Los Romanos, siguiendo el ejemplo de los Griegos, introdujeron fórmulas de acciones y reconocieron la necesidad de dirigir cada asunto por la acción que le era propia. Esto era necesario en su manera de juzgar: había que fijar el estado de la cuestión, para que el pueblo lo viera y no cesara de tenerlo delante de los ojos. De lo contrario, en el curso de un negocio duradero cambiaría continuamente el estado de la cuestión y nadie se entendería.
Se siguió de eso que los jueces, entre los Romanos, se ajustaban estrictamente a la cuestión, no concediendo nada más, sin aumentar, disminuir ni modificar lo que correspondiera. Los pretores, sin embargo, idearon otras fórmulas de acción llamadas
Ex bona fide
, en las que el juez tenía más a su disposición la manera de sentenciar. Esto era más conforme al espíritu de la monarquía. Así pueden decir los jurisconsultos franceses:
En Francia, todas las acciones son de buena fe
.
Maquiavelo atribuye la pérdida de la libertad de Florencia, a que no era el pueblo quien juzgaba, como en Roma, los crímenes de lesa majestad cometidos contra él. Para eso tenía designados ocho jueces; y dice Maquiavelo:
Pocos son corrompidos por poco
. Yo adoptaría la máxima del grande hombre; pero como en tales casos el interés político se sobrepone al interés civil (y es inconveniente que el pueblo ofendido sea juez y parte), es preciso para remediado que las leyes provean a la seguridad de los particulares.
Con esta idea, los legisladores de Roma hicieron dos cosas: permitieron a los acusados que se desterraran antes del juicio y quisieron que los bienes de los condenados fuesen consagrados para que el pueblo no hiciera la confiscación. Ya veremos en el
Libro XI
otras limitaciones que se le pusieron al poder de juzgar que tenía el pueblo.
Solón supo muy bien precaver el abuso de poder que podría cometer el pueblo en el juicio de los crímenes: quiso que el proceso fuera revisado por el
Areópago
y que, si creía injusta la absolución del acusado lo acusara de nuevo ante el pueblo; y si tenía por injusta la condena, suspendiera la ejecución para que se juzgara la causa nuevamente
[5]
: ley admirable, por la cual era sometido el pueblo a la revisión de la magistratura que él más respetaba y a la suya propia.
Será bueno proceder con lentitud en este género de causas y más si el acusado está preso, para que el pueblo se calme y juzgue a sangre fría.
En los Estados despóticos, el soberano puede juzgar por sí mismo; en las monarquías no puede hacerlo, porque la constitución perecería, los poderes intermedios serían aniquilados y todas las formalidades judiciales desaparecerían; el temor se apoderaría de todos los ánimos; en todos los semblantes se vería la zozobra; se acabarían la confianza, la seguridad, el honor, la monarquía.
He aquí otras reflexiones: En los Estados monárquicos, el príncipe es el acusador y el que ha de castigar o absolver al acusado; si juzgara él mismo, sería Juez y parte
[6]
.
Además, juzgando el soberano, perdería el más bello atributo de su soberanía, el de la gracia; no podría perdonar, porque sería insensato que él mismo hiciera y deshiciera las cosas, pronunciara sus juicios y los anulara; y no querría estar en contradicción consigo mismo. Aparte de esto, resultaría una extraña confusión: no se sabría si un hombre había sido absuelto o indultado.
En materia de confiscación ocurriría lo mismo; en las monarquías son para el príncipe, algunas veces, las confiscaciones; y pronunciadas por él, aquí también resultaría juez y parte
[7]
.
Cuando Luis XIII quiso ser juez en el proceso del duque de la Valette
[8]
, y llamó a su gabinete a varios oficiales del Parlamento y a algunos consejeros de Estado para inquirir su opinión, el presidente Bellievre le dijo:
Es cosa rara que un príncipe emita su opinión en el proceso de uno de sus súbditos; los reyes no han reservado para sí más que el derecho de gracia, dejando las condenas para sus magistrados inferiores. ¡Y Vuestra Majestad quiere ver en su presencia, en el banquillo de los acusados, al que por su sentencia puede ir a la muerte dentro de una hora!… No se concibe que un súbdito salga descontento de la presencia del príncipe
. El mismo presidente, al celebrarse el juicio, dijo estas palabras:
Es un juicio de que no hay ejemplo; hasta hoy nunca se ha visto que un rey de Francia haya condenado en calidad de juez, que por su dictamen se condene a muerte a un caballero
[9]
.
