Una incontrolable exclamación de júbilo retumbó en el silencio de la noche, pero la euforia sólo duró unos instantes. Junto al mensaje de felicitación aparecía la fecha en que se colgaría el enunciado de la quinta prueba, y ésta era justo un minuto después de que expirara el plazo para solucionar la prueba número cuatro, es decir, dentro de casi nada, a las cuatro horas y trece minutos de la madrugada.
Estaba agotado, hacía denodados esfuerzos por no dormirse, necesitaba descansar unas horas antes de acudir al trabajo y... se le venía encima una nueva prueba. Un día, eso es lo único que pedía, un día de plazo para su resolución, tenía que dormir siquiera unas horas; ya se las apañaría mañana con el problema.
Y sus deseos se vieron en parte cumplidos: pronto podría irse a dormir. La prueba número cinco presentaba un plazo máximo de siete minutos para su resolución.
Prueba nº 5:
Completa la siguiente relación, teniendo en cuenta que la respuesta correcta no es 3.
Dieciocho 9
Catorce 7
Seis
Tiempo de resolución: 7 minutos
¡Siete minutos! El problema debía ser sencillísimo, una simple relación aritmética para encontrar a simple vista... mas no lo veía. Cada número en letras se correspondía con su mitad en cifras, pero la solución no era 3. Y no conseguía encontrar ninguna operación que hiciera relacionar esos números... ni creía que lo iba a lograr en tan poco margen de tiempo. Entonces cayó en la cuenta. El algoritmo a emplear debía ser igual o, al menos, parecido al del anterior ejercicio. ¡Por eso daban tan poco plazo! Querían eliminar a todos los concursantes que hubiesen acertado de casualidad... ¡y él era uno de ellos! En un grado de excitación cercano al ataque de histeria, pensó en Lucía. Ella había adivinado el problema anterior. El teléfono le temblaba en las manos. Quedaban escasos cinco minutos...
—¿Diga?
—Lucía, soy Samuel.
—¿Samuel? ¿Qué ocurre?
—Mira..., perdona que te moleste a estas horas, pero... necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? Si apenas nos conocemos... ¿Has llamado a un médico? —preguntó extrañada e inquieta Lucía.
—No, no me sucede nada... ¿Recuerdas el problema de esta tarde? Pues lo resolviste y ocurre que tengo otro similar que debo solventar ahora mismo. Se me está acabando el plazo y...
—¿Me despiertas a estas horas para que te ayude con un juego de ingenio? Samuel: ¡son las cuatro de la mañana! —le reconvino Lucía sensiblemente molesta.
—Lo siento... Llevas razón, Lucía... ¡Qué estúpido soy! Esto es importante para mí y pensé que quizá tú me podrías ayudar... Lo siento, lo siento mucho.
Samuel desconectó la llamada y arrojó el teléfono contra la pared. El impacto originó un brutal estruendo. Hundido en la desesperación, se llevó las manos a la cara para cubrirse los ojos, como si quisiera ocultar al mobiliario su infantil llanto. Se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos.
Kamduki
le había conducido a una situación extrema de delirio: no había tenido bastante con jugarse su puesto de trabajo sino que ahora acababa de hacer el ridículo más espantoso de su vida, en un insensato y utópico propósito de triunfar y abandonar para siempre la mediocridad de su día a día. Una vez que acabó de desahogarse, se enjugó las lágrimas y se dirigió a su ordenador con idea de apagarlo y olvidarse de una vez por todas de esa locura. Y entonces vio que Lucía estaba conectada...
Lucía... upendo na amani
>
A ver ese problema, aunque no te garantizo nada...
Samuel no sabía si alegrarse o compungirse aún más por haber sacado a Lucía de la cama. La vergüenza le impedía responder, pero no podía ignorarla después de tan lamentable episodio, de modo que regresó a la página de
Kamduki
, y con un rápido copiar y pegar le pasó el enunciado. Restaba un minuto y medio para expirar el plazo, pero a Lucía le sobró la mitad...
Lucía... upendo na amani
>
Creo que la solución puede ser 4.
Samuel no preguntó nada; simplemente validó la respuesta que ella le ofrecía. El mismo mobiliario que no pudo verlo llorar hacía unos minutos, ahora fue testigo del desfigurado rostro de Samuel, desencajado por el pasmo y el desconcierto, en una insólita declaración de incrédula felicidad y desatado bochorno. La prueba número cinco había sido superada.
Samuel
>
Has vuelto a acertar, Lucía...
Lucía... upendo na amani
>
¡Vaya! Me alegro...; parece que esto significa mucho para ti.
Samuel
>
Así es, pero me he excedido. He abusado de tu confianza. No sé cómo justificar mi actitud...; lo siento.
Lucía... upendo na amani
>
No, por favor, no tienes por qué disculparte. Tendrás tus motivos... Y tampoco pasa nada porque me hayas llamado de madrugada; no has cometido ningún delito. Es más, incluso me siento feliz de haberte podido ayudar.
