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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (31 page)

BOOK: El eterno olvido
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Prueba nº 9:

¿Cómo salir del túnel?

Tiempo de resolución: Mientras aguantes con vida

Samuel se resistía a dar credibilidad a lo que acababa de leer. Había imaginado múltiples supuestos para intentar esclarecer el misterio de su confinamiento hasta que el último de ellos, el más absurdo quizá de todos, cobraba vida ante el estupor de sus desorbitados ojos. No podía ser cierto lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo un concurso publicitado abiertamente por Internet, en el que habían participado cientos de miles de personas, se atrevía a incluir una prueba tan cruel e inhumana? ¡Podría haberle provocado ya un fallo multiorgánico! Su reacción fue, si cabe, aún más colérica que la anterior:

—¿Os dais cuenta de lo que estáis haciendo? ¡Voy a demandaros por esto! ¡Sacadme inmediatamente de este maldito agujero!

Pero no hubo respuesta. Samuel se mantuvo expectante, moviéndose de un lado para otro, sin dejar de maldecir y lanzar improperios y amenazas. Su impaciencia se desbocaba a medida que transcurrían las horas, hasta que comprendió que no llegaría ninguna respuesta, que esos lunáticos estaban dispuestos a llegar hasta el final. La indicación del panel reflejaba la diáfana realidad del fatídico ultimátum: «Tiempo de resolución: Mientras aguantes con vida». La disyuntiva era clara: encontrar la forma de salir de allí o morir.

Samuel había conseguido descubrir el enigma de su encierro, mas la situación no había mejorado..., ¿o tal vez sí? Había rastreado palmo a palmo todo el muro perimetral del túnel y no existía ninguna puerta. Las rendijas que separaban los distintos bloques de hormigón no se diferenciaban las unas de las otras, lo que hacía suponer que, con toda seguridad, un sistema hidráulico habría desplazado el bloque por el que fue introducido allí. Era inútil que siguiera buscando porque no iba a encontrar una palanca que accionara el mecanismo, así que la clave debía estar en los paneles empotrados en los muros. Eran teclados dispuestos para validar una respuesta. ¡Necesitaba conocer la pregunta!

Poco a poco se fue calmando, consciente de que no estaba en condiciones de imponer nada y que haría mejor en seguirle el juego a esos peligrosos perturbados.

—De acuerdo, continuemos con el juego —dijo en voz alta—. Es evidente que debo transmitir una respuesta a través del teclado. Díganme, por favor, cuál es la pregunta.

De nuevo la callada por respuesta. Esperó unos minutos y volvió a solicitar la pregunta de la novena prueba, pero seguían sin hacerle caso. Continuó a la espera, veinte minutos, una hora... hasta que volvió a perder los nervios.

—¡Malditos cabrones! ¿Queréis plantearme ya la puta pregunta?

Todas sus propuestas, ruegos, exigencias, amenazas o insultos fueron en vano. O la pregunta estaba implícitamente formulada o debería buscar la forma de hacer que apareciera en uno de esos cuadros informáticos. Debía volver a intentarlo con las teclas y se le había ocurrido una idea que podría funcionar: la siempre socorrida y eficaz reducción al absurdo, la misma que ya le reportó éxito con la prueba número tres, pero antes tenía algo que hacer...

Regresó al vehículo y se sentó a esperar. Transcurrieron cuatro interminables horas, luego desconectó el climatizador y apagó el motor del coche. Le quedaban poco más de dos litros de carburante, suficientes para dar una última vuelta al túnel, si fuese necesario. Luego aguardó, por espacio de unos cuarenta minutos, a que cayera la última gota de agua procedente de la condensación. Con decisión rescató de los bajos del coche a su querida trolley y hundió la cabeza en el bendito abrevadero, dispuesto a dar buena cuenta de todo el agua que había recolectado. Más prudente hubiese sido beber sólo una parte, pero... ¡no se fiaba de dejar tan preciado tesoro al alcance de sus maniáticos secuestradores!

Las teclas seguían encabezonadas en mantener su indescifrable funcionalidad, iluminándose al ser elegidas y ensombreciéndose cuando la preferencia pasaba a una compañera. Sin embargo, Samuel creía saber ahora el significado de esa pauta de actuación: pensaba que si accionaba las teclas correctas en el orden apropiado irían quedándose encendidas hasta completar la palabra clave que le conduciría a la resolución de la prueba. En el primer intentó iluminó la
K
. Acto seguido pulsó la
A
... y la esperanza de una rápida resolución se desbarató al momento; había pensado que la palabra clave podría ser
Kamduki
—sin percatarse de la inviabilidad de su intento, pues esa palabra tenía dos K—. Ahora le quedaba probar todas las combinaciones posibles de teclas, una tarea laboriosa y, sobre todo, agotadora para alguien extremadamente debilitado por el ayuno, pues sólo para encontrar la primera secuencia de dos teclas correctas de entre las 36 para combinar (26 letras del alfabeto inglés más las diez unidades numéricas) existía la friolera de 1.260 posibilidades distintas. Una vez localizados los dos primeros signos todo sería mucho más sencillo, pues para encontrar el tercer elemento de la palabra clave bastaría con ir probando con cada una de las 34 teclas restantes. Comenzó con determinación:
AB
,
AC
,
AD
… hasta llegar una hora y media después, completamente descorazonado, al par Z9, último de todos los posibles. El mundo se le vino de nuevo abajo... y cada vez tenía menos fuerzas para levantarse.

