Llamarla por teléfono posiblemente no daría resultado; había ocurrido lo mismo en tantas ocasiones, insistiendo una y otra vez para nada... Tampoco garantizaba el éxito visitarla en su propio domicilio. Lo único que no había fallado hasta la fecha era abordarla en la biblioteca; ahí sí que se sentía presionada. Su rostro mudaría nada más verla entrar por la puerta. Entre regañadientes protestaría, aunque acabaría cediendo en no más de diez minutos. Estaba garantizado: no la haría esperar mucho más.
Sonreía Marta al recordar la primera vez que utilizó esa táctica. Había transcurrido mucho tiempo, no recordaba cuánto... Cuatro, quizá cinco años... Aquella tarde llegó con semblante disgustado y, sin saludarla, tomó de la estantería el primer libro que le vino a mano, sentándose frente a ella sin dejar de contemplarla. Lucía, sorprendida, le interrogó con la mirada, luego en voz baja; por último, la tomó de la mano y la sacó de la sala.
—Marta, ¿qué ocurre?; ¿te pasa algo? —le preguntó.
La respuesta fue concisa:
—Quiero que salgamos esta noche.
Lucía dejó escapar un suspiro cerrando los ojos con incredulidad.
—Estás completamente loca —contestó para marcharse a continuación derecha al asiento que ocupaba.
Con el mismo aplomo con el que había llegado, Marta volvió a situarse frente a su amiga. La situación perturbaba la concentración de Lucía, de tal forma que cinco minutos después se levantó para buscar otro asiento. Marta pudo comprobar mientras la seguía cómo Lucía, visiblemente abochornada, miraba de reojo al bibliotecario. Un rato después había claudicado.
—¿Prometes que luego no me dejarás tirada? —interrogó Marta extrañada de la fulminante victoria que había alcanzado con aquella incordiante maniobra.
—Que sí, vete ya... ¡Pesada! —fue la apresurada respuesta de Lucía, deseosa de que desapareciera de allí cuanto antes.
Desde entonces había empleado ese método en varias ocasiones, si bien procuraba dosificarlo. Aprovecharse del noble carácter de su amiga era una cosa y otra, bien distinta, abusar de ello. Por tanto, habitualmente la llamaba antes, o se lo pedía en cualquier otro lugar. A veces permitía que Lucía se saliera con la suya; en otras ocasiones era la propia Lucía la que accedía por vía pacífica, temerosa de verse asediada en su lugar de trabajo y de ocio por una impasible desequilibrada. Pero, en general, era Marta quien decidía cuándo había llegado el momento de salir por la noche a dar una vuelta, en función del tiempo que había transcurrido desde la última vez. Y no es que Marta lo hiciera por salir acompañada, no, pues ella conocía a medio mundo de tantas noches de jarana. Insistía por su amiga, porque Lucía apenas salía, porque quería que se divirtiera, que conociera a chicos..., que viviera. Y aunque Marta sabía que Lucía era feliz con sus libros y con su particular forma de ver la vida, estaba convencida de que, en el fondo y aunque ella no se diera cuenta, necesitaba experimentar el regalo más maravilloso que haya recibido la existencia humana: el amor. Y sentada en su casa leyendo no lo iba a encontrar.
La Biblioteca Pública Municipal se encontraba ubicada en un antiguo edificio barroco de principios del siglo XVIII. Completamente restaurado y modernizado en su interior, la fachada seguía conservando el encantador sello de antaño. Entre la puerta central y las dos más pequeñas que la escoltaban, un par de pilastras alcanzaban, en las caprichosas volutas de sus capiteles, la base de un gigantesco balcón de diseño ondulante, regidor majestuoso de toda la segunda planta. En un nivel inferior y justo encima de las puertas más pequeñas, un par de balcones más sobrios acompañaban al pórtico de la fachada, en donde sobresalía la figura de Minerva, en la inapreciable concavidad de una discreta hornacina flanqueada por dos pequeñas columnas salomónicas. El recinto interior se componía de un patio central rodeado por las galerías que albergaban las dependencias de la biblioteca abiertas al público. Al fondo, una doble escalera de mármol rosa con barandillas de forja comunicaba con las plantas superiores.
Marta se detuvo un instante en el verde sosiego del inmenso ojo de patio que hacía de recibidor. ¡Cuántas veces acudió allí en su época estudiantil! ¡Cuántas horas de trabajo! ¡Y cuánta ayuda le había prestado Lucía! Y sin embargo el tiempo parecía haberse detenido en aquel floral paraíso...
Lucía estaba sentada en el mismo lugar donde la conoció hacía ya siete años.
—No me digas que te alegras de verme —dijo Marta con incredulidad.
—Siempre me alegro de verte —precisó Lucía.
—Pues yo no recuerdo un recibimiento similar desde mis exámenes finales.
—Cosas tuyas.... ¿A qué hora nos vemos esta noche?
—Debes estar enferma; ¿ni siquiera vas a protestar? —preguntó Marta sin poder salir de su asombro.
