—¿Pedir protección a la Embajada? Me dieron largas cuando fui a preguntar por tu supuesto accidente. No podemos fiarnos de ninguna autoridad, ni siquiera de la española.
—Hablemos con Esteban —sugirió Samuel—: él nos podrá aconsejar. Es inspector de policía y tiene muchos contactos...; seguro que buscará la forma de sacarnos de aquí.
—No sé cómo podría ayudarnos...
—No tenemos otra alternativa.
Temerosos de que una sofisticada red de escuchas pudiera captar las llamadas a España desde todos los establecimientos hoteleros del país y sospechando que el teléfono de Esteban pudiera estar pinchado, acordaron que lo mejor sería llamar desde una cabina a un compañero suyo, con el que Samuel había hablado en varias ocasiones. Recordaba que su número de teléfono era idéntico al de Esteban —que tenía más que memorizado—, sólo que las dos últimas cifras intercambiaban su posición. Más complicado fue ponerse de acuerdo en determinar quién sería el encargado de salir a la calle para realizar la llamada. Finalmente prevaleció, por ser más sensata, la propuesta de Noelia de ir ella sola: siendo indiscutible la conveniencia de reducir al mínimo imprescindible los paseos en pareja, porque precisamente buscaban a un hombre y una mujer jóvenes, era evidente que si un agente le requería la documentación ella no debería tener problemas.
Decidieron postergar la llamada hasta las ocho de la mañana, para aumentar las posibilidades de que ambos se encontraran en las dependencias policiales.
—Necesitamos otra ropa —sugirió Samuel—; seguimos llevando la misma que teníamos en el túnel.
—Llevas razón —Noelia pensó unos segundos—. Vamos a darle un nuevo trabajito a nuestra tijera.
Poco después había convertido su vaquero en un short.
—Si está abierta la tienda del hotel me compraré una camiseta turística y me cambiaré en los lavabos. A la vuelta subiré otra para ti.
Samuel fue a abrazarla antes de que saliera, pero ella lo apartó con delicadeza. No quería ni que pasara por su cabeza la idea de no volver a verse.
—No, Samuel, no.... Esto no es una despedida: regreso enseguida.
Noelia le ofreció una apacible sonrisa. Sus ojos refulgían la serenidad y confianza de siempre; sin embargo, por primera vez desde que se conocían, Samuel ni se dejó atrapar por la sublime luz de su mirada ni se contagió del animoso impulso vital de su sonrisa. Su pálida faz delataba una preocupación extrema; sus palabras parecían presagiar la desdicha.
—Quiero que sepas que... ocurra lo que ocurra, ha sido tan maravilloso conocerte que sólo por amarte ha valido la pena vivir y que moriría una y mil veces por...
—¡Basta, Samuel, por favor! —le interrumpió—; confía en mí: te prometo que todo irá bien.
Acto seguido se dio la vuelta y se marchó precipitadamente, cerrando las puertas a cualquier espontánea corazonada que pretendiera aflorar de su interior.
El hotel se ubicaba a sólo un paseo del Fisketorget. Allí había visto la noche antes un teléfono público de color verde que funcionaba exclusivamente con tarjetas. Pensó que lo más apropiado era dirigirse hacia allá, pues en una zona tan turística como aquélla sería fácil encontrar un establecimiento donde vendieran tarjetas telefónicas. Decidió seguir la misma ruta que había tomado el taxi en su camino al hotel. Recorrió la calle Olav Kyrres hasta ensamblar con Smástrandgaten. Justo en la confluencia de ambas calles se topó con un kiosko Narvesen, precisamente el lugar donde vendían las tarjetas telefónicas. El dependiente le ofreció tarjetas Telekort con prepago de 40, 90 y 140 coronas. Adquirió la de mayor importe. Poco después giró a la derecha para enfilar Torget; el mercado del pescado se distinguía a unos cien metros. Aun siendo sólo las ocho de la mañana, ya se veía ajetreo. Llevaba una hora abierto.
