A varios metros de distancia, Julián esperaba a su nieta rebosante de felicidad. Se disponía a abrazarla y elogiar su victoria, pero se encontró con que Noelia se lanzó a sus brazos gimoteando.
—No quiero volver a jugar más al ajedrez, abuelo; no quiero —sollozó la pequeña.
—¿Qué ocurre, reinita? Acabas de realizar toda una proeza —le respondió sorprendido Julián.
—Es cruel, abuelo, el ajedrez es muy cruel. He mirado a los ojos de ese señor después de perder y he visto mucho dolor —gimió Noelia.
—Es la competición, reinita. Forma parte del juego. No te preocupes por él; lo asumirá —intentó explicarle Julián.
—No, la competición es mala. Ese hombre estaba avergonzado, sufriendo; sentía dolor. Le he hecho daño, abuelo, y yo no quiero lastimar a nadie. No quiero competir, por favor, abuelo —Noelia estalló en un vivo llanto, acompañado de temblorosos quejidos, como nunca antes la había visto Julián.
—No te preocupes, cariño —la consoló Julián arrimándola a su cuerpo y bebiéndose para siempre sus ilusiones—. No tienes por qué jugar más al ajedrez si no quieres.
La victoria de una niña de siete años ante un Maestro Internacional constituía una gesta de tal magnitud que gustosamente la hubieran firmado los más grandes y legendarios prodigios del ajedrez, como el cubano José Raúl Capablanca o el norteamericano Bobby Fischer. Todos los medios especializados se hicieron eco de la noticia; sin embargo, la jovencísima ajedrecista no se presentó a jugar la tercera ronda, ni la siguiente, ni ninguna otra, ante la decepción de los aficionados y la desesperación de los organizadores.
Todo comenzó por casualidad. Normalmente solía almorzar en la calle, unas veces a base de tapas y otras tomando el menú diario en algún restaurante económico. Pero cuando salía del trabajo un poco más tarde de lo habitual, prefería pasar por casa y prepararse una comida ligera, con idea de estar sentado plácidamente en el diván frente al televisor a las tres en punto, para no perder detalle de las noticias.
La rutina presidía, en días laborales, el tramo horario comprendido entre las tres y las cinco de la tarde. Después del telediario cambiaba de canal y se recostaba para ver, ligera siesta de por medio, el documental de rigor. A las cuatro y media se reincorporaba, como siempre refunfuñando, preguntándose cuándo diablos íbamos a adaptarnos al resto del continente en lo que respecta al horario laboral, censurando entre maldiciones la imperativa obligación de regresar al trabajo a las cinco, justo cuando en el resto de Europa dejaban de hacerlo.
España es, sin duda, diferente, como diferente fue también su almuerzo ese día: pura dieta mediterránea. Picó varias hojas de lechuga, cortó por la mitad un tomate y luego hizo cuatro trozos de cada una de las partes, agregó un bote de maíz dulce, dos o tres nueces, una lata de atún, aceitunas, un puñado de sésamo y cuatro palitos de cangrejo sin cangrejo. Añadió un poco de sal y regó todo el plato con aceite de oliva y vinagre de Módena.
Aquella tarde esperaba la sección de deportes en plena discusión con sus desobedientes ojos, sublevados al dictado de la facción traidora de su titubeante voluntad, empeñada denodadamente en adelantar el momento de la siesta, cuando escuchó la noticia:
«...es el nuevo entretenimiento que hace furor en los Estados Unidos y que comienza a hacerse popular también en nuestro país. En tan sólo unas semanas, más de un millón de internautas han visitado la página web www.kamduki.com. Se busca la persona más inteligente y audaz del planeta y se ofrece un premio único, del que no se sabe absolutamente nada, aunque, aseguran, será el mayor premio de la historia...».
«¡Cuán manipulado está todo! —pensó Samuel entre bostezos— ¿Cuánto habrán pagado por difundir ese “notición” por el telediario? ¡No me extrañaría que la propia cadena televisiva tuviera parte en el negocio, como cuando anuncian con rimbombancia el estreno de alguna película mediocre o insisten en una gira o en un determinado espectáculo...! No priman las noticias; priman los intereses. ¡Valiente pandilla de manipuladores! ¿Y los sucesos relevantes? Ahí sí que la desvergüenza alcanza cotas estratosféricas. Si la noticia tiene connotaciones políticas, cada cadena arrima el ascua a su candela y ofrece la versión que más se amolda a sus propios intereses. Cuando patrocinan una regata, regata todos los días. Si tienen los derechos de emisión de la Liga de Campeones, pues información desmedida a diario. Si retransmiten la Fórmula 1, bólidos hasta en la sopa. Y así estamos con todo... ¡Hasta cuando dan los deportes se aprecian los apegos culés o merengues! ¡Malditos embaucadores: nos hacen llegar exclusivamente lo que les dan la gana, para moldear nuestra opinión y nuestras preferencias! ¡No me extraña que los países de sospechosos cimientos democráticos se afanen por conseguir el control de los medios de comunicación! ¡Vaya asco! La auténtica verdad de los hechos nunca alcanzamos a conocerla...».
