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Authors: Col Buchanan

El Extraño (31 page)

BOOK: El Extraño
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Las dos habían participado en la Noche más Larga, la noche siguiente a que las llamas hubieran arrasado la ciudad. Formando pareja, habían asesinado a uno de los oficiales más preeminentes de Q'os, que vivía en su palacio rodeado de esplendor y opulencia mientras la ciudad yacía en ruinas y los habitantes morían de hambre. Ambas habían presenciado también la frenética ejecución de la jovencísima reina; de hecho habían desempeñado un pequeño papel en ella. Ambas también se habían postrado jadeantes a los pies del mismísimo sumo sacerdote Nihilis cuando fue ungido Primer Santo Patriarca de Mann.

Sool les había contado a él y a Lara estas cosas y muchas otras, orgullosa, al parecer, de los estrechos vínculos que unían ambas familias y del camino que habían recorrido juntas hasta encaramarse al poder. Sólo cuando pasaron unos cuantos años, Kirkus se enteró del reverso de esas historias a través de su abuela, quien, en una ocasión, debilitada tras una purga, confinada en su lecho y delirando, lo había agarrado del brazo para tirar hacia sí de él y confesarle el asesinato de su mejor amiga, la madre de Sool, por haberse apartado de los preceptos de Mann.

Había pasado un año desde la última vez que había visto a Sool. Ahora que la tenía tan cerca, en la antecámara abarrotada de gente, sintió que la miraba como a través de los ojos del Kirkus niño, y se preguntó cuándo habrían perdido esa conexión especial que en su infancia había venerado en secreto. Se respondió que, quizá, cuando Lara y él habían separado sus caminos; pero, pensándolo un poco mejor, sabía que se remontaba a mucho más atrás, cuando dejó de ser un niño y de necesitar en su vida gente como la afectuosa matrona.

«La dejé de lado —pensó Kirkus, con los ojos fijos en los ojos azules de Sool, a su vez clavados en los suyos—, a ella y a todo el cariño que siempre me demostró.»

Kirkus se llevó las manos al pecho y luego las estiró como reconociendo su error. Sool pestañeó sorprendida.

Alguien carraspeó al lado del joven sacerdote. Era Cinimon, sumo sacerdote de la secta Monbarri, una secta dentro de la secta que se autoproclamaba inquisidora y defensora de la fe con un fervor tan radicalizado que tenía aterrorizados al resto de los miembros de la orden de Mann. El hombre hablaba con una voz que recordaba a un montón de piedrecillas entrechocando arrastradas por la corriente de una riada. La expresión de su rostro era indescifrable bajo la ingente cantidad de adornos que lo perforaban.

—Entonces, ¿es cierto?—inquirió a Sasheen—, ¿Mokabi piensa que puede por fin desbaratar esos Puertos Libres?

Sasheen ladeó la cabeza mientras meditaba su respuesta.

—Eso cree, aunque todavía no hemos encontrado el tiempo para estudiar sus propuestas. —Lanzó una ojeada a Sool—. Pronto me reuniré con los generales para discutir el tema. Por supuesto tú serás el primero en conocer la decisión que tomemos.

—También hay que tomar una resolución sobre el asunto de Zanzahar —masculló Bushrali, con la boca oculta tras su copa. Era el sumo sacerdote de los reguladores, y ya estaba claramente borracho—. No sacaremos nada de provecho con esas nimiedades del precio del grano y de la sal. Si no bajamos nuestros precios y el Califato cumple sus amenazas y extiende doscientos laqs en dirección a los Puertos Libres la zona de seguridad de sus aguas, esta guerra de desgaste podría hacerse interminable.