La reducción al absurdo no había funcionado; la suerte de golpes que propinó a la máquina tampoco. ¡No funcionaba nada! Y cada vez se encontraba más débil, sin ideas, agotado, en una situación extremadamente surrealista donde su propio espíritu parecía querer abandonarlo... Ya no sabía qué pensar ni qué hacer, porque ni aun conociendo la palabra clave tendría forma de validarla en los paneles electrónicos. Regresó al coche para tumbarse en los asientos a reflexionar, buscar otro enfoque, centrarse en el insulso enunciado, dejar la mente en blanco e intentar adoptar el punto de vista más simple, como Noelia le había enseñado. Y así pasaron las horas, incapaz de encontrar la solución, hasta que, definitivamente, arrojó la toalla.

Se ensimismó recluyéndose en el vehículo, del que tan sólo salió en un par de ocasiones para orinar en la trolley. Ni tenía fuerzas para caminar, ni había nada que escudriñar por los alrededores. Su mente ya no buscaba respuestas, porque no tenía lucidez para emprender ningún razonamiento lógico en un lugar donde todo era ilógico. Sus captores eran unos locos asesinos que estarían divirtiéndose con su padecimiento, o grabando cada secuencia para montar luego una novedosa película snuff sin violencia, donde el protagonista principal iba muriendo poco a poco entre episodios de locura, o... ¡quién sabe!, igual estaba sirviendo de cobaya en un siniestro experimento. Sea como fuere, detrás de todo ese tinglado debía haber gente gorda involucrada, puede que incluso altos cargos públicos... No había nada que hacer porque jamás saldría vivo de allí, resolviera o no la prueba. Sólo Noelia lo estaría reclamando, y ella no podía hacer nada sola... si es que no la habían ya liquidado para que dejase de preguntar. Por tanto, continuar luchando sólo hacía prolongar su sufrimiento.

Pronto se iba a cumplir el quinto día de su encierro en el túnel. Hacía ya mucho que no probaba líquido. Su orina aguardaba a escasos metros y aún disponía de un par de litros de gasolina en el depósito, vitales para conseguir un poco más de agua por condensación. Pero había abandonado las ganas de vivir. Se sentía extenuado y sólo quería que todo acabara de una vez. Con la pizca de energía que le quedaba se incorporó al asiento del conductor. Estaba decidido y no había vuelta atrás: salir o morir. Se ajustó el cinturón de seguridad, arrancó el motor y pisó el acelerador hasta el fondo. Era consciente de que disponía de poco carburante... y no quería fallar. El coche iba tan rápido, y su visión era tan borrosa, que sólo de milagro conseguía mantenerse en el trazado de la calzada. El objetivo era uno de los paneles electrónicos y debía elegir cuál de ellos para jugarse el todo por el todo. Y tenía que ser ya. Pensó que quizá detrás podría haber algo. Decidió embestir contra el primero que apareciera tras la pantalla luminosa que bajó del techo.

El impacto fue brutal, atronador. El cuerpo de Samuel se sacudió violentamente a la par que el airbag se activaba y el cinturón de seguridad absorbía parte de la energía del choque. La poderosa carrocería del vehículo quedó frontalmente destrozada. Instantes después el airbag se desinflaba casi por completo y Samuel acertaba a entreabrir someramente los ojos, esforzándose en su desfallecimiento por captar alguna consoladora imagen entre el amasijo de hierro y cristales. Su último aliento de esperanza expiró cuando comprobó que el objetivo sólo había sido alcanzado de refilón y que el hormigón armado había resistido la feroz acometida.

Horas después del impacto continuaba atado al asiento. Había perdido por completo el sentido de la orientación y la noción del tiempo. Su cuerpo ardía de fiebre. Noelia le preguntó por su escritor favorito y él le dijo que no tenía ninguno, que no había leído muchos libros, pero recordaba una cita de John Donne incluida en el famoso libro de Hemingway,
Por quién doblan las campanas
, que le encantaba. Noelia simuló no conocerla y le pidió que la recitara, y él lo hizo entonces y lo volvía a hacer ahora en un susurro ahogado:

Nadie es una isla, completo en sí mismo;

cada hombre es un pedazo de continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra,

toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio,

o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

La muerte de cualquier hombre me disminuye

porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente,

nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.

