El eterno olvido (47 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

BOOK: El eterno olvido
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—¡Ojo con las tarjetas! Tomaros un par de cervecitas; nada más, ¿eh? —les advirtió Muki.

Dos minutos después hacían cola para tomar el funicular. Loreto los observaba en la distancia satisfecha.

—¿Qué haces ahí parado, Muki? —dijo cuando los perdió de vista—. Compra unos bocadillos y nos vamos, que aún tenemos que buscar una oficina de alquiler de coches...

En la cabina del funicular sólo permitían el acceso a unos setenta pasajeros, para una mayor efectividad en el desarrollo del tráfico, aunque era palpable que podrían caber cien. Sólo tuvieron que aguardar unos minutos para montarse. Dedicaron el breve intervalo de tiempo que duró el descenso para planificar los pormenores de la evasión. Eran conscientes de que la peregrinación hasta el transatlántico no iba a resultar un camino de rosas. Sin duda, el éxito para pasar desapercibidos durante el trayecto dependía de que pudieran integrarse en algún grupo, por lo que prestaron atención al ligero murmullo presente en el interior de la cabina para ver si captaban alguna conversación que delatara en alguien la manifiesta intención de regresar de inmediato al barco, una vez se apeara del funicular. Pero no oyeron nada que les indicara con certeza que viajaban pasajeros de aquel crucero. Decidieron por tanto que lo mejor era regresar al Fisketorget, porque allí seguro que tropezarían con alguna pareja o grupo que habría optado por invertir su última hora en Bergen degustando las exquisiteces del mar.

Si conseguían salir airosos de este peliagudo lance y alcanzaban el punto donde el
Espíritu de la Libertad
se hallaba anclado, aún faltaría vencer un último escollo. A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 las medidas de seguridad para embarcar y desembarcar de los cruceros se habían incrementado considerablemente. En lo que respecta a las tarjeta de a bordo algunas compañías incluían una fotografía de su portador; otras incluso ofrecían la posibilidad de adjuntar la huella dactilar. Afortunadamente, las tarjetas del
Espíritu de la Libertad
no llevaban fotografías de sus propietarios. Sobre la imagen del barco y el logotipo de la compañía naviera sólo figuraba el nombre del portador y el número identificativo de su pasaporte. Hasta ahí todo estaba bien, pero Loreto y Muki no repararon en algo: siguiendo los protocolos de seguridad era más que probable que hubiesen sido fotografiados cuando embarcaron por primera vez y estas imágenes estarían almacenadas y a disposición del personal que controla el tránsito de personas en las escalas. Al deslizar la
cruise card
por el lector magnético el empleado de seguridad visualizaría en el monitor la imagen de cada pasajero. Sin una inspección detenida, Noelia bien podría pasar por Loreto, pero... Samuel se parecía a Muki como un huevo a una castaña. Para este problema no consiguieron hallar una solución de emergencia. Se encomendaron a la confianza que inspiraba la travesía por las tranquilas costas noruegas y a la seguridad de sus puertos...; igual los controladores no se detenían a comprobar la coincidencia en las fisonomías, acostumbrados a la normalidad que presidía los miles de embarques y desembarques diarios. Era más importante vigilar que nadie entrara sin la tarjeta del crucero y, sobre todo, estar atentos a los escáneres para que no se introdujeran armas u objetos peligrosos a bordo. No tenían más remedio, pues, que confiar en que no pasaran una revista exhaustiva...

Al bajar del funicular comprobaron con temor que el escenario no era el mismo que el que dejaron cuando subieron. Se había formado una considerable cola de viajeros. El motivo derivaba de la supervisión que ejercían dos sujetos ataviados con chaqueta y gafas oscuras apostados en la entrada a la estación, justo debajo del arco de medio punto que embellecía la blanca fachada del pintoresco edificio. De vez en cuando paraban a alguien y le hacían una pregunta, con el propósito de retenerlo un poco y aprovechar para realizar una inspección ocular más detallada. Para alegría de los fugitivos, no se había dispuesto un control para los que bajaban del monte; era evidente que la preocupación principal de RH era vigilar las posibles vías de salida de la ciudad.

En el escaso trayecto a través de la concurrida calle Vetrlidsallmenningen, que enlazaba directamente la estación del funicular con el puerto, observaron estremecidos algo que igual pasaba inadvertido a los turistas: hacía un par de horas habría sido complicado divisar un policía en una ciudad tan tranquila y segura como aquélla; ahora el despliegue policial era más que patente. Se separaron cada uno por una acera, porque al no llevar compañía deambular en pareja incrementaba notoriamente el riesgo. A duras penas podían dominar el temblor que invadía sus cuerpos estrangulando la motricidad de sus músculos.

