En 1995 la gente parecía vivir acostumbrada a escuchar el parte diario de bajas en los Balcanes, con la misma despiadada indiferencia que hoy se conocen las muertes en Irak o en Afganistán, sea cual sea el número de fallecidos. Por el contrario, otras noticias causaban un mayor impacto; sin duda, la más renombrada fue el bárbaro atentado de Oklahoma, donde perecieron 168 personas. Y en medio del caos que parece gobernar la historia de la humanidad, los pequeños protagonistas, nosotros, intentamos pasar desapercibidos ante el infortunio, escondidos de la todopoderosa calamidad, implorando no toparnos con ella, conocedores de que siempre anda acechando por ahí, irremediable, imparable, invencible..., errando por las calles mientras elige su próxima visita. Aquel año decidió parar en la casa de la pequeña Noelia.
Las cosas cambian en un segundo, de la misma forma que se derrumba en sólo un instante aquello que tardó años en construirse. Y nunca se está preparado para ello.
Después del torneo de ajedrez Julián se aventuró a sincerarse con su hija. Le detalló todo lo acontecido desde el día que descubrió las excepcionales facultades de la pequeña: desde su entrevista con la doctora Meyer hasta la victoria de Noelia sobre Kurnosov. Avergonzado, le costó mucho hablar, explicarle los motivos que le habían llevado a actuar desde la trastienda, ocultando a una madre una información tan relevante sobre su propia hija. Cuando Julián acabó se hizo un profundo silencio. No se atrevía a mirar de frente a su hija y esperaba su colérica acometida. Pero Beatriz, lejos de enojarse adoptó una postura indulgente. Chasqueó la lengua y dejó escapar un profundo suspiro. Se acercó a su padre y con mucha ternura le acarició la barbilla a la vez que levantaba con suavidad su cabeza. No tuvo que decirle nada. En la mirada iba todo: la comprensión, el perdón y el afecto hacia un hombre que hacía denodados esfuerzos por no llorar.
Beatriz supo encauzar el asunto en su justa medida. Habló con la directora del centro donde cursaba la niña y estudiaron el apoyo que ofrecía la Junta de Andalucía para estos casos. Consiguió que una psicóloga educativa siguiera la evolución de la pequeña, sin que de momento se creyera necesario una adaptación curricular específica. En febrero, aprovechando el puente del día de Andalucía, Ricardo, Beatriz y Noelia pasaron unos días en Madrid. Pasearon en barca por el Retiro, visitaron el zoológico, disfrutaron del Parque de Atracciones... y fueron a ver a la doctora Alba Meyer.
El curso se desarrollaba con normalidad. Frente a las temerosas sospechas de Julián, Ricardo nunca se intrometió en la educación de la niña. Parecía más amable que nunca, tanto que a veces Julián dudaba de sus propios recelos. La vida era felicidad hasta aquel fatídico 13 de abril.
Como todos los años desde que tenía uso de razón, el Jueves Santo Beatriz tenía cita ineludible con la procesión de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Apostada en una concurrida zona de la calle Real, Beatriz aguardaba con devoción. Ricardo, vestido con impecable traje negro, hacía gala del fervor que derrochan los andaluces en la Semana de Pasión. Como venía siendo habitual, Noelia se quedó aquella noche con Julián. Aborrecía los pasos; no podía soportar el aspecto aterrador de los nazarenos ni la visión de las imágenes tan violentas que desfilaban por las calles: la Flagelación, la Crucifixión, la Corona de Espinas... Y luego el rostro de amargura en cada Virgen... El único día que salió con su madre la Semana Santa del año anterior, arrancó a llorar de pena con tanta insistencia al paso de la Virgen de la Esperanza que tuvieron que regresar de inmediato a casa.
La noche estaba espléndida. La música solemne de la banda comenzaba a oírse a lo lejos. Era la una y media de la madrugada cuando la Cruz de Guía, flanqueada por dos faroles, hacía acto de presencia. Sobria, con los contornos dibujados en plata, lucía en nácar el mismo tono morado que la indumentaria de la multitud de nazarenos que acompañaban a la imagen. Sólo los cíngulos de color amarillo rompían la uniformidad cromática de sus túnicas y capirotes. La muchedumbre se agolpaba para descubrir la gallarda figura de Jesucristo sujetando firmemente con ambas manos la pesada cruz apoyada sobre su hombro izquierdo. La cabeza inclinada sobre su lado derecho mostraba un rostro sereno, ajeno quizás al auxilio que le prestaba Simón de Cirene. Paso a paso, sobre la impresionante obra de orfebrería que era su trono de caoba, caminaba majestuoso hacia su templo al tempo de la música, ante la emocionada multitud que lo admiraba. Faltaba muy poco para la llegada de la preciada talla..., pero Beatriz no alcanzó a verla: un fuerte y repentino dolor en la parte inferior de la espalda le hizo perder el equilibrio.
A duras penas pudo Ricardo asirla por el brazo. El bolso cayó al suelo desparramando toda la suerte de objetos que las mujeres suelen sacar de paseo. Un rato después se encontraba en el servicio de urgencias.
