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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (42 page)

BOOK: El eterno olvido
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Berit no volvió a ver el exterior hasta pasados tres meses, cuando Flenden la cambió por otra. Salió con la desesperación de tener que regresar en una semana para comenzar a trabajar en el servicio de limpieza, con la amargura de haber perdido para siempre la dignidad y con la carga de llevar en su vientre el hijo de la bestia.

La zona de los calabozos habitualmente se limpiaba una vez por semana, porque apenas tenía uso. Sólo en ocasiones había alguien preso. En tal caso el servicio de limpieza se encargaba de llevar una bandeja cada día con agua y las sobras de la jornada anterior del personal que comía en las instalaciones. Cuando le ordenaban volver al día siguiente solía ser para limpiar la sangre. Por eso a Berit le extrañó sobremanera tener que acudir de nuevo a dejar la bandeja con alimentos por tercer día consecutivo.

No es que se hubiera llegado a inmunizar frente al padecimiento ajeno, pero la experiencia le dictaba que era mejor no mirar, ni mucho menos entablar conversación con nadie que estuviera encerrado. Un ligero aprecio o una pizca de conmiseración no harían más que remover su propio dolor, propiciar que estallara en lágrimas la rabia de su impotencia y que afluyera de nuevo el sentimiento de asco hacia su propia persona por su rastrera complicidad, por no tener el arrojo de matarse antes que colaborar con aquellos criminales..., aunque lo estuviera haciendo sólo con una escoba. «Algo especial tendrá aquel chico cuando sigue con vida», pensó mientras se disponía a entrar en la dependencia donde debía estar preso. No podía sospechar lo que estaba a punto de ver.

Lejos de sobresaltarse, sintió cómo un manto de júbilo cubría todo su cuerpo. Uno de los perdonavidas —como ella los llamaba— que solía acompañar a Flenden yacía en el suelo. Sus ojos abiertos en una desencajada expresión de dolor certificaban su muerte. Dentro de la celda, en lugar del chico que esperaba encontrar había otros dos cuerpos. Los identificó perfectamente: uno era otro de los perdonavidas y estaba tumbado boca abajo; tenía contusiones y heridas abiertas alrededor de su pelado cráneo. El otro era Flenden. Se hallaba recostado sobre el anterior, con la ropa manchada de sangre. No podía ser tan insensible como para estar descansando sobre el difunto... Tenía los ojos cerrados y no se movía; debía estar muerto, deseaba que estuviera muerto... «¡Por el amor de Dios, que esté muerto!». Pero toda su ilusión y su gozo se derrumbaron como un castillo de naipes. De repente, los ojos de Flenden se abrieron de par en par lanzando un rayo de cólera: «¿Qué haces ahí embobada como un pasmarote, furcia inútil? ¡Entra ahora mismo!». El mundo se le vino abajo de nuevo. Flenden la zamarreó hasta arrebatarle el brazalete. «¿Cómo está mi pequeño bastardo?», fueron sus palabras de despedida. Luego Berit se quedó sola, compartiendo celda con un cadáver, sin saber cuándo la sacarían de allí.

Las sospechas vehementes sobre la muerte de Flenden habían ensalzado su espíritu, haciendo que renacieran en su ánimo la jovialidad y la ilusión. Pero todo fue tan efímero, tan ilusorio, que el desengaño desencadenó la irrupción del lamento más agónico de su atormentada alma. Su hipotecada vida era un infierno y no había forma de escapar de sus tormentosas llamas; al contrario, su situación estaba a punto de empeorar... tan pronto como su pequeño cumpliera los tres años.