—¡Hola! Me llamo Lucía; soy amiga del inspector Hidalgo. ¿Podría hablar con él?
—¿Amiga del inspector? ¿Y tiene mi número y no el suyo?
—Es una larga historia...; por favor, necesito hablar con Esteban.
—Un momento: voy a ver si ha llegado...
Noelia aguardó con impaciencia durante un par de interminables minutos. Luego oyó por fin la voz de Esteban, un amigo en quien confiar... Con sólo escucharlo recuperó la esperanza, vislumbró el cabo al que poder asirse, la salvación para escapar de la deriva.
—Lucía, ¿qué ocurre?
—Esteban..., no tengo mucho tiempo. Óyeme bien: ¡Samuel está vivo!
—¿Cómo? Pero... eso no puede ser. ¿Dónde estás?
—Viajé hasta Noruega siguiendo un impulso. Descubrí que la versión oficial del accidente era un engaño y que en realidad estaba secuestrado por una organización criminal de alcance internacional —Noelia intentaba, con la emoción contenida, aclarar en pocas palabras algo que era realmente inexplicable—. Hemos conseguido escapar de puro milagro, pero estamos en peligro: nos buscan por todo el país.
—Contactaré con la policía y con nuestro personal diplomático; ¿en qué lugar os encontráis?
—No, Esteban, pueden no ser de fiar. Esta organización posee agentes infiltrados por todo el mundo, España incluido. Su poder de control y manipulación es ilimitado; no debes siquiera contarlo a tus superiores... ¡Dios mío, no sé cómo podrás ayudarnos!
—Cálmate Lucía —dijo Esteban intentando transmitir serenidad—, llevaré este asunto personalmente. Buscaré alguna solución..., aunque tenga que procurar pasaportes falsos y tomar un vuelo para llevároslos. ¿Dónde os ocultáis?
—Estamos en el Hotel Radisson Blu Norge de Bergen, habitación 105 a nombre de Noelia Sánchez.
—Bien, no os mováis de allí. Os llamo en una hora.
Noelia suspiró en cierto modo aliviada; disponer de documentación falsa para huir de allí podría ser la mejor posibilidad. Lo malo era que eso no iba a resultar rápido. En primer lugar convendría que se hicieran una fotografía con su actual aspecto y que le mandaran una copia por correo electrónico. No es que fuese necesario, pero en esos momentos presentaban una imagen bien distinta de la que Esteban pudiera obtener a partir de antiguos documentos, y eso en un control meticuloso seguramente levantaría suspicacias. Además, era más que probable que cuando se dispusieran a abandonar el país sus fotografías estuvieran expuestas en todos los lugares públicos. Era un riesgo hacerlas coincidir con la de los nuevos pasaportes, por más que los nombres no fuesen los mismos. Luego, aunque se moviera con rapidez, Esteban necesitaría tiempo para preparar los pasaportes. Todo ello contando con que realmente pudiera hacerlo y estuviese dispuesto a comprometer su carrera profesional perpetrando un delito que pudiera llevarlo directamente a prisión. Por último, debía tomar un vuelo hasta Bergen. Demasiadas horas, puede que días... y no disponían de tanto tiempo. ¿Hasta cuándo podría mantenerse oculta su verdadera identidad? ¿Habrían intentado sonsacar esa información a Bermúdez? El viejo Eugenio los habría mandado a hacer gárgaras..., ¿o tal vez no? Al fin y al cabo, ella le había pedido encarecidamente que publicara el último relato de Lucía Tinieblas para mostrar a todos sus lectores su verdadera historia... No, definitivamente no; Eugenio Bermúdez no atendería las demandas de nadie solicitando datos sobre su persona, aunque lo pidiera un policía con una orden judicial. Podría tranquilamente responderle que se metiera la orden por el culo. Además, conocía lo suficiente a Bermúdez como para saber que no era de los que arrojaban la toalla a la primera. Antes de que el relato entrara en máquinas, aniquilando para siempre a Lucía Tinieblas, la volvería a llamar para intentar disuadirla. De hecho, era más que probable que su desconectado —y fenecido, porque por motivos de seguridad no volvería a encenderse— teléfono guardara sus llamadas. En cualquier caso, no estaría de más contactar con Bermúdez y pedirle que destruyera el relato, pues ni su silencio ni la fiel discreción de Margarita garantizaban nada: RH tenía poder suficiente como para cerrar de un plumazo todas las oficinas del grupo editorial y registrar cada milímetro de sus dependencias. Pero llamar a Bermúdez o a la redacción entrañaba su riesgo: los teléfonos podrían estar pinchados...; sin embargo, sentía necesidad de hacerlo. No sólo por intentar proteger su identidad, era... una oscura sensación, el presentimiento de que algo no iba bien por allí.