Sólo los que padecen un cólico nefrítico conocen el alcance del dolor que provoca. Luego el tratamiento acaba eliminando el problema. Pero como a veces ocurre, acudes al médico por una cosa y acaban descubriendo otra completamente distinta. Un enemigo silencioso, implacable, terrible, devoraba a Beatriz por dentro.
Julián nunca aceptó el inevitable destino de su hija. Decidido a no firmar la rendición, se aferró al milagro hasta el último instante. Presentó los informes médicos a los principales oncólogos del país, planteando el tratamiento en los Estados Unidos, pero la respuesta de los especialistas no aportaba un ápice de optimismo. Descartada la solución médica, Julián solicitó ayuda divina. Lejos de ser creyente, hizo la promesa de desfilar descalzo la siguiente Semana Santa acompañando durante todo su recorrido a la procesión de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, la cofradía preferida de Beatriz. Desesperado, amplió la promesa a diez años. Luego prometió ir de rodillas... pero sus plegarias no fueron escuchadas. ¿Por qué las suyas no y las de otros sí? Las procesiones —al menos las más veneradas— estaban repletas de personas que acompañaban en penitencia a los pasos. Y si desfilaban detrás sería porque estarían pagando las deudas contraídas con las promesas cumplidas. Se hallaba en tal grado de zozobra que llegó a pensar que debía haber apostado a caballo ganador, esto es, al paso procesional que más fervor suscitaba en la ciudad, y éste no era otro que la imagen de Nuestro Padre Jesús Cautivo, Cristo de Medinaceli. Inmediatamente desechó esa idea por inconsistente y absurda: si existía Dios sólo podía haber uno; las imágenes eran sólo representaciones de la vida de Jesucristo. Lo que ocurre es que la gente entra en la cotidiana dinámica de copiar a los demás incluso en el plano místico, y acaban venerando las imágenes más aclamadas por los devotos. Además..., Julián nunca había creído en las promesas. ¿Podría un Dios justo andar pendiente de las súplicas de cada persona, discriminando arbitrariamente los favores, éste sí y aquél no? No tendría sentido. Dios podría existir o no, pero rezumaba incoherencia sostener que interfería en nuestros destinos, no porque no pudiera, sino porque entonces no sería justo.
Noelia no merecía quedarse huérfana de padre y madre, ni ella ni tantos otros desgraciados. Pero a veces parece como si el destino estuviese marcado, por más que en la desesperación uno se agarre a un clavo ardiendo...
Y mientras Julián se empeñaba en mantener la esperanza, Ricardo se preparaba para el futuro. Con el pretexto de ayudar en las tareas domésticas mientras Beatriz se encontraba enferma, trajo a su hermana a vivir con ellos. Dolores tenía un aspecto descuidado, pero atendía sin desdén sus quehaceres. Soltera —y puede que entera— a los cincuenta, su rostro garantizaba que seguiría así para los restos. Daban fe de ello sus velludos pómulos, su prominente bigote y el enjambre de serpientes que tenía por cabeza. Esto último hacía más sorprendente el hecho de que se esmerara tanto en alisar el pelo de Noelia.
Las ganas de vivir, la ilusión, el espíritu de lucha, tan valioso y fundamental para vencer en tan descomunal batalla, no fueron suficiente. Beatriz languidecía con la pena de dejar a una niña de sólo ocho años sin más familia que su abuelo de sesenta, con la incertidumbre de saber si Ricardo cuidaría de ella como un verdadero padre. Ahora sí tenía la duda, ahora que todo iba a acabar.
La barriada se engalanaba cada año para recibir la Navidad: tiras de luces, guirnaldas, adornos en todas las plantas y el pino de la plazoleta central completamente iluminado, radiando felicidad. Hacía un rato que el Rey había ofrecido su tradicional mensaje. La mayoría cenaban, otros cantaban. Los vecinos más cercanos supieron guardar el respeto. A lo lejos se escuchaban villancicos, los de siempre: los pastores, los peces en el río, la marimorena, las campanas de Belén...
Beatriz cerró sus ojos para siempre a las once de la noche del día 24 de diciembre de 1995. La pequeña Noelia perdió a su madre justo antes de llegar la Navidad y Julián, que había visto fallecer a su esposa y a su yerno, ahora contemplaba impotente cómo se escapaba para siempre de sus manos su única hija, su perla más preciada, la alegría que le daba fuerzas para seguir viviendo.
Así de triste se manifiesta a veces la vida; así de dura es para muchos. Para Julián, lamentablemente, aún no había llegado lo peor.
El golpe fue demasiado fuerte para una niña de ocho años. Julián la visitaba a diario, haciendo de tripas corazón para aparentar normalidad, con la utópica intención de hacer creer a la pequeña que su madre era tan buena que Dios quería tenerla a su lado y que ahora sería él quien cuidaría de ella.