En Oslo existía una de las pocas escuelas privadas de Noruega. Los hijos de los grandes magnates y de las personalidades más representativas del país ingresaban en calidad de internos al cumplir los tres años. Allí completaban su ciclo educativo primario hasta los dieciséis. Berit sabía que también formaban parte del alumnado los niños nacidos de padres adscritos al programa GHEMPE y... los críos engendrados por Flenden. En aquel centro recibían una educación especial, apartados del resto de la comunidad, y Berit Tangvald no quería eso para su hijo: una educación basada en la estimulación intelectual con la única finalidad de favorecer la aparición de niños superdotados para reclutarlos en el macabro ejército de elegidos para perpetuar la especie a costa del resto de la humanidad.

Su pequeño aprendía con facilidad y Berit temía que destacara en la escuela, porque eso era precisamente lo que pretendía Flenden, para luego seleccionar de entre sus numerosos vástagos a los más aventajados, aquellos que hubieran heredado la mayor parte de sus genes, para inculcarles sus ideas, para sentarlos a su lado y hacerlos partícipes del despiadado proceder de RH...

Berit lloraba desconsolada en un rincón de la celda. No iba a permitir que su hijo siguiera los pasos de su padre... y no estaba dispuesta a esperar más tiempo para impedirlo.

En algún momento acudirían a retirar los cadáveres de aquella improvisada morgue y entonces la sacarían de allí. Abandonaría las instalaciones como cualquier otro día, sólo que ése sería el último. Luego acapararía la atención del país por un día: joven de veintidós años mata a su hijo y después se suicida. Inventarían trastornos psicológicos y aprovecharían la ocasión para repasar los índices de suicidio en los países nórdicos; después todos la olvidarían.

Cuando Kristoffer observó que la llamada que vibraba en su muñeca era la de Nicholas Flenden dedujo que algo gordo había pasado. Habitualmente su jefe sólo estaba despierto tan temprano cuando regresaba de una noche de juerga por las salas de fiesta y los prostíbulos, y él lo había dejado la tarde anterior listo para retozar con su nuevo y recién llegado juguete... La estentórea voz de Flenden escupiendo órdenes como un poseso le confirmaron sus temores:

—Quiero que se controle minuciosamente todas las vías de salida del país: fronteras, andenes, embarcaderos...; detén todos los vuelos hasta que no se compruebe una a una la identidad de los pasajeros. Difunde sus fotografías por todos los lugares. Que salgan sus caras en el próximo informativo...; que digan que son unos delincuentes peligrosos. Alerta a Suecia... y a Dinamarca. Que comprueben todas las pernoctaciones contratadas anoche, empezando por los albergues y lugares más modestos... ¡y que averigüen en España de una puñetera vez su verdadero nombre: que pongan patas arriba la redacción del semanario si es preciso! ¡Los quiero hoy... y vivos! ¿Entendido?

—Perfectamente, señor...

—Y que nadie olvide mis instrucciones si aprecia su vida: no quiero ver ni un rasguño en el cuerpo de la chica; a él me lo traéis como sea pero con un hálito de vida. Primero le pondré una breve filmación para que vea cómo su pretencioso e iluso amor gime de placer mientras la penetro y luego le sacaré los ojos con mis propias manos.

Flenden jamás amenazaba si no estaba dispuesto a ejecutar. Y así pensaba literalmente hacerlo. Estaba convencido de que Noelia en el fondo ansiaba entregarse a él, y aunque en ese momento se encontraba confundida, acabaría sucumbiendo a sus íntimos anhelos y se dejaría poseer gustosa, engañándose a sí misma bajo la excusa de salvar con ello la vida de Samuel. Pero el acuerdo obligaría a manifestar una desatada pasión por su parte: ella tendría que volcarse sobre él con frenesí, sacudiendo la pelvis sobre su miembro con fiereza apasionada, apretando las uñas en su espalda y suplicando «más, más, más..., fóllame más, mi amor, fóllame más...». Luego evidentemente no cumpliría su parte del trato: se recrearía contemplando el estupefacto rostro de Samuel y se encargaría personalmente de que aquellas imágenes fueran las últimas que viera en su vida.