Cinimon meneó la cabeza y sus pesados ornamentos faciales entrechocaron y tintinearon. Sus ojos negros se iluminaron sepultados en su rostro. La sotana blanca lisa no le cubría los brazos ni las piernas y sus músculos se tensaron. Bajo la piel tenía incrustadas esquirlas de metales preciosos; unos fragmentos que, como si su cuerpo fuera un huésped de serpientes parásitas, le recorrían hasta los tobillos y continuaban por sus pies calzados de sandalias, como si en cualquier momento fueran a cobrar vida, atravesarle la epidermis y deslizarse culebreando por el suelo.

—Deberíamos presentar nuestras propias demandas al Califato —refunfuñó el sacerdote—. Deberíamos insistirles para que dejen de vender a los Puertos Libres el grano que nosotros les vendemos a ellos. Eso que hacen es absolutamente obsceno. Ya ni siquiera se molestan en mantenerlo en secreto.

—Si les presentamos esa demanda nos arriesgamos a un embargo —repuso quejumbrosamente Bushrali, haciendo una pausa para llevarse la mano a los labios manchados de vino y disimular un eructo—. ¿En qué situación nos dejaría eso, sin un suministro continuado de pólvora?

—Pues que sea así —intervino Kirkus, por fin lo suficientemente sugestionado como para participar en la discusión—. Quizá ya ha llegado el momento de que pongamos a prueba el monopolio de Zanzahar y comprobemos el tiempo que aguantan sin nuestro grano. He estudiado los números como el que más, y no estoy tan seguro de que sólo haya un desenlace posible.

—Bien dicho —convino Cinimon.

También su madre lo miró con interés, aunque no dijo nada.

Bushrali dio a conocer su irritación paseando su copa por el aire. Un chorro de vino tinto dibujó en el suelo de mármol un arco con lo que parecían gotitas de sangre.

—Los números no mienten, jovencito sabelotodo. Nuestras reservas de pólvora se agotarán mucho antes de que Zanzahar se vea obligado a buscar grano, sal y arroz en otro sitio. ¿O acaso crees que permitirán que suceda de otro modo? ¿Piensas que nos racionan el suministro de pólvora simplemente porque no les gusta comerciar con ella? Tienen controlado hasta el último garan de las reservas que tenemos repartidas por todo el Imperio. Saben la cantidad que utilizamos todos los meses tanto en Bar— Khos como en cualquier otro lugar. ¡Pero si hasta saben cuándo una provisión de nuestra pólvora ha agotado su tiempo de vida útil! ¿Quién creéis que les informa? Mis reguladores trabajan duro para cortar su grifo de informantes. ¿Rebeldes y herejes, quizá? ¡Sí, por supuesto! Todas las semanas entregamos centenares de esos traidores a los monbarris de Cinimon cuando nosotros ya hemos acabado con ellos. Pero te diré una cosa: por lo menos la mitad de los informes que leo sólo hacen referencia a El-Mud. El Ala Nocturna tiene ojos y oídos en todas partes y todavía no hemos encontrado el modo de neutralizarlos.

El sumo sacerdote se detuvo cuando se percató del brillo iracundo en los ojos de Kirkus. Al menos pareció caer en la cuenta de a quién estaba dirigiéndose, pues de repente se ruborizó, y la palidez cadavérica de su calva contrastaba con su rostro encendido. Lanzó una mirada hacia Sasheen y la pareja de guardaespaldas que la flanqueaban. Hizo una reverencia.

—Discúlpame —dijo, dirigiéndose a Kirkus—, Al parecer he bebido demasiado y he sermoneado a un hombre como si todavía fuera un niño.

Kirkus no apartó de él su intensa mirada; disfrutaba viéndolo muerto de vergüenza. Finalmente fue Cinimon quien rompió el silencio que los envolvía.

—Creo, Bushrali, que precisamente tú deberías ser el último en reconocer ese déficit en tus capacidades.