Veía su vida reflejada en aquel siniestro túnel. Tantos años circulando sin rumbo fijo, guiado por las líneas de la quimérica búsqueda de una idealizada comodidad, sentado plácidamente al volante de su egoísmo, conduciendo sin saber por qué, sin percatarse de que volvía a pasar una y otra vez por el desgastado asfalto de los mismos errores... ¡Toda su existencia atrapado en la misma carretera, sin destino, sin sentido...!

La vida es como un largo y negro túnel donde nos empeñamos en no ver la luz...

Noelia seguía a su lado; a veces no la veía pero sabía que estaba allí. Él le pidió que le repitiera los versos de Antonio Machado a los que había aludido unos días atrás cuando hablaba de la caridad del alma. Ella lo hizo gustosa y le obsequió con otros no menos bellos. Los recordaba perfectamente, pero le faltaba fuerzas para recitarlos. Con muchos esfuerzo, en un quejido imperceptible logró hacerlo:

Anoche cuando dormía

soñé ¡bendita ilusión!,

que era Dios lo que tenía

dentro de mi corazón.

Ya no había dolor; se sentía en paz consigo mismo, henchido de Amor... Instantes después había muerto.

Capítulo 23

Los tiempos cambian. El paraguas, indiscutible rey de los objetos olvidados durante décadas, que había sabido defender su trono de los continuos envites de las llaves, los encendedores o las gafas de sol, se había visto incapaz de frenar el imparable impulso del teléfono móvil. Este singular aparato debe su liderazgo en la lista de objetos que más se olvidan a su universalidad —casi todo el mundo posee un móvil—, a su versatilidad y a su poder de adaptación al medio: no le afecta el horario, el lugar geográfico o el clima; por tanto, se olvida igual en la playa que en la oficina o en el bar. Noelia dejó el suyo en Madrid, en la habitación del hotel donde se alojó el viernes. No era la primera ocasión que olvidaba su teléfono móvil, pero sí la que más rabia le dio. Samuel, al igual que ella, estaría viajando durante toda la mañana del sábado. Luego le aguardaba una tarde-noche muy ajetreada, pero estaba convencida de que la llamaría en cuanto pudiera escaparse un instante de sus anfitriones, para hacerla partícipe de su alegría... y ella no podría contestar. De hecho, no podría disponer del teléfono antes del martes, pues el hotel no se lo enviaría por mensajería urgente hasta el lunes. Y eso era demasiado tiempo sin hablar con Samuel, máxime en aquel glorioso momento.

Llegó un poco tarde a casa y no vio conveniente telefonear a Marta para ver si tenía el número de Samuel. Estaba un poco enfadada consigo misma: hacía una semana que su mejor amiga había enterrado a su padre y no se había preocupado de dedicarle el tiempo que merecía y que seguramente demandaba en silencio. Cierto es que no resultaba fácil cambiar los roles y pasar a ser protectora en lugar de protegida, pero la situación lo requería. Marta le había dado muestras de entereza, asegurando que hacía mucho que tenía asumido el inevitable desenlace. Incluso reconoció proseguir su ritmo habitual de vida; es más, probablemente a esas horas estaría disfrutando de la noche, dando de qué hablar a las chismosas bocas por contravenir el tácito luto sugerido por la sociedad. Pero ella la conocía como nadie y sabía que en el fondo de su ser la pena era inmensa, y que las sólidas murallas exteriores de su conducta camuflaban la languidez de su dolorida alma.

El número de Esteban también había quedado atrapado en su móvil, así que pensó que lo mejor sería entrar en Internet y ver si tenía suerte con alguno de los dos. También podía ocurrir que Samuel se conectara desde su hotel, al comprobar que no era posible contactar con ella por teléfono. No descartaba que estuviera inquieto después de lo acontecido la semana anterior, y eso sí que le preocupaba: pensar que igual él no estaría disfrutando plenamente de su mágica noche temiendo que ella pudiera estar sumida en otra de sus crisis. ¡Lo que puede ocasionar el simple olvido de un teléfono móvil!

Estuvo leyendo hasta las tres de la madrugada. Ni Marta, ni Esteban ni Samuel se conectaron. Antes de apagar el ordenador envió un mensaje a Samuel explicando lo sucedido e indicándole el número de su teléfono fijo, especie en vías de extinción pero habitual aún en casi todos los hogares. Si transcurría la mañana del domingo sin haberse puesto en contacto con ella, hablaría con Marta. Seguro que su amiga guardaba el número en su agenda; en caso contrario, lo conseguiría de inmediato a través de Esteban. Iría a verla a su casa: quería encontrar la ocasión para contarle su historia, decirle la verdad sobre su vida. Sin embargo, fue Marta quien acudió a visitarla...

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