Las sentencias dictadas por el príncipe serían fuente inagotable de injusticias y de abusos; algunos emperadores romanos tuvieron el furor de juzgar por sí mismos; sus reinados asombraron al universo por sus injusticias.
Claudio
, dice Tácito
[10]
,
después de atraer a si las funciones de los magistrados, el resultado que obtuvo fue dar ocasión a toda suerte de rapiñas
. Por eso Nerón, sucesor de Claudio, para congraciarse con las gentes, declaró:
Que se guardaría de intervenir en las causas, para que ni acusadores ni acusados se expusieran al inicuo poder de algunos intrigantes
.
En el reinado de Arcadio
, según Zósimo
[11]
,
la plaga de los calumniadores se esparció, llenó la Corte y saturó el ambiente. Cuando moría un hombre, se suponía que no dejaba descendencia y se daban sus bienes por un rescripto imperial. Como el emperador era un estúpido y la emperatriz muy codiciosa, valíase ella de la insaciable ambición de sus domésticos y de sus confidentes; de suerte que, para las personas moderadas, no había nada más apetecible que la muerte
.
Hubo una época
, dice Procopio
[12]
,
en que a la Corte no iba casi nadie; pero en tiempo de Justiniano, como los jueces ya no tenían la facultad de hacer justicia, los tribunales se quedaron desiertos y el palacio fue invadido por una multitud de litigantes y de pretendientes que hacían resonar en él sus clamores y solicitudes
. Todo el mundo sabe cómo se fallaban las cuestiones y cómo se hacían las leyes.
Las leyes son los ojos del príncipe, quien ve por ellas lo que no vería sin ellas. Cuando quiere substituírse a los tribunales, trabaja no para si sino para sus seductores y contra si mismo.
También es inaceptable que en la monarquía sean los ministros del príncipe los que juzguen en materia contenciosa
[13]
. Todavía hoy vemos Estados en que, sobrando jueces, quieren juzgar los ministros. Las reflexiones que ocurren son innumerables; yo no haré más que una; ésta:
Por la naturaleza misma de las cosas, hay una especie de contradicción entre el consejo del monarca y sus tribunales. El consejo debe componerse de pocas personas y los tribunales de justicia exigen muchas. La razón es que los consejeros deben tomar los asuntos con algo de pasión, lo que sólo se puede esperar de cuatro o cinco hombres interesados en lo que han de resolver; siendo muchos, no todos lo tomarían con igual calor. En los tribunales judiciales sucede lo contrario: conviene ver las cuestiones con serenidad, en cierto modo con indiferencia.
Esto no puede ser más que en gobierno despótico. Se ve en la historia romana hasta qué punto un juez único puede abusar de su poder. ¿Cómo Apio no había de menospreciar las leyes, puesto que violó la hecha por él mismo?
[14]
En Roma
[15]
le era permitido a un ciudadano el acusar a otro. Esto se había establecido según el espíritu de la República, en la que todo ciudadano ha de tener un celo sin límites por el bien público
[16]
; en la que se supone que todo ciudadano dispone de la suerte de la patria. Las máximas de la República perduraron con los emperadores, y se vió aparecer un género de hombres funestos, una turba de infames delatores. Todos los ambiciosos de alma baja delataban a cualquiera, culpable o no, cuya condena pudiera ser grata al príncipe: este era el camino de los honores y de la fortuna
[17]
, lo cual no sucede entre nosotros.
Nosotros tenemos ahora una ley admirable, y es la que manda que el príncipe tenga en cada tribunal un funcionario que en su nombre persiga todos los crímenes; de suerte que la función de delatar es desconocida entre nosotros.
En las leyes de Platón
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se castigaba a los que no advirtieran a los magistrados de lo que supieran, o les negaran su auxilio. Esto, hoy, no convendría. Los funcionarios velan por el sosiego de los ciudadanos; aquéllos obran, éstos confían en aquéllos.
La severidad de las penas es más propia del gobierno despótico, cuyo principio es el terror, que de la monarquía o de la República, las cuales tienen por resorte, respectivamente, el honor y la virtud.
En los Estados modernos, el amor a la patria, la vergüenza y el miedo a la censura son motivos reprimentes que pueden evitar muchos delitos. La mayor pena de una mala acción es el quedar convicto de ella. Las leyes civiles no necesitan, pues, ser rigurosas. En estos Estados, un buen legislador pensará menos en castigar los crímenes que en evitarlos, se ocupará más en morigerar que en imponer suplicios.