Samuel andaba tan ensimismado con estas exasperadas reflexiones que ni siquiera prestó atención a las noticias deportivas. Se acordó de su viejo profesor de escuela, don Jesús: «La Historia que se estudia en los colegios es mentira, muchachos», dijo en una ocasión acompañando la solemnidad de su sentencia con un acompasado repique de los dedos de su mano sobre la mesa. Una etérea sonrisa hizo bascular ligeramente su bigote. Hacía este gesto a menudo, cuando sabía que su discurso creaba ambigüedad y desconcierto. Acto seguido erguía la cabeza y contemplaba al grupo, deteniéndose fugazmente en cada uno de los alumnos, sin dejar de golpetear la mesa. Esperaba con paciencia hasta que llegaba lo que buscaba. «Si es falsa, ¿para qué vamos a estudiarla?», sugirió Carrasco con su habitual tono burlón. La sonrisa afloró en los rostros de sus compañeros. «Porque es la que hay, pimpollo; no hay otra», le respondió don Jesús, transformando el suave ritmo de sus dedos en un golpe seco ejecutado bruscamente con la palma de su mano. El estruendo hizo estremecer a casi todos y provocó una carcajada generalizada, avergonzando al osado Carrasco, sin lugar a dudas el gracioso de la clase.
En otra ocasión preguntó siguiendo el habitual rito que revelaba su intención desafiante: «A ver, damas y caballeros, ¿quién podría decirme de dónde viene el hombre?». Si Carrasco era el más chistoso de la clase, Patricia Olmedo era la lista. «El hombre viene del mono», se apresuró a responder la linda muchacha, siempre en primera fila, siempre contestando con acierto, con la solvencia que atestiguaban los numerosos sobresalientes de su expediente. Pero en esta ocasión recibió el sonoro impacto de la palma de la mano de don Jesús a una cuarta de sus narices. «Vendrá usted del mono, señorita, yo no vengo de ningún mono». Una vez rehecho el orden don Jesús explicó que el mono es a lo sumo pariente del hombre, que no hemos evolucionado a partir de esa especie sino que hombres y monos derivamos de algún tipo de primate, perdido en los confines de la evolución.
La voluntad de Samuel resistía por momentos los contumaces envites del sueño, gracias a la evocación de la infancia. Es curioso cómo un día uno recuerda a su profesor del alma, aquél que entre anárquicos bramidos nos daba patadas en el trasero, al que llegábamos a temer y con el que nos partíamos de risa, aquél que dio su vida por nosotros y nos adoptó como hijos, el que nos quería enseñar cuanto sabía, ese ogro terrible que parecía querer devorarnos a gritos...; aquél que un día tuvo que volver la cara para que no advirtiéramos las lágrimas que resbalaban por su mejilla cuando el irremediable paso del tiempo dictaminó que ya no volvería a ser más nuestro profesor.
Sí, don Jesús, la Historia es falsa porque la contaron, la cuentan, los vencedores, con las versiones que mejor se adecuan a sus ambiciosos intereses, encumbrando o vilipendiando caprichosamente a personajes famosos, dando magnificencia o restando trascendencia a los hechos históricos según las propias conveniencias. Lo que para un bando fue una gloriosa batalla, para el otro resultó ser una simple escaramuza. El rey que para unos fue bueno, para otros fue cruel. Así pasaba con todo y así sigue ocurriendo en la actualidad: dos mil manifestantes para la Administración, veinte mil para los sindicatos; un repunte económico para el Gobierno, una mejora coyuntural sin importancia dentro de la recesión para la Oposición; un penalti claro para unos seguidores, una jugada dudosa para los hinchas contrarios. Cada uno ve la cosa como le viene en gana, los pequeños detalles y los grandes, los que estructuran la Historia.
Samuel decidió dejar de ofrecer resistencia y se amodorró entre los cojines, no sin antes oír de soslayo el pronóstico del tiempo para el próximo día: «Predominarán las situaciones de nubes y claros, con posibilidad de algún chubasco disperso que, en ocasiones, podría llegar a ser tormentoso». «¡Hay que joderse!», pensó justo antes de abandonarse al vespertino reposo.
La tarde transcurrió con normalidad en el trabajo: los agentes comerciales regresaron temprano con las propuestas de pedido, por lo que dispuso de tiempo de sobra para mecanizar los albaranes, preparar las hojas de rutas y dejárselas a buena hora al jefe de almacén, para que comenzara a cargar los camiones para los repartos. Tuvo tiempo incluso de completar la impresión de facturas, por lo que el lunes podría comenzar a primera hora con la preparación de los distintos informes que le eran requeridos a diario, a saber: la relación de facturas emitidas, los listados de control de stock, el acumulado mensual de pedidos por agentes y la relación completa de todos los artículos, con indicación de las unidades compradas, las ventas y los porcentajes de beneficio. El resto de la jornada laboral la dedicaría a la comprobación de las facturas recibidas de los proveedores y a escandallar los precios de los distintos productos; por suerte, la mecanización contable no figuraba entre sus tareas.
