Noelia tomó su mano y con inusitada vehemencia le preguntó:
—¿Acaso no sientes a tu «yo» verdadero dentro de ti?
Para su sorpresa, Samuel no encontró las palabras adecuadas para responder.
—Bueno..., concedamos un margen a la duda —balbució—. Existimos nosotros, con otra vida o sin ella, pero de ahí a que exista Dios...
—Es que nosotros somos parte de Dios —enfatizó ella—, diminutas gotitas que al juntarnos con las otras miles de millones que nos rodean formamos el inmenso Océano llamado Dios. El amor infinito está en nosotros, también la maldad, la crueldad y el odio. Sólo debemos buscar en nuestro interior... Dios es Amor, el amor que lo envuelve todo y que habita en cada uno de nosotros.
Samuel jamás había oído una interpretación mística de aquella naturaleza: la concepción de Dios Padre como la unión de todos nosotros, hijos. Noelia no creía en un Dios único omnipotente, bienhechor y justiciero diferenciado de la humanidad, de la vida... Para ella Dios y Amor eran la misma cosa.
—Todos tenemos algo de Amor en nosotros, algo de Dios, por eso está siempre presente... en todo lo que nos rodea —dijo Noelia con dulzura, convencida hasta la médula de sus argumentos— ¿Has oído hablar de Morihei Ueshiba?
—¿Un escritor? —contestó Samuel acostumbrado a sus referencias literarias.
—No, fue el fundador del aikido: un arte marcial y una forma de vida. El maestro Ueshiba nos enseñó que todas las cosas en el Universo provienen de una misma y única fuente: el Ki. El corazón del Universo late en armonía con la Creación. Si alcanzamos a comprender el ritmo de ese latido obtendremos el equilibrio espiritual y alcanzaremos la armonía en nuestras vidas, y esto hará proyectar la concordia y la hermandad a las personas que nos rodean, a todo lo que se halle en nuestro entorno. Nuestras vidas son una parte del Universo, y cada uno de nosotros, hasta el más débil, posee el Ki, una fuerza interna grandísima.
—¿Quieres decir entonces que Dios es esa energía vital llamada...?
—Ki. El Ki fluye por nuestras venas, ilumina nuestras almas. El Ki es el Amor; el Ki es Dios; por eso todos llevamos un pedacito de Dios, formamos parte de Dios. En potencia todos somos Uno. Busquemos el Amor en nosotros, démoslo y nos acercaremos a Dios.
La interminable noche recordó a Samuel cada minuto vivido con Noelia. La idea de buscar a Dios en su interior y unirse a Él se le apareció con tanta fuerza que su voluntad parecía querer dejarse llevar, descansar, buscar la luz eterna... En su delirio vio a sus padres. Estaban felices, tranquilos, serenos. Lo miraron con ternura y le dijeron que su hora aún no había llegado.
El impasible martes amaneció en el tormentoso silencio que imperaba en aquella catacumba. Allí no aparecía nadie; pasaban las horas y todo seguía igual. Se levantó mareado pero con determinación. Completaría de una vez por todas la vuelta al maldito túnel y si no obtenía resultados arriesgaría su vida en el casino de la desesperación, bebiendo del incierto líquido para apostarlo todo a la única casilla de la inocuidad, ninguneada por las demás, nocivas algunas, perniciosas a morir otras, todo bajo la atenta mirada del tenebroso croupier, expectante por extender su guadaña por el lúgubre tapete.
Samuel quería darlo todo en ese último esfuerzo, pensando que, en el supuesto de que la empresa no diera sus frutos, no podría transcurrir mucho más tiempo sin ser rescatado. Hacía más de tres días y medio que no hablaba con Noelia, y sabía que su chica no lo iba a abandonar a su suerte. Ella estaría a esas horas removiendo cielo y tierra, preguntando a
Kamduki
, insistiendo en la embajada española en Noruega, exigiendo a las autoridades...; ¡igual incluso se hallaba en esos momentos a escasos metros de allí, esperando la inmediata apertura del carril de emergencia! Ésa era la fe que aferraba a Samuel a la vida. Lo que de ninguna manera podía imaginar era que en ese preciso instante Noelia se hallaba hundida en el lecho de su habitación, las manos temblorosas, a punto de quitarse la vida.
Samuel arrancó el vehículo. El panel seguía indicando una martirizante temperatura de treinta grados. La fatiga apenas le permitía asir el volante; su visión iba y venía al vaivén de una fina niebla que parecía haberse infiltrado en sus ojos. Su cuerpo ardía tanto que le hacía añorar el alivio del frío suelo. Accionó el climatizador para intentar aplacar el fuego que le abrasaba las entrañas, y entonces una sonrisa iluminó su desencajado rostro. ¡Cómo podía ser tan estúpido! Su coche no tenía agua potable para darle, pero podía fabricársela. ¡Y completamente pura!
