El procedimiento seguido para apearse era idéntico al que emplearon para subir. Así pues, las plataformas interiores jamás dejaban de girar. Operaba entre los bloques una imperceptible franja de aire inducida por un campo de fuerza, que impedía el contacto entre ellos, al modo de la tecnología empleada por los trenes Maglev de levitación magnética. Desplazarse por allí era como montar en una pequeña embarcación y dejarse arrastrar por los infinitos ramales de un riachuelo en calma, aprovechar el silencio y dormitar para, al cabo de unos minutos, descubrir que te encuentras justo en el paraje donde pretendías llegar. Pero aquello no era precisamente un remanso de sosiego en una apartada arboleda a la orilla de un río...
Las inmensas naves o secciones en que se dividía la plaza se revestían de cristal por todos los costados, aunque los techos permanecían descubiertos. En medio de aquel transparente bosque de vidrio pululaban aquellas fantasmagóricas figuras. No eran imágenes aterradoras ni mucho menos, de hecho se comportaban como personas corrientes en sus jornadas de trabajo: dialogaban entre ellas —en un tono sorprendentemente humano—, se reunían en nutridos grupos de trabajo y manipulaban los ordenadores con la energía que transmitían a través del inmaterial contacto. Nadie podría dudar que actuaban con absoluta normalidad, sólo que... estaban desprovistas de carne y hueso. Ocasionalmente pudo Samuel distinguir alguna persona real, pero esta circunstancia resultaba ser una excepción, pues la proporción de imágenes incorpóreas con respecto a personas auténticas podría ser de cincuenta a una.
No tardaron mucho en llegar a su destino, aparentemente una sección como otra cualquiera. El interior estaba formado por un laberinto de oficinas, salas de reuniones y despachos, separados también por paredes de vidrio, aunque de distintas tonalidades éstas. El grupo entró en una dependencia con cristales tintados que protegían de la curiosidad exterior. Parecía tratarse de una sala destinada a reuniones informales: unos cómodos sillones y una máquina de café así lo atestiguaban. Nicholas Flenden ofreció un café a Samuel y le invitó a sentarse para departir con tranquilidad. A continuación comenzó a hablar con suma cordialidad. Sus minúsculos ojos brillaban mientras sonreía. Intentaba transmitir confianza, pero con esa fingida actitud sólo conseguía infundir una mayor preocupación en Samuel, que empezaba a intuir alguna maquinación siniestra. La sonrisa forzada de su secuestrador ocultaba por completo su dentadura. Samuel se percató de esa particularidad y se estremeció al imaginar que su boca seguramente escondería afilados colmillos de lobo y que sería devorado en breves instantes. Una semana atrás se habría reído de tan ridículas figuraciones, propias de una vulgar película de terror, pero desde que entró en el túnel la realidad superaba con creces la ficción más retorcida.
—Esto es el futuro, querido Samuel, nuestro presente es el futuro de las personas corrientes —Flenden se detuvo unos segundos para sondear la reacción de su interlocutor; sin dejar de observarlo, saboreó con placer su café—. El conocimiento que el mundo exterior tiene de la luz es aún muy limitado. En realidad, la opacidad total no existe, aunque podamos creer que es así cuando nos hallamos inmersos en la oscuridad. Las placas que puedes contemplar sobre tu cabeza capturan la luz solar que se filtra por la tierra. Del espectro total de radiación electromagnética proveniente del sol, el sistema selecciona ciertos fotones, amplificando unos y transformando otros. Como consecuencia podemos disfrutar de la mejor y más saludable luminosidad. Pero además se alcanza otro objetivo más importante si cabe: dar soporte energético a este fantástico despliegue de seres que tú ingenuamente has llamado... espíritus. Nada de eso, querido Samuel; ni fantasmas ni sucedáneos. Lo que ves son viajes virtuales de un formidable realismo, auténticas proyecciones astrales sin más cordones de plata que las unan a los cuerpos materiales que la tecnología; tienes el privilegio de admirar la más portentosa revolución de los medios de locomoción. Viajar físicamente es costoso y lento. ¿Cuántas horas tardaríamos en llegar a Nueva York? Ahora podemos desplazarnos a cualquier lugar del mundo en sólo unos segundos. En realidad estas personas se hallan en sus hogares, encerradas en unas cabinas especiales programadas con las coordenadas de este lugar. Acuden aquí para cumplir con su trabajo. Cuando se estime conveniente se mostrará esta innovación al mundo. Entonces no hará falta realizar un largo viaje para asistir a un congreso. Hasta las videoconferencias quedarán obsoletas; bastará con levantarse un poco antes e introducir las coordenadas adecuadas en la cabina. Tan simple como eso y la gente podrá pasear por las instalaciones, conversar con los colegas...; en definitiva, proceder como si efectivamente estuviera a miles de kilómetros de distancia, dejando al margen los placeres terrenales, claro está.