—Prepara el helicóptero que salimos para Bergen en diez minutos. Apostaría a que están allí.

—¿Bergen, señor? —Kristoffer tragó saliva antes de hablar; quería asegurarse de que su jefe no había tenido un pequeño lapsus—. No es normal que hubieran elegido el túnel para huir...

—¡No es normal para un cernícalo como tú! ¡El helicóptero!

Capítulo 32

Se entregaron con tanta pasión que acabaron extenuados. Sólo entonces notaron la fatiga física y psicológica acumulada en tantos días de tensión, mas no por ello quisieron dar por concluida aquella maravillosa noche. Se asomaron a la terraza para contemplar las estrellas. Sintieron cierta decepción porque el firmamento no presentaba la imagen que esperaban ver, pues la oscuridad no es total en los meses de verano en las regiones situadas a altas latitudes. Aun así, Samuel recordó emocionado la noche en que Noelia le habló de Sirius. Acariciando su largo pelo le confesó que desde aquel instante no había conseguido vivir un solo segundo sin pensar en ella. Hablaron de nuevo de las estrellas y, poco a poco, la conversación fue tomando una vez más tintes trascendentales: el infinito, la materia, el Universo, la vida, la muerte, Dios, la justicia, el tiempo, el futuro..., ellos...; ¿qué futuro les esperaba a ellos? Y entonces el nombre de Flenden apareció y el inexorable telón de la realidad cayó bruscamente sobre sus cabezas. Habían conseguido olvidarse de él por unas horas, pero la súbita irrupción de su imagen en sus pensamientos les hizo comprender que el hechizo había expirado y que sus vidas corrían verdadero peligro. Intentaron apartar a Flenden de sus mentes, prolongar el encantamiento, pero el hada del amor no quiso prorrogar la gracia de su magia y cerró sus puertas a los recién despabilados amantes, que en un esfuerzo inútil pretendían a toda costa reengancharse al idílico sueño de aquella noche.

La preocupación entró en la habitación sin llamar. Ya no habrían podido dormir ni aunque se lo hubiesen propuesto. Eran sólo las cuatro de la mañana y comenzaba a amanecer. Sabían que, en el mejor de los casos, Flenden sería pronto liberado. Sin disponer aún de un plan, Noelia pensó que debían intentar cambiar de aspecto en la medida de lo posible... y si algo la delataba por encima de todo lo demás eran sus largas melenas.

El personal que trabaja en la recepción de un hotel está acostumbrado a atender las demandas más estrafalarias de sus huéspedes. Cualquier objeto, por extraño que pueda parecer, es solicitado con una naturalidad inaudita, como si el recepcionista dispusiera de un hipermercado de guardia a su lado: preservativos, lentes de aumento, pijamas, caviar iraní de esturión beluga, videoconsolas, chilabas, glucómetros, fármacos contra la impotencia... Noelia pidió una tijera. A ella le parecía que solicitar algo así, a las cuatro de la mañana, era cuanto menos atrevido, de ahí que hubiera previsto una explicación: pensaba decir que se le había roto una uña del pie y que no lograba conciliar el sueño con la preocupación de que se le pudiera enganchar en las sábanas. Pero no hizo falta: el recepcionista le respondió automáticamente que enseguida se la harían llegar. ¡Al fin y al cabo, pedía sólo una tijera!

Jamás se había cortado el pelo, ni siquiera cuando cambió de vida. Se detuvo unos segundos frente al espejo, con una mano sujetando un mechón de cabellos y la otra esgrimiendo las tozudas hojas de acero, que aguardaban expectantes como el pico del ave de rapiña que mira por última vez a la presa atrapada entre sus garras. No dudaba; sólo estaba despidiéndose de su aspecto para siempre. De nuevo se veía en la obligación de afrontar la difícil tarea de transmutarlo todo. Tendría que buscar otra ciudad para residir, necesitaría una nueva identidad, otra ocupación... y ahora no se trataba de huir de sí misma; en esta ocasión escapaba de un enemigo poderoso, terrible... y sabía que no hallaría rincón en el planeta donde poder librarse de él definitivamente. Eso, sin duda, sería lo más complicado: vivir bajo la sombra de su presencia. Todo lo demás era factible, hasta conseguir la documentación con una nueva identidad para ambos. No sería la primera vez; ya lo hizo en el pasado, cuando aún no había cumplido los quince años. Lo realmente difícil entonces fue convencer a Lorenzo Fernández, el policía amigo de su abuelo.