—¿Para qué? Es una batalla perdida.
Marta sabía que no iba a encontrar dificultades serias para convencer a su amiga, pero tan poca resistencia le resultaba ya hasta chocante. Miró su reloj de pulsera mientras se marchaba: eran las cinco y media; tenía tiempo de sobra aún para hacer una visita...
Lucía volvió a su lectura. Curiosamente también rememoró la tarde en que conoció a Marta. Aquel día descubrió a Stefan Zweig, su autor favorito. Había quedado tan ensimismada al concluir la lectura de su
Carta de una desconocida
que, con la boca entreabierta y la mirada perdida, no se percató de que, justo enfrente suya, una chica perseguía con su mirada la veleidosa singladura de la lágrima que resbalaba por su rostro.
—¿Estás llorando? —se interesó Marta.
—No, bueno... sí, un poco... Es una historia conmovedora —Lucía le mostraba el libro que acababa de terminar.
—¿Stefan Zweig? Leí de pequeña una obra suya:
Novela de ajedrez
; un relato muy curioso —señaló Marta mientras le ofrecía un pañuelo desechable.
—¿De veras?... Gracias... ¡Qué tonta soy! Tendré que leerlo.
Así nació, simultáneamente, una auténtica amistad con Marta y una profunda admiración por la obra del escritor austriaco. Quedó tan impresionada con la cristalina técnica narrativa de este autor que a partir de entonces comenzó a leer todos los volúmenes publicados en castellano. Y cuando se acabaron las ediciones en español las buscó en inglés e incluso en alemán, hasta completar el conjunto íntegro de su obra.
La evocación de aquellos momentos interrumpió su lectura. Cuando quiso continuar le resultó imposible concentrarse: «¡Pero bueno..., tres páginas para exponer cada detalle que adorna un simple sendero que no influye para nada en los hechos!» —protestó dejando el libro sobre la mesa—. La herencia de Zweig la había moldeado así: no le gustaba encontrarse con interminables descripciones de paisajes, lugares o personajes ajenos a la verdadera trama. Procuraba rehuir de ese tipo de narraciones —demasiado numerosas, para su gusto— en las que cada detalle superfluo aparecía sumergido en la intriga de los acontecimientos, como si realmente importaran al lector. «¿No se trata en el fondo de un ardid literario para garantizar volumen? ¿Por qué está tan mal valorada la concisión literaria? Si un personaje, en una actividad intranscendente de sus aventuras, toma un tren, ¿a quién le interesa el decorado del vagón, los anuncios publicitarios, el cartel de la estación intermedia que atraviesa o el peinado de la señora rechonchita que durante un instante lo mira por encima de la montura de sus gafas?», reflexionaba Lucía, en la misma línea que tantas otras ocasiones. Por eso le entusiasmaba la obra de Stefan Zweig, porque a él le irritaba todo lo difuso, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía o de una exposición intelectual. Según sus propias palabras: «Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, proporciona un perfecto placer». La mayoría de los libros los encontraba sobrecargados de descripciones innecesarias, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, y estaba de acuerdo con él en que esto quitaba tensión y restaba dinamismo.
Sin embargo, Lucía Tinieblas no era un sucedáneo de Stefan Zweig. Adoraba la concisión de su refinada prosa, y allí acudía a menudo, cual inagotable manantial donde poder saciar su sed de recursos. Pero había algo con lo que no podía comulgar, ni con él ni con ningún otro escritor. Recordaba con nitidez la lectura de la primera novela que realmente llegó a emocionarla... ¡y también la frustración que sintió al ver lo desamparados que quedaron sus protagonistas! «¿Por qué los escritores a veces ofenden, humillan e incluso ajustician a sus personajes? ¿Con qué derecho creen que actúan? ¿Acaso piensan que son dioses, para dar y quitar la vida a su antojo?», se preguntaba a menudo. No es que sus relatos fueran precisamente el paradigma de la felicidad, más bien todo lo contrario, pero al menos ella respetaba a sus personajes, no jugaba con su desdicha y les ofrecía una chispa de esperanza. No acertaba a comprender por qué había que trasladar el lado más cruel de la vida a unas inocentes figuras de ficción. A veces lloraba de emoción cuando sufría gratuitamente algún protagonista. Si tenía que morir que así fuese, pero con dignidad, en el contexto de la narración, en el rumbo que marcara su destino. Tampoco le gustaba, ni solía leer, segundas partes. Era como endosar otra vida a los personajes, sin conocer sus pensamientos, sin preguntarles, obviando sus deseos, sus emociones, cambiando sus criterios y sus expectativas al caprichoso dictado del avaro autor, que sin remordimiento alguno prostituía a sus propias creaciones. Lucía estaba convencida de que los personajes tenían su vida propia, constante, eterna, inmutable... y exigía el respeto debido a esa singular fracción del patrimonio de la literatura. Y hasta cierto punto, hay que reconocer que no estaba exenta de razón. Nosotros nunca seremos como ellos. ¡Cuántas veces muda de orientación la veleta de nuestro raciocinio! ¿Y la de nuestros sentimientos? Pero ellos no cambian, no envejecen jamás. ¡Los personajes contemplan siempre impertérritos el discurrir del tiempo! Y sus creadores, insignificantes autores, harían bien en respetar esa idiosincrasia. Ni pueden ni deben cambiarlos. Y pierden todo el derecho sobre ellos como los padres lo perdemos sobre los hijos, por más que pretendamos que sigan nuestras directrices, que nos emulen, que venguen con sus éxitos nuestras frustraciones pasadas y que se conviertan en lo que nosotros no pudimos ser...