Es una observación perpetua de los autores chinos
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que, en su imperio, cuanto más se aumentan los suplicios más cerca está la revolución.
Fácil me sería probar que en todos o casi todos los Estados europeos, las penas han disminuído o aumentado a medida que se está más cerca o más lejos de la libertad.
En los Estados despóticos se es tan desgraciado que se teme la muerte sin amar la vida; en ellos los castigos deben ser más extremados. En los Estados constitucionales o regidos por la moderación, se teme perder la vida sin sentir miedo a la muerte: son suficientes, por lo tanto, los suplicios, que quitan la vida sin martirizar.
Los hombres extremadamente felices y los extremadamente desgraciados, son igualmente duros: lo atestiguan los monjes y los conquistadores. Únicamente la mediocridad y una mezcla de buena y mala fortuna pueden dar la dulzura y la piedad.
Lo que se ve en los hombres individualmente se ve así mismo en las diversas naciones. Entre los salvajes, que llevan una vida muy penosa, y entre los pueblos despóticamente gobernados, donde no hay más que un hombre exorbitantemente favorecido por la fortuna mientras que todos los demás son perseguidos por la mala suerte, son tan crueles unos como otros. En los países de gobierno templado son más suaves las costumbres y reinan mejores sentimientos.
Cuando leemos en las historias ejemplos numerosos de la bárbara justicia de los sultanes, sentimos una especie de dolor por los males que afligen a algunos hombres y por la imperfección de la naturaleza humana.
En los gobiernos moderados, un buen legislador puede servirse de todo para formar penas. Todo lo que la ley señala como castigo, es en efecto, un castigo. ¿No es bien extraordinario que en Esparta fuese uno de los mayores el no poder prestarle a un convecino la mujer propia ni recibir la suya o la de otro cualquiera en la misma condición, o bien el verse obligado a vivir entre doncellas, a no tener en casa más que vírgenes? En una palabra, como ya hemos dicho, todo es pena si se impone como tal.
En las antiguas leyes francesas es donde encontramos el espíritu de la monarquía. Si se trata de penas pecuniarias, los plebeyos son menos castigados que los nobles. En los crímenes, todo lo contrario: el noble pierde su honor y su prestigio en la Corte, mientras al villano que no tiene honor, se le impone un castigo corporal.
El pueblo romano se distinguía por la probidad. Tenía tanta, que muchas veces el legislador no necesitó más que mostrarle el bien para que lo siguiera. Diríase que bastaba darle consejos en vez de ordenanzas y de edictos.
Las penas de
las leyes reales
y las de las leyes de
las doce tablas
, fueron casi todas abolidas al establecerse la República, bien por efecto de la
ley Valeriana
, bien por consecuencia de la
ley Porcia
[20]
. Y no se observó que la República se resintiera en nada ni resultara desarreglo alguno.
La
ley Valeriana
era la que prohibía a los magistrados cualquiera vía de hecho contra un ciudadano que hubiese apelado al pueblo, no infligiendo más pena al contraventor que la de ser tenido por malo
[21]
.
La experiencia ha hecho notar que en los países donde las penas son ligeras, impresionan a los ciudadanos tanto como en otros países las más duras.
Cuando surge en un Estado una inconveniencia grave o imprevista, un gobierno violento quiere corregirla de una manera súbita; y en lugar de hacer ejecutar las leyes vigentes, establece una pena cruel que en seguida corta el mal. Pero se gasta el resorte: la imaginación se acostumbra a la pena extraordinaria y grande, como antes se había hecho a la menor; y perdido el miedo a ésta, no hay más remedio que mantener la otra. Los robos en despoblado, mal común a diferentes países, obligaron a emplear
el suplicio de la rueda
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que atajó por algún tiempo el mal; pero poco después volvió a robarse en los caminos, como anteriormente.
En nuestros días se hicieron frecuentísimas las deserciones; se estableció la pena de muerte para los desertores y las deserciones continuaron. La razón es natural: un soldado, que expone su vida diariamente, se acostumbra a despreciarla y a despreciar el peligro. Se necesitó una pena que dejara marca
[23]
; pretendiendo aumentar la pena, en realidad se la disminuyó.
No hay que llevar a los hombres por las vías extremas; hay que valerse de los medios que nos da la naturaleza para conducirlos. Si examinamos la causa de todos los relajamientos, veremos que proceden siempre de la impunidad, no de la moderación en los castigos.