Nicholas Flenden hizo una nueva pausa. Su rostro iluminado se clavó en el de Samuel; parecía estar aguardando un comentario.
—¡Todo esto es grandioso, extraordinario! —exclamó Samuel, aprovechando la oportunidad para intentar iniciar un diálogo.
—Sólo es una pequeña muestra de las maravillas tecnológicas que hemos desarrollado. Estas proyecciones pueden actuar por encima de la capacidad de visión del ojo humano y a una distancia de las placas de hasta cinco kilómetros. No te puedes imaginar cuán grande es nuestro conocimiento del cosmos, de la materia, de la biología...
—¿Puedo hacerle una pregunta, Sr. Flenden? —se aventuró Samuel.
—Adelante.
—¿En qué consiste el trabajo de esta gente y cuál es mi papel en esto? Yo simplemente participé en un concurso.
—Tú ya no existes, ni yo, ni nada de cuanto ves aquí. «Esse est percipere et percepi».
Samuel no pudo disimular la confusión en su rostro.
—¿No sabes latín, verdad? —continuó Flenden—. ¿Ni siquiera una frase tan célebre como ésta? Empirismo puro, querido Samuel; la propugnó George Berkeley hace trescientos años: «Ser es percibir y ser percibido». Nosotros captamos cuanto acontece; sin embargo, nadie nos puede percibir. Controlamos, dirigimos, disponemos..., pero no existimos para los demás. Somos lo más cercano a lo que una persona corriente consideraría como Dios. No acabas de comprender la magnitud de cuanto tienes delante. Estas personas son las mejores; están minuciosamente seleccionadas. Nosotros hemos detectado sus cualidades y las rescatamos de la vulgaridad en que vivían: han dejado de formar parte de la morralla para integrar la élite; somos el grupo más selecto de la raza humana, el que garantiza la pureza del intelecto, el que dibuja los designios del futuro, el que sobrevivirá a cualquier catástrofe. La imagen que tú tienes del mundo no se corresponde con la realidad; la mayor parte de los acontecimientos más relevantes se gestionan aquí. Esto incluye asuntos tan importantes como la distribución de la riqueza o los conflictos bélicos. RH se expande por todos los rincones: cuidamos con esmero de aupar a personas de nuestra confianza a los principales cargos políticos, procurando así que los gobiernos de las naciones más poderosas actúen bajo nuestro beneplácito. Protegemos a la humanidad, querido Samuel, velamos por ella.
Samuel se estremeció ante aquellas palabras: aquel hombre le estaba haciendo ver que una organización supranacional controlaba el mundo, lo manejaba a su antojo... ¡y la evidencia de los últimos acontecimientos acreditaba que el escenario moral donde se movían se decoraba de pérfidas intenciones! Sin estar convencido de cómo proceder, optó por mostrar un punto de vista inocente, pensando que si ellos pretendían engañarle, la postura más inteligente podría ser dejarse engañar:
—No sé qué decir..., ¡esto es realmente fantástico!; es el prototipo de planeta unido que todos deseamos: acabarán con las guerras, con las desigualdades... Si todos los países se unen no habrá fronteras, todos los seres humanos tendremos las mismas oportunidades.