La Biblioteca Pública Municipal era su segundo hogar, por no decir el primero. El augusto edificio, la abundante vegetación, la claridad solar que inundaba las galerías a través de los ventanales que daban al amplio ojo de patio, el sosiego... y tantos y tantos volúmenes por descubrir, habían seducido a Lucía desde que pisó por primera vez aquellas dependencias, hacía ya bastantes años. Pasaba tanto tiempo allí que había logrado alcanzar tanta celebridad entre los usuarios como el propio Sr. Bernal, bibliotecario responsable desde hacía casi medio siglo. A él le estaba inmensamente agradecida de poder trabajar en el mejor lugar donde jamás habría podido llegar a soñar. Se trataba de un contrato de sólo media jornada, en períodos anuales de nueve meses, pero era todo lo que el bibliotecario había podido conseguir después de estar más de un año intentando compensar a la joven muchacha por su constante dedicación y desprendida entrega, por tantas horas que invertía en la biblioteca alternando el deleite propio con la desinteresada ayuda a todos cuantos veía deambular por los pasillos, rebotando erráticamente por las estanterías. La remuneración, dada las horas efectivas de trabajo según su contrato —veinte semanales—, no se caracterizaba por ser espléndida, ni mucho menos, pero supuso un importante bálsamo de ayuda en aquellos tiempos —antes de que Bermúdez decidiera publicar su primer relato— en los que su situación económica pasaba por momentos delicados. Cuidaba niños por horas y daba algunas clases particulares, pero esos exiguos recursos difícilmente alcanzaban a compensar los gastos ordinarios. Así que no pudo contener el júbilo en su rostro cuando el Sr. Bernal le dio la noticia.
—Entonces, ¿cuáles son mis funciones y en qué horario prefiere usted que las desarrolle? —preguntó ilusionada, ansiosa por corresponder en todo lo que estuviera a su alcance.
—¿Funciones, horarios...? —murmuró el bibliotecario—. Pero si estás todo el día aquí, criatura. El horario te lo pones tú y tus funciones consisten en seguir iluminando este lugar con tu cálida sonrisa.
Efectivamente, a Lucía sólo le faltaba dormir allí. Los libros eran su verdadera vida. No había un solo día en que no se levantara ilusionada por pisar la biblioteca. Con entusiasmo acometía cualquier tipo de tarea: informatización, difusión de actividades, trabajos administrativos, dinamización cultural, atención al público..., y entre rato y rato, siempre había un buen libro que leer. Y esto no sólo lo hacía durante su teórica jornada laboral; como bien supo valorar el Sr. Bernal concediéndole la libertad horaria, parecía como si trabajara a tiempo completo todos los días del año... Todos excepto cuando se marchaba a Kenia.
Ocurrió hacía ya tres años. La sección narrativa de Lucía Tinieblas había alcanzado un reconocimiento unánime por parte de los lectores. El argumento de sus relatos era variado, si bien predominaba en su prosa la reprobación de las conductas egoístas, indiferentes e intolerantes. En el poco espacio del que podía disponer en el dominical sabía conjugar con especial maestría la trama de la narración con la mordaz crítica, aderezando con brillantez el relato con una sutil moraleja final. Por eso sus historias gustaban tanto, porque a la vez que entretenían hacían reflexionar. Era algo distinto, y el sagaz olfato de Bermúdez supo advertirlo desde el primer momento. Apostó por ella y ganó. Ganaron los dos: Bermúdez porque vio afianzada su posición frente al Consejo de Administración del Grupo Editorial y Lucía porque consiguió solventar sus aprietos económicos, y eso le posibilitó dedicarse en cuerpo y alma a su verdadera pasión, que no era otra que la lectura. Cierto es que disfrutaba escribiendo, porque creaba, expresaba y se veía recompensada por los lectores, pero redactar unas simples páginas le costaba mucho más de lo que cualquiera pudiera imaginar. Cuidaba con especial mimo cada detalle, por insignificante que pareciera, y eso le suponía invertir un tiempo y un esfuerzo considerables, lo que se traducía en valiosas horas que hurtaba a la lectura. Pero ese tiempo que dedicaba a sus relatos acabó reportándole un beneficio inesperado: el descubrimiento de lo que a la postre se convertiría en su segunda pasión: el continente africano.