Se mantuvo durante varios minutos apostada junto al teléfono público, tentada de llamar, decidida a hacerlo... Estaba buscando una excusa, alguna forma de que su conversación pasara desapercibida a un extraño. Podría hacerse pasar por una sobrina de Bermúdez y decirle algo así como: «He cambiado de idea, tío Eugenio, no me caso; quema la invitación que te di». Él reconocería su voz enseguida y comprendería sus instrucciones.
Estaba marcando el número de la oficina cuando lo sintió de nuevo: ese espacio vacío llenándose de energía justo a su lado, esa sensación de compañía, ese aliento invisible cargado de cariño...; la seguridad de tener alguien a su lado, ¡alguien que ya no estaba en este mundo!
Sus manos temblorosas dejaron de marcar y el llanto brotó de sus ojos. Sabía que Eugenio Bermúdez estaba a su lado, notaba su presencia, el calor de su bondadosa alma abrazando la suya... «¡Esos salvajes monstruos lo han matado!», se dijo entre sollozos.
Compungida, inició el regreso al hotel poseída por un miedo atroz, la angustia de saber que todos sus conocidos corrían peligro: Marta, Esteban, Margarita, el Sr. Bernal... ¡Flenden era un psicópata sin escrúpulos capaz de cualquier cosa! Y no podía contactar con ellos para prevenirlos sin comprometerlos aún más. «¡Marta, por Dios que no le hagan daño a Marta! Ella no sabe mi verdadero nombre, ni siquiera dónde estoy. Está convencida de que me encuentro en Kenia... Ella no sabe nada; se darán cuenta enseguida de que no sabe nada. Esto es una locura... ¿Y Esteban? ¡Va a arriesgar su vida por nosotros!» Se arrepentía de haberlo involucrado y, sin embargo, sabía que su esperanzadora llamada era lo único que les quedaba. Se acordó de la noche en que se conocieron en el
90 por ciento
, su seductora sonrisa, su afectada labia... y, de repente, su cuerpo se paralizó como si un rayo aparecido en un cielo claro la hubiera fulminado. En una fracción de segundo desfiló por su mente una sucesión de imágenes y sensaciones aterradoras: su descarada egolatría, su aire de superioridad, la importancia que le daba a su cargo, su falsa galantería con las mujeres, la extraña indiferencia ante la noticia de que Samuel seguía vivo, la exigua emoción que percibió en sus palabras, la escasez de preguntas, la poca sorpresa que le produjo oír tan rocambolesca historia, la insistencia por conocer su paradero... y aquellas palabras oídas a la edad de siete años, justo después de haber dado mate: «...no te fíes de todo lo que veas o escuches; por más evidente que parezca, siempre hay una posibilidad de que sea mentira; en la vida sólo puedes confiar plenamente en muy pocas personas...»