—Yo no suavizo la realidad, no como otros —replicó. Y en un tono más mesurado se dirigió de nuevo a Kirkus—: Después de mil años dedicados a la ocultación y el espionaje, esos hombres del desierto de Zanzahar han hecho un arte de ambas cosas. Seríamos unos ilusos si pensáramos que podemos mantenerlos engañados por mucho tiempo. Los agentes de El—Mud son los verdaderos responsables del monopolio de Zanzahar. Nunca podríamos planear una invasión del Califato sin que se enteraran. Tratar estos temas, incluso aquí, en esta sala ocupada únicamente por los súbditos más leales, ya es hablar demasiado.

—Por ese motivo esto no es más que pura cháchara —señaló suavemente la misma Sasheen—, No planeamos nada contra Zanzahar ni lo haremos.

Sus palabras sonaban sinceras, pero aun así Kirkus percibía que su madre no estaba diciendo toda la verdad, y su resoplido de incredulidad arrancó de Sasheen una fugaz mirada de amonestación. Kirkus inmediatamente borró la sonrisa de sus labios dando otro mordisco al parmadio.

—¿Acaso has olvidado las lecciones de historia que te impartí con tanto apasionamiento?—le reprochó su madre—. Ya te expliqué cómo se arruinó Markesh bajo el peso del embargo cuando acudió a las Islas del Cielo en busca de nuevos proveedores de pólvora.

Kirkus conocía perfectamente la historia, pero no tenía ninguna intención de morder el anzuelo y siguió masticando con los ojos fijos en su madre, quien a su vez no apartaba los suyos de él.

—Con sus cañones inutilizados, sus enemigos los engulleron en menos de una década. No deberías olvidarlo, hijo. Markesh no era para nada un Estado débil. Su imperio comercial era tan influyente que hoy en día todavía se utiliza su lengua franca en todo el Midéres. Si no hubiera sido por ellos, todavía estaríamos utilizando tubos de hierro como cañones y palos huecos como rifles. Y aun así sucumbieron. ¿De verdad crees que somos inmunes a correr la misma suerte?

—Nosotros somos el Imperio de Mann. Ellos no lo eran.

—Sí, somos el Imperio de Mann. Pero no somos invulnerables. Quizá durante tu reciente Hecatombe Selectiva deberías haberlo tenido presente, ¿no crees?

Y ya no quiso continuar hablando, al menos delante de los demás.

Kirkus tiró el corazón del parmadio hacia un esclavo que pasaba por su lado y se limpió las manos en la túnica. La conversación derivó hacia otros temas y él ya no abrió la boca.

Su madre se había puesto furiosa al regreso de Kirkus, colérica hasta el punto de llegar a pegarle, cuando se enteró de que había asesinado a la portadora de un sello durante la Hecatombe Selectiva.

—¿Acaso crees que no lo perseguirán, incluso aquí? —había interrogado a su abuela.

—Disponemos de medidas para evitarlo, en el caso de que lo intenten —había oído que le respondía su abuela al otro lado de la puerta maciza a la que había pegado el oído—. Cálmate, cariño. No llegamos tan alto temiendo a gente como los roshuns. Ese tipo de preocupaciones son una muestra de debilidad. Tienes que librarte de ellas.

Tampoco Kirkus se había preocupado al principio. En cierto modo, la Hecatombe Selectiva lo había transformado. La arrogancia habitual que exhibía en el día a día había evolucionado hacia algo más profundo, de tal forma que se sentía asistido por la razón en todas sus acciones, de las más nimias a las más trascendentales. Cada roce de sus dedos le recordaba que con esas mismas manos había arrebatado vidas. Había doblegado su voluntad para cumplir esa tarea y, después de todo, no había resultado tan difícil. Le había llevado tiempo, pero por fin había experimentado, fugazmente, el placer de la carne divina.

A su llegada a su hogar en el templo después del fabuloso viaje, había esperado —sin poner muchas ilusiones en ello, bien es cierto— que Lara estuviera esperándole para ver con sus propios ojos a ese hombre nuevo y maduro, y que hubiera corrido hacia él para lanzarse a sus brazos, en una escena desbordante de arrepentimiento y lágrimas que lo habría colmado de satisfacción. Lo último que había esperado era una prolongación de sus antiguas hostilidades.