Nicholas Flenden lanzó al aire un exasperado suspiro y miró a sus secuaces con un gesto de impaciencia, como cuando un profesor se desespera ante la incapacidad del alumno rezagado para comprender una explicación sumamente sencilla. Cerró los ojos un instante para reinicializar los parámetros diseñados para la entrevista, luego se volvió a Samuel con el mismo tono fraternal:
—Querido Samuel: no estamos en la morada de las teleñecos. ¿Realmente crees que se puede alcanzar un mundo ideal donde todos convivamos felices? Si no existieran guerras, desastres, hambre, enfermedades..., si la gente no pereciera, ¿se podría disponer de recursos suficientes en la Tierra para todos? Somos siete mil millones de habitantes, de los cuales más de mil millones padecen hambre. Claro que las cifras conmueven, no es agradable aceptar que cada año mueran diez millones de personas víctimas de la inanición, pero, ¿en cuánto aumentaría la superpoblación si actuáramos en el tercer mundo? No hay sitio para todos; el sistema no permite disponer de un espacio confortable para todos. Es más, debemos ocuparnos de que el equilibrio se mantenga. Por desgracia para la existencia, la muerte es lo que mantiene la vida en este planeta: el sacrificio de unos resulta indispensable para la supervivencia de otros, al igual que si queremos criar unos perros ejemplares, fuertes y sanos, no podemos permitir que la madre amamante a una camada numerosa. La vida de todo el reino animal de este planeta se sustenta en la muerte despiadada. ¿Son culpables las hienas por devorar vivas a sus presas? Su dentadura no les permite otra opción y necesitan alimentarse y hacer lo propio con sus cachorros. ¿Acaso cuando te comes una chuleta de ternera piensas con remordimiento en el sacrificio del pobre y tierno animal? ¿Somos nosotros los responsables de que no haya vida sin muerte? ¿Debemos culparnos de los defectos intrínsecos del mundo sin ser sus creadores? La sabia naturaleza selecciona por sí sola y nosotros no debemos violar este principio general de la vida; toda la humanidad no puede ser fuerte porque entonces nos obstaculizaríamos los unos a los otros, depravando las virtudes de nuestra propia especie. No puede existir bienestar para el conjunto de los seres humanos. Si todas las personas disfrutaran de abundancia de recursos, ¿quién trabajaría?, ¿quién te serviría una botella de vino?, ¿quién lo iba a envasar?, ¿quién cultivaría la tierra para obtener las uvas? Las grandes multinacionales obtienen pingües beneficios porque contratan mano de obra barata; sin ellos el sistema se colapsaría. Necesitamos gente pobre, Samuel, ¿o acaso tú estarías dispuesto a renunciar por completo a tu desahogado estatus económico y social, en un encomiable derroche de filantropía, para solidarizarte con la totalidad de personas necesitadas?, ¿estaría dispuesto a ello la burguesía del siglo XXI?, ¿y la población rica: querría vivir sin lujos, desprenderse de su fortuna para ayudar al prójimo? ¿Francamente puedes sostener que estaríamos todos decididos a acondicionar nuestra cómoda existencia a un comunismo equitativo donde un astuto dictador con cara de ángel pretenda hacernos creer que todos somos iguales, que todos aportamos por igual a la sociedad, el vago, el oportunista, el codicioso, el débil, el malvado...? No te engañes a ti mismo, Samuel, no te engañes... Ciertas cosas deben seguir su curso natural: nosotros no debemos erradicar la pobreza ni combatir las enfermedades; cometeríamos una terrible negligencia si dispensáramos vacunas para el sida o el resto de enfermedades que tantas víctimas provocan en los países subdesarrollados.
Hasta entonces Samuel había conseguido refrenar su instintivo y connatural deseo de arremeter dialécticamente contra cualquier argumento ridículo o falaz, en parte porque necesitaba mantener la calma y la discreción para intentar salir airoso de aquel singular trance, pero en cierto modo —reconoció avergonzado— porque había llegado a pensar que podría ser veraz el razonamiento plasmado en tan elocuente discurso. Por un momento sintió repugnancia de sí mismo por su vacilación: ¡ese ser grotesco le estaba intentando convencer de que era necesario dejar morir de hambre a las personas y ahora le decía que guardaban sin utilizar una vacuna contra el sida! Su vehemencia reprimida no pudo contenerse más:
—¿Tienen una vacuna para el sida? —preguntó exaltado—. ¡Cada año mueren dos millones de personas por esa enfermedad; hay treinta y cinco millones de afectados en el mundo!