El espectro de un grito agónico escapó a duras penas de su acongojada garganta: «¡No! ¡Samuel!» Luego corría como nunca en su vida camino del hotel, delatando su presencia con su desenfrenado impulso, sorteando a vehículos y a transeúntes, temerosa de no llegar a tiempo. Efectivamente, justo había alcanzado la calle Smástrandgaten cuando un Volvo V70 blanco la adelantó a toda velocidad; la palabra
POLITI
en el lateral y la dirección que llevaba el vehículo confirmaron su horrible sospecha. Se detuvo jadeando, mirando a su alrededor sin saber qué hacer. En ese instante vio cómo otro coche patrulla tomaba la calle Olav Kyrres. El corazón le iba a estallar: era imposible llegar antes que ellos. En una peligrosa maniobra se volvió para regresar al Fisketorget. Una motocicleta estuvo a punto de arrollarla. Corrió con tanta desesperación que no se concedió tiempo ni para respirar. El teléfono estaba libre. Atropelladamente sacó la tarjeta del hotel que había guardado en el bolsillo y, haciendo un encomiable esfuerzo para no evidenciar que estaba casi sin aliento, pidió que la pasaran con la habitación 105. El tono de llamada sonó por fin, una vez, otra... —«Vamos, Samuel, vamos, soy yo, coge el teléfono, soy yo, amor mío...»—, una vez más... Noelia se aferraba al auricular, empapada en sudor, flotando entre la esperanza y la desesperación. Un tono más la hizo casi desfallecer. Por fin, Samuel decidió levantar el auricular justo cuando estaba a punto de completarse el quinto tono.
—Hello?
Con la voz ahogada por la irritación que atenazaba su garganta, Noelia alcanzó a decir:
—¡Huye, Samuel, están en el hotel! ¡Huye!
Esteban Hidalgo era inspector de carrera. Juró el cargo con sólo 26 años y se incorporó al Cuerpo sin haber vestido con anterioridad el uniforme de policía, sin haber vivido el día a día de la profesión. No había tenido que jugarse la vida deteniendo a peligrosos delincuentes, ni soportar durante interminables noches el nauseabundo hedor que impregna los calabozos. No tuvo que oír los insultos que emanan de la chulería del drogadicto, ni arrimarse a un vagabundo infestado de piojos, ni lidiar con la torpe movilidad del borracho bañado en vómitos; sólo tuvo que aportar las credenciales de su carrera universitaria y estudiar plácidamente las oposiciones en casa, mientras que otros, los inspectores por promoción interna, necesitaron trabajar como policía un mínimo de dos años para optar a una plaza de oficial, después de aprobar debieron aguardar tres años más para presentarse al puesto de subinspector y, en el mejor de los casos, se vieron obligados a esperar otros tres años para optar a la categoría de inspector. Ocho años de sacrificio mamando las miserias de la calle, aquellas que nadie quiere a su lado, las que despreciamos sin valorar en su justa medida el trabajo de los que luchan a diario para que no traspasen la barrera de nuestra cómoda existencia...; ocho años que Esteban se había saltado de un plumazo.
Esta circunstancia hizo que al principio no lo miraran con buenos ojos, pero gracias a su carácter abierto, la abnegada lealtad que demostraba a sus superiores y la condescendencia que mostraba con sus subordinados, había conseguido granjearse poco a poco la confianza y la amistad de todos.
Llevaba dos años trabajando de inspector, primero como coordinador de servicios y, desde hacía seis meses, como jefe de un grupo de investigación adscrito a la Unidad Central contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales de la Comisaría Provincial de Cádiz. Su vida era feliz: era joven, tenía un buen puesto, estaba satisfecho con su trabajo... y triunfaba con las mujeres; ¡qué más podía pedir! Sólo una cosa podría colmar su dicha: un ascenso. Pero la posibilidad de satisfacer de inmediato sus ambiciosas aspiraciones de promoción resultaba ser una completa quimera, algo irreal, imposible de materializar. Sin embargo, un milagro estaba a punto de caerle del cielo...