El despacho de la Dra. Meyer evocaba el genuino estilo victoriano. Una impresionante mesa de caoba, de silueta caprichosamente curvada en las esquinas, se sostenía de milagro por cuatro finísimas patas, que parecían haber sido amputadas directamente a unas garzas. Tanto el sillón de la doctora como el de Julián sin duda estaban destinados a personas con posaderas de triple tamaño a las de ellos; los respaldos ondulados tampoco le iban a la zaga. A un lado, un inmenso librero contenía figuras que parecían rescatadas de la colección particular de la propia reina Victoria.
—¿Está usted seguro de que completó el cubo de Rubik sin ayuda alguna? —preguntó la doctora con toda naturalidad.
—Completamente —respondió Julián.
—Y tiene cinco años, ¿verdad?
—Así es.
—Sin duda se trata de un caso de precocidad extrema, pero no piense usted que estamos ante un suceso sobrenatural: algunos niños desarrollan sus habilidades mentales antes que el resto, igual que otros comienzan a hablar o a andar mucho antes de lo habitual. ¿Tiene su nieta problemas de adaptación social?
—No entiendo, es tan pequeña... —repuso Julián sorprendido por la pregunta.
—Me refiero a si tiene amigos, si juega con ellos o, por el contrario, prefiere estar sola, apartada del resto.
—Noelia es una niña normal, juega con los demás y se relaciona perfectamente —contestó Julián expectante por saber hacia dónde quería llegar la doctora.
—Pues eso es lo más importante y a lo que hay que prestar especial atención. Los niños superdotados tienden a aburrirse en clase, se sienten diferentes, tienen miedo al rechazo social y pueden rendir por debajo de sus posibilidades. Algunos padecen trastornos psicológicos por inadaptación; otros llegan al fracaso escolar.
La doctora Meyer por primera vez dejó de mirarle por encima de la montura de sus gafas, soltó los documentos que tenía entre manos y centró su atención directamente en el rostro de Julián.
—Aún es muy pequeña —continuó—, pero es bueno que los padres vayan encauzando el asunto de forma apropiada...; disculpe: tiene padres, ¿verdad?
—Sí, vive con su madre. Me ofrecí a venir yo...; ella está muy ocupada con su trabajo —mintió Julián, intentando disimular el disgusto que le provocaba no tener informada a su hija de lo que estaba sucediendo.
No quería que Ricardo se enterara bajo ningún concepto. No se fiaba de ese tipo; estaba seguro de que intentaría convencer a Beatriz para sacar provecho de las cualidades de la niña, e igual acabaría consiguiéndolo con buenas palabras. La seduciría con proyectos supuestamente provechosos para Noelia, le pondría un profesor especial y comenzaría con exhibiciones de resolución del cubo de Rubik, para continuar con demostraciones de habilidades matemáticas, todo ello con fines meramente lucrativos, por más que Bea sólo viera cariño y deseos de buscar la formación más adecuada para la pequeña.
—¿Entiende lo que quiero hacerle ver? Sr. Palacios, ¿se encuentra usted bien?
—Sí, sí, perdone, me había distraído. Hay otro asunto que tengo entre manos y...
—Comprendo. La cuestión es que la niña debe proseguir su vida con normalidad. Jamás debe verse como alguien diferente —enfatizó la doctora—. Mientras tanto, nosotros podemos potenciar sus cualidades, pero con discreción y, sobre todo, con mucha prudencia. No olvide que nuestra misión, y sobre todo la de los padres y cuidadores, es ayudar en la formación del niño superdotado, estimular su intelecto e impulsar el desarrollo de sus habilidades para que pueda sacar todo el provecho posible en el futuro. Pero nada de esto sirve si no se forma como persona, completamente integrada en la sociedad.
La doctora acompañó a Julián hasta la puerta de su despacho, despidiéndose con ampulosa cortesía. La expresión afable de su rostro permaneció inalterable durante algunos segundos, en consonancia con la repentina parálisis de su cuerpo, cuyos músculos parecían haberse anquilosado. Su cerebro estaba ocupado en otra cosa. Escapó de su letargo y se aproximó a la ventana, justo a tiempo de observar cómo Julián abandonaba el edificio y se confundía entre la multitud de transeúntes. Lo vio alejarse calle arriba. Seguía meditabunda, si bien su rostro se había tornado adusto. No la había visto, no había valorado personalmente sus habilidades y... nunca se había atrevido a tomar esa decisión sin disponer de pruebas concluyentes. Podría esperar, pero... ¿y si no volvía a saber de la niña? Su expediente se diluiría entre los demás. En cambio, una simple llamada garantizaría el permanente seguimiento de sus progresos durante toda su vida académica. Con paso vacilante se dirigió hacia un llamativo marco ovalado de madera en cuyo interior sonreían un par de ángeles de cerámica. Colocó su mano a la altura del eje menor del elíptico cuadro y tiró del borde con suavidad, dejando al descubierto una caja fuerte empotrada en el muro. Extrajo de su interior una carpeta de piel con las siglas RH impresas en letras góticas. Tomó una hoja y comenzó a anotar los datos que había recabado sobre Noelia. Luego descolgó el teléfono. Titubeó unos instantes, pues temía empañar el éxito de su trabajo, avalado por una interminable sucesión de aciertos a lo largo de toda su carrera. Finalmente realizó la llamada.