Dejó transcurrir un par de semanas para hablar con Ricardo abiertamente. Éste lo escuchó de buena disposición, con su amabilidad característica, pero la respuesta era la que temía: aseguraba querer a Noelia como a una hija y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Que comprendía y compartía su dolor y no pondría ningún inconveniente en que continuara visitándola cuando quisiera, incluso podría pasar con él un fin de semana al mes. Julián ni aceptó ni declinó la oferta: con especial habilidad supo desviar la conversación sin comprometer una respuesta; prefería consultar a un abogado, porque si tenía opciones razonables de éxito estaba dispuesto a pelear por la custodia. No le encontraba explicación, pero era algo superior a sus fuerzas; cada día sentía más aversión hacia ese hombre.
Manuel Fernández de Cózar era un joven y prestigioso abogado. Asiduo de los Juzgados de Familia, atesoraba una amplia experiencia en pleitos de pareja. Para Julián su padre no sólo fue una gran persona; era un gran amigo. Compañeros de fatiga, como así se llamaban el uno al otro, compartieron piso en Saint Denis en 1968. Fueron ocho meses de penuria, donde lo único que primaba era acudir a diario a las minas, cobrar el estipendio y girar de inmediato el dinero a sus respectivas esposas, que lo recibían en España como agua de mayo. Eran tiempos difíciles. Mientras que en Europa se habían olvidado definitivamente de las secuelas económicas de la Segunda Guerra Mundial, España seguía anclada en la profundidad dictatorial de la posguerra y a duras penas se atrevía a asomar la cabeza al progreso. Tiempos de emigración para miles de españoles que no dudaron en abandonar hogar y familia en busca del sustento. Tiempos de nostalgia, de lágrima seca y congoja por no poder abrazar al bebé que se dejaba en casa con sólo unos meses. Tiempos durísimos que olvidamos ahora con impasible crueldad cuando obviamos los sentimientos de los que humildemente emigran a nuestro país en busca de un trabajo, para hacer exactamente lo mismo que hacíamos nosotros hace unas décadas. Eran otros tiempos. Eso ahora no importa, no nos incumbe. Ni nos acordamos. El inducido olvido que todos sabemos acomodar a nuestros intereses...
Julián miraba al abogado y veía en su expresión el vivo retrato de su padre. ¡Hasta el mismo bigote! Aquél que tuvo que afeitarse cuando Massiel ganó el festival de Eurovisión. Manolo perdía todas las apuestas que hacía con Julián... pero ésa no le importó; el triunfo español se vivió como una explosión de júbilo entre todos los emigrantes. Su gran amigo Manolo..., que regresó de Francia sólo cuatro meses después que él, incluyendo en su equipaje la terrible silicosis, la misma que acabó con su vida hacía ahora diez años.
Julián conocía bien a su esposa y a sus cuatro hijos. El tiempo y la distancia habían reducido el contacto, pero no el cariño. Por eso, no dudó en desplazarse a Granada para requerir el asesoramiento del mayor de los vástagos de su malogrado amigo.
—La situación es complicada; no tenemos posibilidades reales —aseguró el abogado tras una breve reflexión, una vez que Julián lo puso al día de todos los pormenores del caso.
—Pero Lolo, yo soy su abuelo, su única familia de sangre.
—Ricardo lleva conviviendo con la niña desde hace más de cuatro años. Es mucho tiempo, la mitad de la vida de Noelia. Además, nuestro ordenamiento jurídico no contempla el importante papel que desempeñan los abuelos en el seno de la institución familiar. De hecho, ni siquiera está garantizado judicialmente el derecho de los abuelos a visitar a sus nietos. Puede que algún día esto cambie, pero ahora no es así. Créeme, Julián, pienso que deberías aceptar lo que te propone.
—Pero ella quiere vivir conmigo —imploraba Julián, como si el abogado fuese el juez encargado de decidir sobre la custodia.
—Julián, por favor, atiende lo que quiero decirte —El abogado se levantó de su asiento, colgó la chaqueta en el perchero, se acercó a Julián y con gesto fraternal colocó las manos sobre sus hombros—. Los jueces acaban dictaminando cuál es la situación que mejor se acopla a las necesidades del niño. En nuestro caso, va a pesar tu edad, el hecho de que vivas solo, que continúes trabajando y... tus problemas respiratorios. Los jueces habitualmente no prestan atención a la opinión de los menores de doce años.
—¡Por el amor de Dios, Lolo, debe haber algo que se pueda hacer! Ese hombre no es de fiar... —insistía Julián pretendiendo convencer al abogado para que dijera justo lo que él quería escuchar.
—Aunque sea así no lo aparenta. Tiene un buen trabajo, un puesto respetable y a su hermana viviendo en casa. A la niña no le faltan atenciones.
—¿Y si demostramos que ahora que no está su madre la niña no es feliz en esa casa? —sugirió Julián.
—Sería una tarea muy engorrosa. Tendríamos que encargar nosotros un informe pericial psicológico, porque dudo que lo solicitara de oficio el propio Juzgado de Primera Instancia, con el inconveniente de que la prueba pericial de parte es, evidentemente, menos imparcial y, por tanto, menos efectiva para los jueces a la hora de decidir. Y aunque el informe pudiera reflejar las preferencias de Noelia, no olvidemos: una niña de sólo ocho años, no tenemos nada en contra de Ricardo; al contrario, siempre ha demostrado una conducta paternal. Tiene demasiados puntos a su favor.