El bullicioso Fisketorget parecía brindar algo de protección, aunque ellos sabían que ésa era una sensación equívoca, sustentada en el amparo que el ancestral instinto parece ofrecer al débil cuando se confunde entre la multitud. Nada más llegar, compraron dos buenos trozos de salmón envasados al vacío y un par de peluches de recuerdo, para hacer más creíble su imagen de turistas. El tiempo apremiaba, así que a cada persona que oían hablar en español —resultaría más sencillo, sobre todo para Samuel, integrarse en un grupo hispano— le preguntaban de inmediato y sin venir a cuento si viajaba en el crucero. Se dieron de plazo hasta las doce para encontrar compañía a la que unirse en el peligroso peregrinaje al santuario de su salvación; si para entonces no lo habían logrado no tendrían otros remedio que aventurarse a emprender el camino en solitario. Después de varias respuestas negativas, y justo cuando el reloj marcaba las doce menos diez, se toparon con un grupo de cuatro parejas que apuraban sus refrigerios: ellos eran su salvoconducto.

Noelia tenía una especial habilidad para caer bien. Su presencia y su opinión eran aceptadas de inmediato y sin tapujos en cualquier reunión. Sabía ganarse a la gente y no necesitaba artificios para lograrlo: su simpatía natural liberaba confianza. Por el contrario, Samuel siempre había sido más reservado. Cierto es que por educación no rehusaba dialogar con desconocidos, pero guardando las distancias debidas y persuadiendo a la camaradería a seguir un proceso lógico de paulatina adaptación; él no era de los que solían congeniar a primera vista, y forzarlo ahora le iba a resultar bastante complicado.

El grupo de turistas se escindió en dos: en vanguardia marchaban los hombres; las mujeres les seguían un poco rezagadas. Los primeros hablaban sobre el Mundial de Sudáfrica; las señoras repasaban las últimas noticias rosas que habían llegado a sus oídos.

Uno de los improvisados compañeros de Samuel se cubrió la testa con un sombrero de gomaespuma con los colores rojo y gualda característicos de la bandera de España. Aunque había visto por la ciudad otros turistas con sombreros similares, fundamentalmente italianos y alemanes, Samuel temió que pudiera reclamar la atención de los demás; Noelia tenía un punto de vista más pragmático y valoró en aquel gesto una muestra de la despreocupación propia de cualquier turista, por tanto, una ayuda extra en el empeño de pasar desapercibidos.

Samuel se esforzaba por entrar en conversación, pero a la introvertida inclinación de su carácter se unía otra dificultad: el hecho de no haber oído hablar nada de fútbol desde la inauguración del Campeonato, acontecida cuando pisó por primera vez tierras noruegas hacía ya once días. Discutían sobre las posibilidades de España, el partido que la víspera le había enfrentado a Honduras, los posibles cruces de octavos... cuando una espantosa visión le paralizó el corazón: a la distancia de unos veinte metros Kristoffer daba instrucciones a un par de policías. Justo detrás de ellos se hallaba Nicholas Flenden, bramando por teléfono entre airadas gesticulaciones.

En un acto reflejo se volvió para advertir a Noelia, pero ella no necesitó descubrir el nerviosismo en sus ojos para saber que Flenden estaba cerca; hacía ya varios segundos que había intuido su maligna presencia. Con una mirada desesperada le hizo ver que se había descolgado de su grupo medio metro y que debía recuperarlo cuanto antes. La naturalidad era la llave de su salvación. Lo sabían de sobra pero... ¿cómo conseguir gobernar el cuerpo cuando el pánico se apodera de la mente?

Se aproximaban con diligencia. Caminaban a buen ritmo porque no querían llegar justos de tiempo a la zona del puerto donde permanecía atracado el crucero. El rostro de Kristoffer apuntaba directamente hacia ellos. Samuel cifraba sus esperanzas en que mantuviese el diálogo con los policías, porque así su visión continuaría enfocando las caras de los agentes y, con toda probabilidad, no se fijaría en los viandantes que circulaban despreocupadamente por detrás. Algo menos le preocupaba Flenden, ya que se situaba a espaldas de Kristoffer y parecía estar muy ocupado con la conversación que se traía entre manos. Además, si mantenía aquella posición era materialmente imposible que su campo de visión llegara a alcanzarlos... salvo que dejara de hablar y se volviera hacia Kristoffer.

Samuel pasó primero. Sintió cierto alivio porque seguramente a Kristoffer le sería mucho más sencillo reconocerlo a él, por el tiempo que habían permanecido juntos, que a Noelia, con quien sólo había coincidido unos minutos. Pero ella tenía otros temores. Pese a que Flenden se encontraba de espaldas y abstraído con otros menesteres, sentía que aquel repugnante animal estaba tan empecinado en su afán por poseerla y encadenarla por siempre a su vida que podría llegar a olfatear su presencia. Estaba tan convencida de que su conjetura no era descabellada que, tan pronto como sintió el repelús que atestiguaba la cercanía de su aura maligna, desenvolvió el salmón que acababa de comprar con el propósito de contaminar el aire que la rodeaba, dejó de hablar para evitar que su saliva impregnara la atmósfera y contuvo la respiración hasta el límite que su cuerpo podía soportar para no atomizar en el ambiente una micra adicional de su ser. Jamás, ni cuando sollozaba sintiendo la proximidad de Ricardo, ni cuando el mismo Flenden manoseó lascivamente sus pechos, había experimentado tanto miedo como entonces. Se disponía a pasar demasiado cerca de él... y si ella era capaz de captar, sospechar o intuir las vibraciones negativas y malévolas de ciertos individuos, ¿por qué no podría alguien tan perverso como él percibir la cercana existencia de una energía antagónica a la suya?