Samuel
>
Gracias por tu comprensión, Lucía. Estoy enfrascado en una extraña competición: ¿has oído hablar de
Kamduki
?
Lucía... upendo na amani
>
No, pero ahora es un pelín tarde para que me lo cuentes, ¿no crees?
Samuel
>
¿Qué tal si quedamos mañana? ¿Te parece bien en la misma cafetería a las cuatro?
Lucía... upendo na amani
>
Me parece perfecto.
Samuel
>
Una última cosa, Lucía..., ¿cómo averiguaste las respuestas?
Lucía... upendo na amani
>
Mañana te lo digo.
Samuel no quería ni mirar la página de
Kamduki
. El día había sido muy largo y cabía la posibilidad de que aún se prolongara. Afortunadamente, la prueba número seis no vería la luz hasta dentro de un mes. Los lunáticos creadores de tan absorbente juego se habían dignado oír los mudas súplicas de clemencia de sus adictos vasallos y les obsequiaban con unas merecidas y largas vacaciones.
Samuel no sabía cómo comenzar la conversación. Había estado pensando todo el día en ese embarazoso encuentro y lo único que se le ocurría era disculparse de nuevo. Luego se ruborizaría y se sentiría apocado, acomplejado por su torpeza... Pero Lucía no lo permitió. Con exquisita habilidad supo liberarle del sentimiento de culpabilidad, devolviéndole el entusiasmo por
Kamduki
y haciéndose partícipe del mismo.
—Lucía, yo...
—Nada de disculpas que me enfado. Cuéntame todo sobre ese enigmático juego que me tiene en ascuas y luego te digo cómo resolví las pruebas, que seguro que te mueres de las ganas de saberlo.
Samuel relató, con pelos y señales, cuanto sabía de
Kamduki
y todo lo que le había acontecido hasta la fecha, desde el contenido de las bases hasta las peripecias vividas con la publicación de las distintas pruebas. Detalló los obstáculos que tuvo que sortear para resolverlas, aunque con buena lógica prefirió obviar las insinuaciones de Macarena, nacidas directamente de la indiferencia que le ocasionó su abstracción con la tercera prueba. Lucía mostró una gran curiosidad, interesándose por todos los pormenores: sabía que así Samuel se sentiría reconfortado.
—Ahora te toca a ti, Lucía: ¿cómo lo lograste? No acabo de creérmelo.
—Pues la verdad es que me resultó muy sencillo.
—Continúa, por favor.
—Tan sencillo que podría resolverlos cualquier niño —prosiguió Lucía.
—¡No puede ser; eso ya es demasiado!
—Los pude resolver gracias a mi filosofía de vida. ¿Has leído
Acres de diamantes
, de Russell Herman Conwell?
—Ni siquiera he oído hablar de él —confesó Samuel.
—En realidad se trata de una conferencia, posiblemente la que más veces se haya llegado a pronunciar, plasmada en un libro. Es pequeñito y se lee con mucha facilidad. Lo importante es la lección que encierra sus páginas... Pásate por la biblioteca y te lo llevas; la verdad es que es muy instructivo.
—¿Y qué enseña realmente ese libro para permitir resolver en un santiamén unos problema tan complicados? —interpeló Samuel.
—Es que no son complicados. La moraleja es muy aleccionadora: a veces buscamos en la distancia lo que tenemos frente a nuestras propias narices. Me estoy acordando ahora de otro libro del que, si bien con un poquito más de agudeza, podemos extraer la misma enseñanza. ¿Te suena
Contacto
, de Carl Sagan?
—Me suena la película; la protagonizaba Jodie Foster, ¿no? Pero no acabo de comprender la relación de todo esto con las pruebas.
—Bien, podemos aplicar la moraleja de múltiples formas —explicó Lucía—: buscamos lejos lo que tenemos cerca, sacrificamos todo para alcanzar una meta que nos haga felices cuando la felicidad está diariamente a nuestro alcance o, en el caso de las pruebas, nos empeñamos en arduos procedimientos sin prestar atención a lo más simple.
Lucía tomó una servilleta de papel y escribió la secuencia de letras: C-E-O-S-U.
—Olvídate de cualquier cosa compleja —dijo— y fíjate sólo y exclusivamente en las letras, en sus formas... ¿Qué ves distinto en la E?
Samuel apenas tardó en descubrir la evidente realidad. Había malgastado horas y horas en complicados cálculos para nada. Se había aventurado en un largo viaje por intrincados caminos plagados de imposibles vericuetos matemáticos cuando la resolución no requería de ningún tipo de conocimientos. Estupefacto, balbuceó la revelación surgida como por arte de magia: la letra E sobraba porque era la única formada exclusivamente con trazos rectos, frente a las líneas curvas de las demás. Ciertamente, hasta un niño podría haberlo averiguado en cuestión de segundos.