A Julián le fascinaba el tren. Transitaba constantemente por los pasillos, de vagón en vagón, disfrutando del trayecto como si se hallara caminando relajado por una alameda, ora pensando en asuntos ociosos, ora organizando con detalle todos los proyectos y actividades que tenía que afrontar a corto y medio plazo. Los paseos le servían para reorganizar su vida, dotándola de orden y sentido. Necesitaba de esos momentos de soledad que sus obligaciones diarias no le podían ofrecer, esos momentos que algunos se guardan para la noche, cuando apagan la luz de sus dormitorios y repasan, antes de caer dormidos, lo que ha acontecido durante el día y los planes previstos para el futuro inmediato. Julián no podía escoger la noche porque ese espacio pertenecía a la lectura; devoraba páginas sin detenerse hasta que el sueño le obligaba a releer una y otra vez el último párrafo, la última frase, para intentar enterarse (sin éxito) de lo que estaba leyendo. Y entonces ya no había tiempo para pensar. Por eso le encantaba pasear, acomodarse en el autobús, en el tren..., aislado en la bendita soledad del viajante, sin nada ni nadie que pudiera perturbar sus pensamientos.
La doctora Meyer le había entregado abundante documentación: una guía para padres con niños superdotados, una relación con bibliografía de interés, una batería de pruebas psicotécnicas para niños de hasta ocho años y un grueso cuaderno de anillas, con un sinfín de juegos, problemas y pasatiempos para entretener la mente, según rezaba la propia portada. La doctora estaba convencida de que la niña debía afrontar su formación como si de un juego se tratara. De una forma dosificada podría ir agudizando su ingenio. Veía conveniente que conociera y practicara juegos deductivos, como el dominó, el ajedrez, las damas, las cartas... Le reprochó varias veces el no haber llevado consigo a la niña y le emplazó para cuando Noelia cumpliera los siete años. Julián confiaba en que para entonces Beatriz hubiera abierto los ojos y alejado a Ricardo definitivamente de su vida, porque en caso contrario no podría volver a
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; sencillamente la doctora no lo atendería sin la pequeña.
—¡Qué de fichas, abuelo! —exclamó Noelia entusiasmada.
—En ajedrez se llaman piezas, reinita —corrigió Julián con una amplia sonrisa, al comprobar la ilusión que le hacía el regalo a la pequeña.
Noelia descubría emocionada los distintos trebejos que iba sacando de la caja.
—Hay castillos, caballitos...; estos son... ¡huchas!
—Oye, reinita: éste es el más hermoso de todos los juegos, el más difícil, el más apasionado... ¡el mejor de todos! A ver si te gusta.
Noelia aprendió pronto los rudimentos del juego. Cada viernes, después de comprobar si había resuelto el problema de ingenio que le había dejado la semana anterior, Julián jugaba una partida de ajedrez con su nieta. A veces alternaba con otros juegos, pero Noelia mostraba especial predilección por el tablero de escaques blancos y negros.
En su juventud, Julián llegó a participar en varios torneos. Aunque hacía muchos años que no competía, nunca dejó de ser un aficionado a ese deporte. Sus resultados siempre fueron discretos, los propios de un jugador de tercera categoría, pero en una ocasión consiguió forzar tablas frente al fuerte jugador local Pablo Medina, conocido por ser el único ajedrecista con puntuación internacional en la provincia. En realidad estaba perdido, pero su rival, confiado en que inevitablemente iba a promocionar un peón para transformarlo en una nueva reina, no se percató del ardid que Julián había tramado con su desterrada torre, que se puso de repente a jaquear sin cesar al rey contrario a lo largo de una despoblada columna. Por más que se empeñó Medina, no pudo evitar el jaque continuo.
Al principio Julián ganaba a su nieta con facilidad pero, después de las cinco o seis primeras partidas, Noelia comenzó a asimilar las técnicas desplegadas por su abuelo. Practicaba las mismas ideas: cuando jugaba la defensa francesa metía toda la presión del mundo sobre el peón blanco de d4 y luego rompía el centro avanzando su peón de la columna f un paso, tal y como le había visto hacer a él. Lo mismo ocurría con la defensa siciliana, la india de rey o la apertura española: maniobraba conforme a los patrones estratégicos utilizados por su abuelo. A Julián le costaba cada vez más esfuerzo obtener ventaja porque Noelia copiaba sus ideas, desechando las jugadas dudosas y aportando mejoras en cada línea. Julián Palacios no olvidó jamás el día en que Noelia cumplió los seis años: salvó milagrosamente la partida ahogando a su rey en una posición desesperada. A partir de entonces perdió todas las partidas que disputó con su nieta.
Cada día que pasaba, Julián se maravillaba más de su talento. Si jugaban al dominó, la niña tenía siempre en mente todas y cada una de las fichas que faltaban por salir. Si elegían los naipes, entonces Noelia conocía con exactitud, aun en las últimas manos del juego, la totalidad de las cartas que reposaban sobre la mesa. Así ocurría con todo, y a medida que aumentaba el asombro de Julián, se multiplicaba la preocupación de que descubrieran su secreto, no tanto por Ricardo sino por su hija, que cada vez se interesaba más por los juegos de la niña. En cierta ocasión Beatriz apareció justo cuando Julián recibía mate.
—Mamá, le he vuelto a ganar al abuelo. Esta vez le he sacrificado una torre —profirió Noelia con alegría y entusiasmo, esperando la elogiosa aprobación de su madre.
—Papá, no sé si haces bien dejándote ganar siempre —le reprochó Beatriz más tarde a su padre.
Ella conocía las habilidades de éste con el ajedrez y no podía imaginar que pudiera vencerle una niña de seis años.
Al cabo de unos meses Julián descubrió que Noelia se aburría jugando con él al ajedrez porque ganaba con una facilidad pasmosa. En otros juegos el azar podía favorecerle, pero el ajedrez no admite fortuna; siempre gana el mejor. Por ello decidió cambiar de estrategia y comenzó a traerle posiciones para que las resolviera. Se suscribió a la revista
Ocho x Ocho
y de ahí extraía los problemas, primero los del nivel 1, luego los del 2, el 3... hasta que al cabo de unos meses la niña conseguía resolver los ejercicios de dificultad máxima. En otras ocasiones analizaban partidas de maestros, extraídas de la misma revista, y era Noelia quien tenía que explicarle los motivos por los que se ejecutaban ciertas jugadas. Mientras tanto, Noelia cumplió los siete años y la relación de Beatriz con Ricardo parecía más feliz que nunca.
Corría el verano de 1.994 cuando Julián convenció a Beatriz para que dejara participar a Noelia en el Abierto Internacional de Ajedrez que todos los años se celebraba en la ciudad. Sabía que con esta iniciativa se exponía a desvelar las facultades de la niña pero, al fin y al cabo, cada vez resultaba más complicado mantener oculto ese secreto. No es que hubiera variado un ápice su opinión sobre Ricardo, pero la pequeña había finalizado el curso con algunos problemas. Pensó que quizá sería conveniente que recibiera la ayuda y el apoyo de su madre; él no la veía con la asiduidad que deseaba y podría ser que no la estuviera guiando adecuadamente. Seguro que sería muy provechoso volver al Gabinete Psicopedagógico
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y escuchar a la doctora Meyer. Su cualificada opinión podría disuadir cualquier maniobra de Ricardo. ¿Estaría dispuesta Beatriz a perdonarlo por haber ocultado un asunto tan importante durante más de un año? El temor a la posible reprobación de su hija le atormentaba, pero, de una forma u otra, ya no había marcha atrás...
En la primera ronda del torneo Noelia venció con facilidad a un aficionado local. Al acabar la partida, el derrotado felicitó a la pequeña y seguidamente, entusiasmado y con los ojos radiantes de felicidad, le dijo estas palabras:
—Tienes mucho talento, muchacha, y vas a conseguir con el ajedrez lo que te propongas. Lograrás pronto el título de Gran Maestro si quieres, y un día yo me sentiré orgulloso de haber jugado contra la Campeona del Mundo. ¡Ojalá ese momento llegue! Pero escucha bien lo que te digo: no te confíes nunca, aunque parezca que ganas con facilidad, respeta el ajedrez y no pierdas jamás la concentración. Sólo así alcanzarás el éxito. Este consejo sirve también para la vida: no te fíes de todo lo que veas o escuches; por más evidente que parezca, siempre hay una posibilidad de que sea mentira; en la vida sólo puedes confiar plenamente en muy pocas personas...
—Confío en mi mamá y en mi abuelo, señor —respondió Noelia mientras firmaba las planillas.
Curiosamente, nunca olvidaría las palabras que le dijo aquel hombre.
La segunda ronda emparejó a Noelia, en la mesa cinco, con el Maestro Internacional ruso Boris Kurnosov. Noelia planteó con negras la defensa Philidor y la apertura se desarrolló por los cauces habituales. Ambos movían con rapidez pero, súbitamente, el veterano maestro se sumió en una profunda reflexión: su diminuta rival proyectaba enrocar largo invitando a una lucha con enroques en flancos opuestos, que se traduciría en una desenfrenada carrera de peones de consecuencias imprevisibles. Tras más de tres horas, la situación en el tablero era extremadamente tensa. Una multitud se agolpaba alrededor de la mesa para observar la partida. Cuando todos creían que la chica debía inclinar su rey, un doble sacrificio de pieza daba la vuelta a la partida y forzaba el abandono del jugador ruso ante el inevitable mate que iba a producirse. El público no cabía en sí de su asombro.