Desfilaron frente a sus mortales enemigos como si estuvieran atravesando un campo de minas, conscientes de que en cualquier momento todo podría volar por los aires. Nadie pareció reparar en su presencia. Transcurrían los segundos y con ellos se acrecentaba la distancia. Hacía un trecho que los rufianes habían quedado atrás, pero el temor no disminuía. Si Flenden vislumbraba con su mirada de rapaz su forma de andar, siquiera el color de sus zapatillas, todo podría venirse abajo.

Ahí estaba, a sólo unos metros, la nave de la vida: El
Espíritu de la Libertad
. Más imponente cuanto más se acercaban. «No nos puedes fallar, no con ese nombre...», le rogaba Noelia al barco como si éste pudiera oírla... Hacía sólo unas horas que estaban en Bergen, apenas unos días en Noruega, y habían sucedido tantas cosas que parecía que llevaban luchando por sobrevivir una eternidad. Cada paso se les antojaba interminable, como si nunca fueran a llegar. Definitivamente Flenden no los había descubierto y la pasarela de embarque que separaba un mundo de otro se les presentaba a la vista como un sueño imposible de alcanzar.

Los pasajeros habían apurado sus últimos minutos en la preciosa y emblemática ciudad de los fiordos y ahora hacían cola para subir a bordo. Desgraciadamente, al igual que ocurriera en la estación del funicular, un par de tipos ajenos a la tripulación supervisaban la entrada al barco. Era casi imposible que nadie que no perteneciera al pasaje subiera como polizón, porque eso implicaría que otra persona debía quedarse en tierra, y aquello no entraba en ningún razonamiento lógico..., pero Flenden no se fiaba. Seguramente estaban allí por si observaban algún comportamiento sospechoso en el embarque...

Samuel y sus nuevos compañeros desfilaron frente a ellos sin ningún contratiempo, pero no ocurrió lo mismo con las chicas. Apenas había avanzado un par de metros cuando oyó a sus espaldas el temido requerimiento:

—Por favor, señorita, me muestra su documentación.

Se volvió al instante, aturdido, dudando en una fracción de segundo entre acudir en su ayuda o esperar por si ella tenía la genialidad de idear un último ardid. Pero lo que vio fue totalmente inesperado: no era Noelia a quien habían retenido sino a la chica que la precedía. Era rubia, con media melena; vestía un pantalón vaquero y lucía unas extravagantes gafas de sol con montura de pasta blanca y cristales rosados.

Finalmente habían logrado burlar el dispositivo de seguridad que RH había dispuesto precipitadamente. Dentro de unas horas probablemente las medidas de control se intensificarían, habría fotografías suyas por todos los lugares y se reforzaría la vigilancia en cualquier punto de entrada o salida a la ciudad. Pero para entonces ellos ya estarían fuera y seguramente Loreto y Muki también; era imprescindible que ellos no sospecharan bajo ningún concepto que la policía los andaba buscando.

La odisea parecía llegar a su fin, pero aún tenían que superar un último obstáculo: el sistema de seguridad del barco. ¿Examinarían escrupulosamente los rasgos fisonómicos de cada uno de los pasajeros? Por la celeridad con la que se desarrollaba el embarque nada hacía suponer que existiera un riguroso control; al fin y al cabo, eso sería lo normal: ¿quién iba a querer delinquir suplantando a otra persona por la única recompensa de viajar en un crucero? No era lógico pensar en una potencial forma de actuar para perpetrar un ataque terrorista, pues el polizón no podría introducir ningún tipo de armas. Sólo cabía pensar en la acción de un peligroso delincuente que, para huir de la justicia, hubiera ideado la forma de robar y asesinar a un turista, asegurándose antes de que éste viajara solo; algo muy enrevesado para maquinar y ejecutar en sólo unas horas. Frente a la prácticamente improbable circunstancia de que un pasajero pudiera ser reemplazado por otro, resultaba más sensato preocuparse por asuntos que pudieran comprometer verdaderamente la seguridad de la nave, como la entrada de armas o material explosivo. Esto es lo que realmente preocupa a los responsables de la seguridad de un crucero, tanto en el interior, vigilando especialmente los escáneres detectores, como en el exterior, cuidando de que las autoridades portuarias inspeccionen con eficiencia la zona en donde atracan los barcos.

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