Herido por esa nueva manifestación de rechazo de Lara, Kirkus se recluía cada vez con más frecuencia en sus aposentos y rehuía a sus amigos más a menudo de lo que los buscaba. El sello colgado del cuello del cadáver de aquella muchacha se convirtió en una imagen recurrente en su cabeza. A sus oídos llegaban por casualidad historias sobre los roshuns y los mitos fabulosos que los envolvían. Empezó a sentir cada vez con más insistencia una opresión en el estómago causada por el miedo, y la sensación de omnipotencia recientemente adquirida fue desvaneciéndose.

Habría otras Hecatombes Selectivas y purgas; volvería a sentir esa superioridad y a ejercerla hasta que se convirtiera en algo inherente a él. Pero aun así pasaba las noches en vela, corroído por el desasosiego, prestando atención a las puertas que se cerraban en la lejanía y escuchando los silencios que en absoluto eran silencios, sino una algarabía de ruidos demasiado sutiles para sus oídos.

Kirkus bajó la mirada hacia sus manos y la capa de sudor pegajoso que las cubría. Sus fosas nasales parecían obstruidas por el polvo que llegaba desde la arena.

«Tengo que lavarme», pensó.

Se volvió para disculparse por su marcha, pero vio que el sacerdote Heelas se acercaba desde el palco imperial; por un momento, cuando atravesó la luz neblinosa que bañaba el vano de entrada a la antecámara, las cortinas de encaje envolvieron su cuerpo como si fueran una mortaja.

—Santa Matriarca —anunció el consejero de su madre, haciendo una reverencia—, el pueblo os reclama.

Todas las conversaciones que tenían lugar en la sala fueron interrumpidas. De hecho, el griterío de la multitud se había intensificado y había adquirido la forma de un cántico que retumbaba como un tambor en el estómago de Kirkus.

—En ese caso salgamos y complazcámoslos —repuso Sasheen, con un fulgor efímero en su sonrisa.

Kirkus se limpió otra vez las manos en la túnica, suspiró y salió detrás de su madre, con los sumos sacerdotes tras de él.

La aparición de Sasheen fue celebrada con el rugido de cien mil voces repartidas por las gradas del monumental circo. La matriarca les correspondió levantando una mano. Kirkus olvidó por un momento sus desvelos personales, eclipsados por el repentino entusiasmo que le recorrió el cuerpo.

La temperatura era más agradable en el palco imperial reservado para la Santa Matriarca y sus sumos sacerdotes; por encima se extendía un cielo despejado y radiante. En el suelo de arena del Shay Madi se hacinaban gran cantidad de hombres y mujeres, desnudos y engrilletados, con el aspecto de refugiados de algún tipo de catástrofe natural. Eran herejes procedentes de todos los rincones del Imperio, detenidos por practicar el culto de viejas religiones —que si alguien persignándose furtivamente por mor de los dioses espirituales, que si rezando al Gran Necio— tras ser delatados por un vecino o incluso un familiar.

Entre ellos también había pobres: vagabundos y lisiados que no podían valerse por sí mismos y mucho menos prosperar en la vida. Estos eran vistos como seres defectuosos a los ojos de Mann, parásitos y carroña, el extremo opuesto a la carne divina.

Uno a uno eran marcados a fuego por los miembros de la orden Monbarri, los adustos inquisidores de Cinimon de sotanas blancas cuyos pesados adornos faciales mantenían su tono oscuro a la luz del sol. Algunos serían enviados directamente a las salinas de Alto Char, donde pasarían el resto de su corta vida atrafagados en una tarea inhumana. Por su parte, la gran mayoría se convertiría en esclavos que servirían en las ciudades del Imperio como peones o como trabajadores del sexo. Los inútiles se emplearían en el divertimento de las multitudes congregadas en el circo.

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