Authors: Col Buchanan
La labor de marcarlos terminó enseguida. Sasheen se puso en pie y alzó los brazos. Los monbarri aguardaron sus palabras, aferrando en las manos las cuerdas y los hierros humeantes, sudorosos por el esfuerzo. El público guardó silencio.
Sasheen habló con una voz alta y clara que resonó en las gradas de la arena. