examinó.

—Usted es el señor Leamas.

No era una pregunta, sino la primera fase de una investigación para averiguar los hechos.

—Y es usted de la Agencia de Colocaciones.

—No, me ha mandado la Agencia de Colocaciones. Me han dicho que necesitaban ustedes un asistente.

—Ya entiendo.

Una sonrisa adusta. En ese momento sonó el teléfono: ella cogió el auricular y empezó a discutir ferozmente con alguien. Leamas adivinó que discutían siempre, que no había preliminares. Ella elevó el tono de voz, simplemente, y empezó a discutir sobre unas entradas para un concierto. Él escuchó un par de minutos, y luego se dirigió hacia las estanterías. En uno de los compartimientos, observó que había una muchacha, de pie en una escalera, ordenando unos grandes volúmenes.

—Soy el nuevo —dijo—, me llamo Leamas.

Ella bajó de la escalera y le dio la mano un tanto ceremoniosamente.

—Yo soy Liz Gold. Encantada. ¿Ha conocido a la señorita Crail?

—Sí, pero en este momento está hablando por teléfono.

—Discutiendo con su madre, imagino. ¿Qué va a hacer usted?

—No sé. Trabajar.

—Ahora estamos poniendo signaturas; la señorita Crail ha empezado un nuevo fichero.

Era una muchacha alta, desgarbada, de larga cintura y piernas largas. Llevaba zapatos bajos, de «ballet», para reducir su estatura. En su cara, como en su cuerpo, había algo que parecía oscilar entre la fealdad y la belleza. Leamas supuso que tendría veintidós o veintitrés años, y que sería judía.

—Se trata sólo de comprobar que todos los libros estén en los estantes. Ésta es la tira de referencia, ya ve. Cuando lo haya comprobado, apunte en lápiz la nueva signatura y la tacha en el fichero.

—¿Y qué ocurre luego?

—Sólo la señorita Crail está autorizada a pasar a tinta la signatura. Es el reglamento.

—¿El reglamento de quién?

—De la señorita Crail. ¿Por qué no empieza por la arqueología?

Leamas asintió y marcharon juntos al compartimiento siguiente, en cuyo suelo había una caja de zapatos llena de fichas.

—¿Ha hecho usted alguna vez cosas de este tipo?

—No —se agachó a recoger un puñado de fichas y las sopló—. Me envió el señor Pitt. De la Agencia.

Volvió a poner en su sitio las fichas.

—La señorita Crail es la única persona que puede pasar a tinta las signaturas, ¿no?

—Sí.

Ella le dejó allí. Leamas, tras un momento de vacilación, sacó un libro y miró la portadilla. Se titulaba «Descubrimientos arqueológicos en Asia Menor», Volumen Cuarto. Al parecer, sólo tenían el volumen cuarto.

Era la una, y Leamas tenía mucha hambre, así que se acercó hacia donde estaba Liz Gold clasificando y dijo:

—¿Qué pasa con el almuerzo?

—Ah, yo traigo bocadillos —pareció un poco cohibida— Puede coger alguno de los míos, si lo desea. No hay café en varias millas a la redonda.

Leamas movió la cabeza.

—Gracias, saldré. Tengo que hacer unas compras.

Ella observó cómo se abría paso de un empujón por las puertas oscilantes.

Eran las dos y media cuando regresó. Olía a whisky. Traía la bolsa llena de verduras y otra conteniendo diversos comestibles. Las dejó en una esquina del compartimiento y fatigosamente volvió a empezar con los libros de arqueología. Llevaba unos diez minutos poniéndoles signaturas cuando se dio cuenta de que la señorita Crail le observaba.

—«Señor» Leamas.

Él estaba a medio subir en la escalera, de modo que miró abajo por encima del hombro y dijo:

—¿Qué?

—¿Sabe usted de dónde han salido estas bolsas de comestibles?

—Son mías.

—Ya entiendo. Son suyas. —Leamas esperó—. Lamento —continuó ella por fin— que no permitamos meter la compra en la Biblioteca.

—¿Dónde puedo ponerla, si no? No hay otro sitio donde pueda ponerla.

—En la Biblioteca, no —contestó ella.

Leamas no le hizo caso y volvió a dirigir su atención a la sección de arqueología.

—Si solamente se tomara el tiempo necesario para el almuerzo —continuó la señorita Crail—, no tendría tiempo para hacer la compra. Ninguna de nosotras lo tiene, ni la señorita Gold ni yo misma, no tenemos tiempo para compras.

—Entonces, ¿por qué no se toman media hora más? —preguntó Leamas—; así tendrían tiempo. Si tanto les urge pueden trabajar otra media hora por la tarde; si les apremian.

Ella se detuvo unos momentos, sin hacer otra cosa más que mirarle y pensando, evidentemente, algo que decirle. Por fin anunció:

—Lo discutiré con el señor Ironside —y se marchó.

A las cinco y media, la señorita Crail se puso el abrigo, y con un enfático «buenas noches, señorita Gold», se fue. Leamas adivinó que se había pasado toda la tarde cavilando sobre las bolsas de la compra. Pasó al compartimiento contiguo, donde Liz Gold estaba sentada en el peldaño más bajo de su escalerilla, leyendo algo que parecía un folleto. Al ver a Leamas, lo dejó caer con aire culpable en su bolso y se puso en pie.

—¿Quién es el señor Ironside? —preguntó Leamas.

—Creo que no existe —contestó ella—. Es su mejor recurso cuando no sabe encontrar una respuesta. Una vez le pregunté quién era. Se puso toda elusiva y misteriosa y me dijo: «No se preocupe.» Creo que no existe.

—Tampoco estoy seguro de que exista la señorita Crail —dijo Leamas, y Liz Gold sonrió.

A las seis, ella cerró y dio las llaves al conserje, un hombre muy viejo que en la Primera Guerra había sufrido un 
shock
 explosivo y que, según Liz, se pasaba toda la noche despierto por si los alemanes realizaban un contraataque. Fuera, hacía un frío terrible.

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