—Siéndote sincera —continuó Lucía—, lo primero que comprobé fue la relación entre el número de vocales y consonantes. Justo después reparé en la forma de las letras. Se me ocurrieron dos razones distintas para descartar la letra E: además de la que tú has descubierto, observa que es la única que no puede dibujarse de un solo trazo.
—¡Increíble! —exclamó Samuel—. Y el siguiente ejercicio estaría sin duda dirigido a aquellos que acertaron de casualidad, para eliminarlos. Seguro que tendría una mecánica similar a éste, más simple si cabe. Déjame recordar...: si no hay matemáticas, ¿qué podrían sugerir aquellas cifras? Los números indican siempre cantidad, pero... ¿de qué? ¡De lo que había a la izquierda! ¡La columna de la derecha hacía referencia al número de letras que había a la izquierda!
—Así es, Samuel: ahora lo lograste en sólo un minuto. Has conseguido resolver ambas pruebas al liberar tu mente de prejuicios y patrones preestablecidos.
—Sí, pero porque tú me has enseñado el camino...
—El camino de la sensatez que marca la vida. A veces las cosas son muy simples, por más que habitualmente nos empeñemos en tomar la vía complicada.
Durante unos segundos se contemplaron sin decir nada, aislados de todo, atrapados en un fantástico e invisible rincón del tiempo. Fue un momento mágico, maravilloso, de esos que se quedan grabados a fuego en nuestros corazones...; un instante prodigioso que nunca olvidarían.
Aunque le entusiasmaba, Samuel no pudo sostener por más tiempo su mirada. Tomó su taza de café y preguntó, por iniciar otro tema de conversación:
—¿Sabes si le ocurre algo a Marta? No responde a mis mensajes.
—Estará ocupada con el trabajo: cuando tiene algo entre manos se abstrae de todo.
A Lucía no le gustaba mentir, pero en esta ocasión no había tenido más remedio. Sabía perfectamente el motivo por el que Marta ignoraba a Samuel. Lo supo desde el mismo momento en que la llamó el pasado sábado por la tarde. «¿Qué tal te fue con Samuel?», le preguntó justo antes de que Marta colgara el teléfono. Su amiga dudó un instante y luego le respondió: «Es un chico estupendo, pero no es mi tipo». La sagacidad de Marta era extraordinaria: se había percatado de que Lucía la había llamado realmente para saber si se había acostado con Samuel aquella noche. Como el tema no salía a colación se vio en la obligación de lanzar la pregunta al final, cuando ya incluso se habían despedido, pero Marta no pasaba por alto ese tipo de detalles. El hecho de que Lucía se interesara por un chico era motivo más que suficiente para que ella abortara cualquier idea de acercarse a él. Actuaba como si fuera su hermana mayor. Quería que saliera, que se divirtiera, que conociera a algún chico... Marta se preocupaba más de su amiga que de ella misma. En cierta ocasión Lucía la reprendió por la forma despectiva con que comenzó a tratar a un chico —para que no se interesara por ella sino por Lucía— por el solo hecho de descubrir que durante varios días se estuvieron viendo en la biblioteca. Lucía simplemente lo estaba ayudando a buscar una fotografía aparecida en la prensa local hacía varios años. Tuvo que jurar por activa y por pasiva que no le gustaba aquel chico, tras reñirle por su disparatada actitud paternalista. Sin embargo ahora no era lo mismo; de hecho tenía que admitir que estaba feliz de saber que Marta se había desmarcado..., aunque seguramente tendría que hablar con ella para que no olvidara las normas mínimas de cortesía.
—¿En qué trabaja? —se interesó Samuel.
—Investiga, da conferencias, acude a convenciones... Ahí donde la ves es toda una experta en el campo de las enfermedades neurodegenerativas.
—¿Marta es médica? —preguntó incrédulo Samuel—. ¿Y de prestigio? Pero si no aparenta...
—Las apariencias engañan: el envoltorio y el interior son cosas distintas.
—Ya, pero es que no parece... No sé, es un defecto que tengo.
—No te preocupes: no eres el primero.
—Pero, se ve demasiado joven...
—Sí, ya te dije que tiene un coquito privilegiado. Aprobó todas las asignaturas de la carrera con matrícula de honor. Le llueven las becas y las ofertas de trabajo; ha publicado novedosos estudios en acreditadas revistas divulgativas...
Samuel seguía sin poder cuadrar la imagen de Marta con la de una eminente nueropsicóloga. «Y encima ese nick que usa...: Martitanocturna...» —pensaba—. En ese momento se acordó también de las enigmáticas palabras que incluía Lucía en su
Messenger
.
—Un amigo mío a buen seguro censuraría que te preguntara esto, pero... no me gustaría quedarme con las ganas de saber qué significan las palabras que aparecen junto a tu nombre.