Flenden arqueó sus pobladas cejas. La serena expresión de su rostro mudó en una clara muestra de que su escasa paciencia había llegado al límite. Samuel comprendió ipso facto que su impetuosa reacción no había hecho más que menguar sus chances de escapar con vida de aquella prisión subterránea. Súbitamente, le sobrevino un pavoroso sobrecogimiento: ¿sería cierto que los dirigentes de los países más poderosos del mundo formaban parte de una intrincada red de peligrosos preconizadores de una nueva demagogia nazista para la selección de una raza intelectualmente superior, capaz de manejar el destino de todas las personas alentando a los implacables jinetes del Apocalipsis a proseguir cabalgando y sembrando la desgracia en cada palmo de tierra que pisan?
—Tenemos remedio para el sida —dijo en tono grave, el suyo habitual que ya no abandonaría a lo largo de la entrevista—, y para el cáncer, y para la mayoría de las enfermedades, pero tu capacidad cerebral no alcanza a entender cuanto te digo... o no te quieres realmente enterar. ¿Acaso el mundo no conoce ya remedio para otras enfermedades? ¿Desconoces que la misma cantidad de personas que fenecen al año a causa del sida lo hacen por la tuberculosis cuando existe una vacuna efectiva en el mercado desde hace casi un siglo? ¿Se te olvida que cada año un millón y medio de niños agonizan hasta la muerte a causa de una simple diarrea? ¿Te alteras por ello? Así que deja a un lado tu maloliente hipocresía y vayamos directamente al grano...
Como ya te he hecho saber, Raza Humana sólo admite dos tipos de personas: aquellos que nos son útiles por su dinero o por su situación de poder y los adscritos al programa GHEMPE. A estos los elegimos con suma atención. Para ser candidato no sólo se debe demostrar unas cualidades intelectuales excepcionales; también es preciso cumplir un determinado perfil: buscamos personas preferentemente jóvenes, independientes, sin esposa, padres o hijos a los que echar de menos, disciplinados, responsables, consecuentes, decididos... Nuestro departamento de reclutamiento trabaja incansablemente en todos los terrenos, analizando desde las calificaciones en las distintas facultades hasta las pruebas psicotécnicas de acceso en las oposiciones. Diseñamos
Kamduki
para buscar personas ingeniosas, sagaces, avispadas... y hemos preseleccionado a unas decenas de candidatos, que irán llegando de forma escalonada. Todos creen ser ganadores como tú. Cada cual se enfrentó a unas últimas pruebas diferentes y las resolvieron con éxito. Hubo otros que podrían haber alcanzado la meta, pero preferimos truncar sus ilusiones a tiempo. Llegada la prueba número siete teníamos información suficiente de todos los candidatos como para disponer que aquellos que no cumplían con el perfil adecuado sufrieran «problemas técnicos irresolubles» al transmitir su respuesta. Todo el que entra aquí, lo quiera o no, deja de existir para su entorno. Los definitivamente elegidos cambian de nombre y son destinados a otro lugar. A partir de entonces respetarán escrupulosamente las normas y disfrutarán de una situación privilegiada con respecto al resto de habitantes del planeta: no les faltará de nada y gozarán de las mejores atenciones sanitarias, tanto ellos como sus futuras descendencias, que necesariamente llevarán los genes de otro de los elegidos, para no bastardear la especie. Pero si alguien no nos sirve o actúa de forma desleal, estamos obligados por nuestra propia seguridad a eliminarlo para siempre. Por eso nos esforzamos en no errar en la selección, para no desperdiciar recursos innecesariamente. Tú eras uno de los elegidos, Samuel; sin embargo, tu conducta en el túnel nos ha hecho dudar. La prueba no revestía grandes dificultades, pero en lugar de usar la cabeza has derrochado emociones incontroladas. Has tardado tanto en descubrir que te enfrentabas a la última prueba de
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que decidimos ayudarte mostrándote el indicador electrónico que corroboraba tu hipótesis, para que no abandonaras esa idea y te centraras exclusivamente en los paneles informáticos, únicas herramientas a tu disposición..., ¡pero tu intelecto no estuvo a la altura! ¿Qué te ocurrió, Samuel?