Lo había visto tantas veces en su vida cotidiana y, sin embargo, no se le había pasado por la cabeza en su dramático encierro. A veces, por sorprendente que pueda parecer, las personas que nos son menos importantes, los objetos más simples o los hechos más insignificantes, que suelen pasar desapercibidos en nuestra rutina diaria, pueden llegar un día a tener un protagonismo decisivo en nuestras vidas. El aire acondicionado enfría el agua que se encuentra en el aire y provoca que cambie del estado gaseoso al líquido. Es el proceso de condensación, el mismo que la naturaleza nos brinda cada mañana con el rocío. El agua que desprenden los coches cuando el aire acondicionado está encendido no es producto de una pérdida: es el resultado del trabajo del evaporador del vehículo, que condensa la humedad del aire sobre la superficie que ha enfriado. Por tanto, cuanto mayor sea la humedad ambiental, más agua condensará el climatizador de un coche y mayor será el charco que forme en sus bajos. Samuel desconocía el grado de humedad relativa del aire en el túnel, pero sabía que sería suficiente como para proporcionarle una buena dosis de vida líquida.
Ese hallazgo supuso una milagrosa ignición en el desahuciado ánimo de Samuel, una mágica chispa que transformó su desaliento en euforia. Sus flácidos músculos cobraron milagrosamente vida, de igual forma que le ocurre al equipo de fútbol desarbolado por el juego del rival y hundido por un marcador desfavorable, que de pronto se encuentra con un gol inesperado que inyecta en su debilitada confianza una fortaleza inaudita, un envalentonamiento y unas renovadas ganas de vencer, que hacen mejorar su juego provocando el nerviosismo en el equipo contrario, que se veía hasta ese momento ganador.
Se aseguró de colocar el climatizador a la mínima temperatura y a la máxima potencia y comenzó el recorrido. Aun sin beber, el efecto psicológico de haber encontrado un oasis en aquel terrible desierto agudizó su visión y templó sus manos al volante.
Apenas quince minutos después había completado la vuelta, sin rastro de la enigmática puerta de acceso. Precipitadamente bajó del vehículo en busca de su manantial. Arrastrándose bajo el coche buscó con desesperación el surtidor, espejismo de su enfermo anhelo. Creyó ver una gota y su lengua se abalanzó sobre ella como hambriento reptil sobre su presa, pero resultó ser un pegote de grasa. En alocada exasperación comenzó a palpar los bajos del automóvil, con las manos, con la cara, lamiendo gotas de aceite mientras su desesperación estaba a punto de hacer estallar su cordura... hasta que lo oyó: era el inconfundible sonido de una gota estrellándose contra el suelo. Con la respiración contenida, como si su hálito fuera a espantar a la presa, se aproximó a la zona del copiloto, y entonces una gota de agua helada cayó justo sobre su nariz. Sus pupilas dilatadas captaron la fuente de su salvación: el tubo de desagüe del aire acondicionado. La hermosa visión paralizó su ímpetu. Muy suavemente, para saborear cada milésima de segundo, sus temblorosos labios se acercaron al sagrado conducto, que agradecido por la veneración dejó resbalar varias gotas al fervoroso contacto. El sabor a polvo y barro que revestía el tubo no le impidió disfrutar del añorado encuentro con el agua. Aguantó sorbiendo del desagüe todo lo que su espalda le permitió. Luego se dejó caer, la boca abierta como una fiera, mientras el maná caía y caía.
Se mantuvo en esa postura durante media hora, hasta casi desencajar la mandíbula. Luego subió al coche y avanzó unos metros en busca de su abandonada trolley; de material rígido, una parte la utilizaría para recolectar el agua de la condensación y la otra para almacenar su orina. Revitalizado psicológicamente por el aporte hidratante y emocionado como si hubiera salvado ya la vida, no se había parado a pensar que seguía sin encontrar la salida y que su tardío ingenio le había proporcionado un alivio que, desgraciadamente, vagaba en la temporalidad. Sólo después de acomodar su maleta a su nuevo puesto de trabajo se percató de la inevitable adversidad que estaba a punto de presentársele. Sus sospechas, como se temía, eran ciertas: el ordenador a bordo del automóvil indicaba que apenas le quedaban diez litros de gasolina y que el motor en ralentí, con el climatizador funcionando, gastaba 1,2 litros por hora.
Disponía de ocho horas para acopiar agua. Después ya no tendría siquiera la posibilidad de moverse con el vehículo. Al menos sabía que podía prolongar su supervivencia, pero... ¿hasta cuándo? No alcanzaba a comprender por qué nadie lo sacaba de allí. Llevaba tres días con sus tres noches perdido del mundo y a nadie se le ocurría buscarlo en el lugar donde con más probabilidad podría estar. ¿Es que los de
Kamduki
no pensaban hacer nada? ¿Desaparecía una persona y un vehículo de alta gama y se quedaban tan panchos? A menos que...