—Tu abuelo habría querido que te vinieras a vivir entre nosotros.

—Lo sé..., pero necesito empezar de cero; tienes que comprenderlo.

—No puedo atender lo que me pides; me dedico a perseguir el delito, no a propiciarlo.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. Sólo quiero que me digas quién puede hacerlo. Seguro que tú conoces a alguna persona procesada por facilitar documentación falsa a inmigrantes, a algún sospechoso de hacerlo, a alguien que haya cumplido una condena por...

—Noelia, ¿sabes realmente lo que me estás pidiendo?

—Ayuda, Lorenzo; lo único que te pido es ayuda... —la voz de Noelia se apagaba en un sollozo—. Te lo suplico, tengo que empezar de nuevo, lo necesito... Dime sólo dónde puedo acudir; te prometo que esta conversación jamás habrá existido.

Lorenzo sintió compasión por aquella criatura. Conocía su sufrimiento, entendía su postura y... ¡le debía tanto a Julián Palacios!

No le dijo más que un nombre, Alberto Escudero, y una ciudad, Motril; el resto fue bien simple.

—Cariño..., tu pelo —musitó Samuel, que sufría más que ella al ver caer los jirones dorados al suelo.

—No te preocupes; volverá a crecer —para ser cortado de nuevo, se dijo a sí misma—. Es sólo materia; ya sabes: perecedero en cualquier caso.

Noelia cortó su larga melena hasta dejarla en unos diez centímetros. Luego paró para contemplarse. Frunció un poco la boca, como el artista que revisando su obra reconoce que no está satisfecho, y emprendió una nueva acometida, trasquilando en esta ocasión a diferentes niveles. Acto seguido se dirigió a la mesita donde descansaba la bandeja de cortesía proporcionada por el establecimiento hotelero. Se componía de un calentador de agua, una tetera, dos tazas, dosis individuales de té y café, minienvases de crema de leche, sobres de azúcar, unas galletas y un par de cucharillas de plástico. Parecía que iba a prepararse una infusión, pero lo que hizo fue disolver varios sobres de azúcar en agua templada. Luego se aplicó la solución en el pelo a modo de gomina, moldeándose diversas crestas.

—¿Te gusto?

El nuevo look no encajaba para nada con su tradicional imagen de niña buena. Ahora parecía una de esas chicas desinhibidas y modernas con reminiscencias punks. A los ojos de Samuel seguía estando preciosa.

—Un cambio a lo Marta —observó moviendo la cabeza para contemplarse desde distintas posturas—; en cierta ocasión apareció con un peinado similar, sólo que sus crestas eran rojas y amarillas, muy patriota ella... Ahora te toca a ti —dijo con voz siniestra alzando la maquinilla de afeitar—: vamos a convertirte en un encantador calvito.

A medida que transcurrían los minutos aumentaba su inquietud. Era obvio que no se hallaban en un lugar seguro. Flenden podría descubrir la verdadera identidad de Noelia en cualquier momento, y eso haría muy peligroso prolongar su estancia allí. Por otro lado, intentar comprar un billete en cualquier medio de locomoción sería una acción extremadamente arriesgada. Abatidos, no tuvieron más remedio que admitir que se encontraban en un callejón sin salida: no podían abandonar el país y no tenían donde hospedarse. Necesitaban ayuda, y la necesitaban con mucha urgencia.

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