Ése era su trabajo habitual los días tranquilos. Samuel detestaba la rutina pero, aun así, la prefería antes que hacer frente a cualquiera de la multitud de indeseables incidencias que acababan alargando, altruistamente para más inri, su jornada laboral.
Aquella tarde concluía sin percances: nada de averías en los vehículos, de desperfectos en los palés o de problemas con los ordenadores, de modo que a las ocho en punto abandonaba las oficinas y a las diez se encontraba de nuevo sobre su querido diván, después de haber pasado por el gimnasio y por la ducha.
Ese viernes era distinto. Esteban, su inseparable colega para asuntos relacionados con el séptimo arte (y la séptima cerveza), se encontraba de servicio. No era lo habitual, pero su cargo, inspector del Cuerpo Nacional de Policía, a veces le demandaba actuaciones especiales. Por tanto, había decidido pasar la velada de su día favorito tranquilo en casa. Sobre su regazo una bandeja con un plato llano presentaba una soberbia baguette repleta de salchichas jumbo; contemplaba el banquete una señorial atalaya, de nombre
Coronita
y con forma de botella de un tercio.
El zapping se interrumpió cuando advirtió que comenzaba una película que en su día no pudo ver en el cine, por la que guardaba cierto interés desde hacía algunos años.
En busca de la felicidad
dejó impresionado a Samuel, y no sólo por la admirable interpretación que Will Smith hacía del humilde vendedor Chris Gardner, sino por su evidente trasfondo. Estaba basada en hechos reales y planteaba algo que ocurrió y que reiteradamente sucede: la fe de algunas personas en ellas mismas, la fuerza de voluntad, la lucha incondicional por una idea, la esperanza, la ilusión, el coraje, la constancia contra viento y marea, la determinación de continuar y el empuje por conseguir lo que se desea. Claro que la película refleja el éxito de una persona en concreto y no contempla el valor de los miles y miles de anónimos intentos abocados al fracaso, en ese formidable derroche de sacrificios que acaban diluidos en el mar de las frustraciones. Pero la cuestión no es meramente triunfar, pues no es posible que todo el mundo logre culminar sus anheladas metas; la enseñanza que se extrae nos estimula a alcanzar un estado en el que uno pueda dormir con la conciencia tranquila por haberlo intentado todo, dando lo mejor de nosotros mismos. Si la vida luego no quiere compensar el esfuerzo, al menos que no sea debido a nuestra pusilánime inclinación a anclar en el sedentarismo la factoría de nuestras iniciativas. ¿Hay algo más triste que vivir con la angustia de no saber qué hubiera pasado si le hubieras dicho a esa chica que la querías, si hubieras cursado esos estudios que eran los que realmente te gustaban o si te hubieras dado una oportunidad con el pincel o la guitarra? Eso es lo que comprendió Samuel, que todos podemos conseguir lo que nos proponemos, por muy complicados que sean los objetivos, que los artistas famosos son, en su mayoría, personas tan corrientes como otras, que un día decidieron apostar por ellas mismas; luego tuvieron suerte, cierto, pero entendieron que, al igual que cualquiera, también tenían derecho a alcanzar el éxito y tomaron la valiente determinación de abandonar el anodino mundo en que vivían para buscar un sueño.
En ese instante se acordó de la noticia que había visto por la tarde: «...Se busca la persona más inteligente y audaz del planeta...», «...el mayor premio de la historia...». ¿Por qué no podía él ser el ganador? ¿Acaso no era una persona como cualquier otra? ¿Por qué no participar?
Se dirigió al frigorífico y extrajo otra
Coronita
. Encendió su ordenador y tras rastrear un poco —había olvidado el nombre de la página— entró en
Kamduki, s
e registró y cursó su participación en el concurso. No podía entonces imaginar que lo que comenzaba siendo un juego, pronto se convertiría en una obsesión prioritaria en su vida.
La televisión es una grotesca vacuna que nos hace inmunes a los impulsos que alientan la conmiseración. A diario y a raudales se nos presenta la desgracia ajena en los informativos. Miles de muertes, todas injustas, pero no todas iguales ante nuestros ojos. Un asesinato en nuestro país tiene el mismo peso mediático que cien en Oriente Medio. La vida de un europeo parece valer más que la de cientos de africanos. Así se nos muestra a través de los medios de comunicación y así nos lo queremos creer, arrellanados en nuestro confortable asiento. ¿Acaso tuvo el genocidio de Ruanda trascendencia en la vida de los países occidentales? ¿Cuántos conocen que fueron asesinadas un millón de personas? Recalco: ¡un millón de personas! Aquella hecatombe quedó atrás con la llegada de 1995, un año que no fue precisamente fácil para muchos, como tampoco lo fueron los siguientes, ni los siguientes de los siguientes ni ningún otro, porque la vida, al fin y al cabo, no es fácil para aquellos que reciben la indeseada visita de la desgracia.