De repente una idea siniestra sobrevoló sobre su resucitada lucidez: ¿y si había sido víctima de un malvado engaño?, ¿y si Kristoffer, una persona aparentemente correcta y amable, no era más que un vulgar delincuente? En un gesto mecánico buscó su cartera, para comprobar, con cierto alivio, que no le faltaba nada, ni las tarjetas ni el dinero. La hipótesis se le antojó disparatada: un montaje de tal calibre por sólo unos euros... ¿Unos euros? ¡Él ya no tenía unos euros! ¡Era el virtual ganador del mayor premio de la historia! ¿Y si había caído en las redes de una organización criminal que pretendía suplantarlo? Pero... no podía ser. Los responsables de
Kamduki
le habían mandado directamente las instrucciones, y sólo él tenía acceso a esa información. Únicamente él conocía sus claves...; él y Noelia, y ella se situaba fuera de toda sospecha. Nadie más estaba al tanto del nombre del ganador, ni del vuelo que le habían reservado, ni... ¿Y si alguien dentro de la organización de
Kamduki
, o incluso algún despiadado hacker capaz de vulnerar la seguridad del sistema, hubiera planeado y ejecutado su suplantación para llevarse el premio? La sangre se le heló al pensar que en tal caso jamás saldría vivo de allí. Aunque en ese supuesto Noelia pediría explicaciones a
Kamduki
y saltaría la alarma: la propia cúpula de la empresa o la policía descubriría el engaño. ¡Dios! ¡Noelia podría estar también en peligro!
Con el corazón sobrecogido por la sospecha de que pudiera ser cierto ese retorcido complot intentó buscar un razonamiento válido que echara por tierra la trama. Y afortunadamente no tardó en encontrarlo: un grupo de delincuentes no puede excavar un túnel de esas dimensiones oculto en la montaña sin que nadie se entere. La otra posibilidad podría basarse en la simulación de un accidente y el consiguiente soborno a todo el personal que trabajara allí. En tal caso, ¿iban a exponerse a que un accidente real obligara a la apertura de la salida de emergencia? Y aunque estuviera implicado el máximo responsable de la red de carreteras del país, ¿mandaría mantener cerrada esa vía en caso de un siniestro con incendio, arriesgando la vida de muchas personas?; ¿qué explicación ofrecería luego? No, sería absurdo..., si alguien prepara un montaje de esa magnitud no asumiría gratuitamente un riesgo innecesario; hubiera resultado muy sencillo y mucho más seguro entrar allí y pegarle un tiro, acabando expeditivamente con cualquier posibilidad, por remota que fuera, de ser desenmascarado. Luego lo sacarían oculto en el mismo coche y se desharían del cadáver. No, definitivamente no podía aceptar la conjetura de una conspiración. Pero si no lo había engañado Kristoffer, ¿por qué los responsables de
Kamduki
no lo rescataban cuando había dejado a uno de sus trabajadores en el pueblo justo antes de entrar en el túnel y otro estaba esperándolo justo a la salida? Y entonces por fin creyó encontrar la explicación. Fue una ráfaga de letras que en un suspiro iluminó su cerebro y sacudió todo su cuerpo. Era demasiado macabro para ser cierto, pero todo encajaba a la perfección: tanto secretismo, el inusitado viaje en coche, la ausencia de cualquier carril o puerta de acceso visibles, los paneles informáticos... Miró a su alrededor para contemplar lo que tenía ya visto hasta la saciedad y concentró su atención en la zona alta del túnel. Sólo veía focos, todos iguales y a cada cincuenta metros. Se situó debajo de uno de ellos. Lo mejor que tenía a mano para llevar a término su propósito se encontraba en sus pies: el zapato-cuenco iba a cumplir ahora una tercera función. Dio unos pasos atrás y lo lanzó contra el foco. Al tercer intento logró hacer estallar la lámpara. Ya sin la luz que le molestara pudo reconocer lo que buscaba: había una cámara de vigilancia camuflada.
Hizo la misma operación en el siguiente foco, y en el otro, y en todos encontró lo mismo. ¡Sus movimientos estaban siendo constantemente observados! La misma frase se le repetía hasta en la médula: «El vencedor deberá resolver nueve pruebas». En realidad nunca le habían dicho que fuese el ganador. Le comunicaron que había sido el único participante que había logrado resolver la prueba número ocho, que debía viajar a Noruega y mil cosas más, pero jamás que el juego había terminado.
Desafiante, escupiendo ira del alma, Samuel se dirigió a una de las cámaras:
—Bien, eso es lo que buscabais, ¿no es cierto? Pues ya os he desenmascarado. ¿Era ésa la prueba o queréis algo más? ¿Pretendíais averiguar cuánto era capaz de resistir o simplemente saber si soy tan inteligente como para entender que andáis detrás de esto? ¡Estáis completamente locos! ¿Me oís? ¡Malditos hijos de puta! ¿Pensáis sacarme de aquí de una puñetera vez o vais a plantearme otra de vuestras jodidas preguntas?
Samuel calló a la espera de una respuesta. Seguía sin moverse, su figura retadora encarando la cámara. Se mantuvo así durante cinco minutos. Luego comenzó a dudar y a pensar que estaba actuando de nuevo movido por la oleada de desesperación de otra de sus disparatadas presunciones. Pero en ese momento se oyó un chasquido distante. Algo bajaba del techo a unos 150 metros de distancia; parecía un panel luminoso. Se encaminó hacia allí a toda prisa. Había algo escrito, algo que confirmaba la veracidad de su última conjetura: