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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (40 page)

BOOK: El eterno olvido
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—Lo siento: debo hacerlo.

—No, por favor, Samuel, tú no, hazlo por mi, tú no, por favor, tú no...

Samuel bajó el arma.

—Te vas a arrepentir de tu pusilánime anuencia —dijo inmediatamente Flenden, dejando escapar la provocadora insolencia de su complejo de superioridad.

Pero Samuel y Noelia ya se marchaban. Flenden intentó a toda costa hacer cambiar de opinión a Noelia.

—¿Estás segura de tus actos? Tu verdadero deseo es quedarte a mi lado; tienes que reconocer que compartes mis ideas: adoras a Nietzsche tanto como yo.

—Siento decepcionarle: me repugnan sus ideas, mejor dicho, la interpretación que el nazismo hizo de ellas, que son las mismas que usted defiende.

—¡Eso no es cierto! Hitler se equivocó al defender la supremacía racial en lugar de la intelectual. Nietzsche preconizaba otras ideas.

—Nietzsche acabó sus días recluido en un manicomio.

—Piénsalo bien, Lucía, piensa en lo que vas a dejar aquí... ¿Sabías que, frente a lo que se cree, Sócrates escribió diecisiete obras y que éstas se encontraban celosamente guardadas entre los doscientos mil volúmenes que Marco Antonio rescató de la Biblioteca de Pérgamo para regalárselos a Cleopatra? Están aquí y yo te las regalo, para que puedas disfrutar de todo lo que escribió el más grande pensador de todos los tiempos —insistió Flenden lanzando su último anzuelo, el caramelo más goloso, el reclamo más poderoso para engatusarla.

El efecto fue inmediato. Noelia no pudo reprimir una temblorosa sacudida en todo su cuerpo. Aquello era demasiado: ¡obras de Sócrates! Pero el aturdimiento le duró un segundo; de nuevo se avergonzó por titubear, porque sus deseos eran claros. Se volvió hacia Flenden decidida.

—Lamentablemente, en sus manos la Biblioteca de Alejandría, la de Pérgamo y todas las obras clásicas juntas son como si no existieran.

Luego abandonó a toda prisa la sala.

—¡Desagradecida! —bramó Flenden con fuerza suficiente como para que los fugitivos pudieran oírlo—. No descansaré hasta tenerte en mis brazos y entonces, en lugar de hacerte mía como una señora, fornicaré contigo como si fueras una vulgar ramera y luego te entregaré a mis hombres hasta que se sacien.

Estas palabras nacieron de la rabia, pues la raíz narcisista del carácter de Flenden le hacía creer con ciega convicción que ella le acababa de salvar la vida porque en el fondo amaba su manifiesta superioridad, su hegemonía intelectual, su posición de poder y su estatus de superhombre... Y ahora se encontraba humillado y preso en su propia casa, atrapado como un vulgar roedor. Había dejado escapar a su diosa soñada y empezaba a dudar si volvería a recuperarla, porque si aquella chica lograba salir de aquellas instalaciones, era lo suficientemente lista como para permanecer escondida durante mucho tiempo. ¡Y estaba ansioso por poseerla!

A medida que transcurrían los minutos aumentaba su furor. Necesitaba que alguien pasara por allí, aunque fuera en forma incorpórea, pero lo único que tenía a la vista era el cadáver del hombre al que había matado. El otro lacayo comenzaba a despertarse. Cegado por la ira, la emprendió a patadas con él hasta acabar también con su vida.

Noelia había memorizado el lugar donde se encontraba la salida en un panel informativo con el que se había cruzado en su paseo con Flenden. El trayecto a través de la plataforma de transporte hasta la parada 99 —el número de la agonía en los juegos de azar, recordó Samuel— se les hizo eterno. Se esforzaban por aparentar naturalidad, para no levantar la sospecha de cuantos vagaban por allí, pero la inquietud les oprimía el estómago. Si se encontraran con Kristoffer o con cualquiera que los reconociera estarían perdidos.

La salida daba lugar a un nuevo andén. En apariencia, el camino estaba despejado, no había ningún obstáculo que les impidiera el paso, aunque Samuel imaginaba que sin los brazaletes habría sido imposible atravesar el umbral de la libertad.

Unos singulares vehículos monoplazas aguardaban en hilera. Parecían estar suspendidos en el aire, como las plataformas de transporte. Noelia se montó en el primero de ellos. Nada más sentarse, la cabina se cerró automáticamente y salió disparada. Samuel siguió sus pasos sin perder un solo segundo.

Aquellas naves tomaron una velocidad endiablada, próxima a los 400 Km/hora. Aunque sabían que cuanto más durara el trayecto más lejos se encontrarían del núcleo de RH, era evidente que lo prioritario era salir a la superficie, porque en cualquier momento Flenden podría ser liberado y entonces ordenaría bloquear todas las salidas, y ellos aún no estaban fuera. Tres minutos después, los vehículos por fin se detuvieron.

El lugar donde llegaron era similar al que habían dejado atrás. Nadie transitaba por allí. Los desiertos pasillos recordaban las estaciones periféricas ferroviarias a altas horas de la madrugada. Unas sencillas escaleras, como las que abundan en las bocas de metro, indicaban el camino a la superficie. Luego un pequeño corredor y al final una puerta, y tras ella... una persona les esperaba en un pequeño puesto de control en forma de recepción, como si fuera el encargado de un modesto parador. Samuel supo al momento dónde se encontraban: estaban en Laerdal, en el lugar donde paró a almorzar con Kristoffer y el tipo que tenía enfrente era el mismo que les saludó ese día y que regentaba aquel establecimiento.

—Sigue andando como si nada —le susurró a Noelia.

Samuel se detuvo junto al disimulado puesto de control, mientras Noelia pasaba de largo ante la suspicaz mirada del vigilante. Extraordinariamente alto, su pequeña cabeza ancha y aplastada desentonaba con el resto del cuerpo; la abundancia de vello en el rostro y las pequeñas orejas redondeadas, alertas como las de un pequeño depredador del bosque, reforzaban la surrealista imagen de un hombre con cabeza de animal. Se dirigió a Samuel con curiosidad, evidenciando al encoger su diminuta y redonda nariz la idoneidad de su naturaleza fisgona para aquel puesto de trabajo.

—¡Vaya!, ¿tan pronto fuera? Si sólo hace que entró...

—Nueve días exactamente; ya tengo ganas de ver el sol.

—¿Y la chica? Juraría que no ha pasado por aquí antes de entrar al túnel.

Samuel se percató de la recelosa actitud del indiscreto celador e improvisó una excusa medianamente convincente.

—No tengo mucho tiempo; Flenden me encargó que la acompañara hasta el aeropuerto sin demora.

Nombrar al tirano y aparecer las llaves de un automóvil sobre la mesa de recepción fue todo uno. Sin embargo, el turón seguía olfateando.

—Pero... ¿cómo entró? No lo entiendo: el protocolo establece claramente que cualquier persona que acceda por vez primera a las instalaciones debe pasar antes por aquí... ¿Hizo la prueba del túnel sin el registro fisonómico previo obligatorio?

—¡A mi qué me cuenta! Yo sólo cumplo órdenes; pregúntele a Flenden.

Tomó las llaves para marcharse, pero antes le susurró al oído: «Dicen ahí dentro que es su nueva putilla...». El controlador dejó escapar una sonora carcajada.

Fuera aguardaba Noelia. Samuel se detuvo un instante justo al salir. Era el solsticio de verano y la poderosa luz solar dominaba el ártico y todas las regiones adyacentes. Había llegado a dar por hecho que jamás volvería a contemplar el exterior, así que todo cuanto se le presentaba ahora a la vista le parecía maravilloso: el color verde de las plantas, la sensación de pisar tierra, el viento fresco sobre su cara..., pero no podía entretenerse demasiado: no estaba seguro de haber convencido plenamente al vigilante y desconocía cuánto tiempo tardarían en localizar a Flenden.

—Déjame conducir a mi —le pidió Noelia.

Samuel asintió, estimando que así tendría las manos libres si llegaba a verse en la necesidad de utilizar la pistola.

Aún no había Noelia arrancado el motor cuando notó cierta vibración en su muñeca: sin duda, debía ser el desconfiado celador, que llamaba a Flenden para cerciorarse de que ambos estaban autorizados a abandonar las instalaciones.

—Deshagámonos de los brazaletes —propuso Samuel—; ya no los necesitamos y podrían localizarnos.

Noelia inició decidida la marcha. En un gesto mecánico, nacido para sugerirse a sí mismo que debía poner en orden sus ideas, Samuel cerró un momento los ojos y se frotó suavemente el pelo con su mano derecha, dejándose caer sobre el asiento. Cuando se preparaba para debatir sobre la estrategia que deberían seguir vio algo que le dejó horrorizado: Noelia conducía de nuevo directamente hacia el túnel.

—¡Noelia, da la vuelta! ¡Por Dios: vamos a entrar en el túnel!

—Ya lo sé —respondió ella con inmutable frialdad.

—¡No! ¿Qué estás haciendo? ¡Dentro otra vez no, por favor, otra vez no...! —imploró angustiado— ¡Vamos directo al ojo del huracán!

Pero Noelia había tomado ya una decisión: una vez más, entraban al túnel de Laerdal.

Capítulo 30

Noelia sabía que todos los vehículos que entraban eran fotografiados y que podría haber cámaras de vigilancia en cualquier punto. Si se percataban de que ellos estaban dentro todo habría acabado, no tendrían la más mínima posibilidad de escapar. Intentar atravesar el túnel era con diferencia el mayor disparate que podría ocurrírsele a cualquiera. Nadie en su sano juicio lo haría...; nadie excepto ella.

Necesitaban ganar tiempo a toda costa, y la mejor manera de lograrlo era hacer creer que viajaban en dirección contraria. ¿Podría alguien imaginar que dos fugitivos tomaban deliberadamente el camino más peligroso? Era como si un prófugo decidiera escabullirse pasando descaradamente por la puerta de una comisaría. La idea era sin duda descabellada, pero Noelia estaba convencida de que un primer impulso incitaría a cortar los accesos a los pueblos del este y a controlar minuciosamente las entradas a Oslo. Pocos podrían sospechar que habían elegido huir hacia Bergen por aquella ruta. Era evidente que si lograban atravesar el túnel sin ser descubiertos, sus opciones se multiplicarían.

La travesía subterránea se les hizo eterna. Con el corazón en un puño, Noelia tuvo que reprimir en varias ocasiones el febril deseo de pisar el acelerador hasta el fondo, pues era importantísimo circular como el resto de vehículos para no llamar la atención. Fueron diecisiete minutos interminables en los que no intercambiaron una sola palabra, como si temieran ser oídos. Luego por fin se hizo de nuevo la luz del sol. Exhalaron una profunda bocanada de aire, como si hubiesen estado conteniendo la respiración durante el tiempo que duró aquel angustioso trayecto.

La irrupción de la luz solar y el hecho de dejar atrás el cuartel general de RH les proporcionó algo de ánimo. Noelia siguió concentrada hasta que dejó de ver el túnel por el espejo retrovisor. Luego, aprovechando un pequeño tramo en línea recta, giró su cabeza hacia Samuel. Ambos se miraron con una sonrisa. En aquel mágico segundo todo un universo de sentimientos desfiló ante sus ojos. No hizo falta hablar para compartir cuantos deseos y temores habían acumulado. Desde aquel momento supieron que sus vidas habían cambiado para siempre, que para ellos no habría más futuro que el después y que jamás podrían hacer planes más allá de unas horas. Y lo siguiente era llegar a Bergen y abandonar el claustrofóbico coche para fundirse en un apasionado abrazo bajo la atmósfera de libertad que envuelve el aire del espacio abierto... aunque para eso tenían que recorrer aún doscientos kilómetros, una distancia que se les antojaba un mundo.

Durante la primera hora se contaron atropelladamente cuanto les había sucedido desde que se separaron en el aeropuerto, pero luego la locuacidad fue remitiendo para dar paso a intermitentes períodos de silencio, en los que ambos se dejaron arrastrar por la marejada de angustiosos interrogantes que, cual fúnebres aves carroñeras, planeaban sobre sus cabezas: ¿habría dado el controlador del acceso a las instalaciones la voz de alarma?, ¿habrían rescatado ya a Flenden?, ¿se habrían establecido puestos de control a la entrada de todas las ciudades? En definitiva: ¿conseguirían llegar a Bergen? Llegar; ése era el único objetivo, la única meta, la prioridad en sus pensamientos. Ni en una sola ocasión se preguntaron por lo que harían luego, más que nada porque desconfiaban bastante de que pudieran conseguirlo.

Pero lo lograron. Llegaron justo cuando el señor de la luz bostezaba anunciando que abandonaría por unas horas la
Puerta de los Fiordos
. Accedieron a la ciudad por la zona norte, siguiendo la prolongación de la carretera E16. Enseguida vieron las indicaciones para llegar al aeropuerto de Bergen-Flesland. Ambos comprendieron que, aun siendo tarde, cabía la posibilidad de que hubiera algún vuelo disponible para abandonar el país. Noelia, sin embargo, continuaba conduciendo en dirección al centro de la ciudad. Nuevos carteles indicaban que el aeropuerto se encontraba a sólo 20 kilómetros en dirección sur. Se miraron en silencio. Samuel conservaba la billetera con su carné de identidad; ¡habían subestimado tanto sus posibilidades que ni siquiera se molestaron en requisar sus pertenencias! Sabían que tenían una oportunidad. Si habían logrado entrar en Bergen era razonable suponer que Flenden seguía encerrado. Y si eso era así no se toparían con ningún obstáculo para comprar sus billetes... pero también era cierto que si había sido liberado, aunque hubiera transcurrido sólo cinco minutos de ello, habría dado instrucciones precisas para vigilar de inmediato todas las vías de salida del país; si eran sorprendidos en el aeropuerto todo habría definitivamente acabado. Se hallaban inmersos en un mar de dudas y había que tomar una decisión: arriesgar en ese preciso instante o hacerlo más adelante, porque de una forma u otra era evidente que, más pronto que tarde, tendrían que intentar salir de Noruega. La lógica sugería que cuanto más retrasaran la huida más dificultarían su éxito; el corazón, no obstante, les impulsaba a detenerse en Bergen. Por nada del mundo pensaban exponerse ahora. Aunque sólo existiera una posibilidad entre mil de ser identificados en el aeropuerto, no estaban dispuestos a comprometer el único plan que habían programado, su objetivo inmediato, lo único que les importaba en ese momento: abrazarse, amarse... Luego pensarían en el mañana.

Dejaron el coche en un parking de la calle Kaigaten. Nada más sentir en sus poros la pureza del aire exterior sus cuerpos se fundieron en un beso apasionado. Una leve y casi imperceptible brisa acarició sus rostros. El instinto les animó a buscar su origen, deseosos de sentir el aroma de la sal marina adentrándose en sus pulmones, como haría cualquier criatura acuática después de una ineludible estancia en tierra, como hacen todas las personas que nacen en la costa y pasan largas temporadas en el interior. El mar; el lugar de donde procedemos y que aún hoy, cuatrocientos millones de años después, nos resistimos a abandonar...

BOOK: El eterno olvido
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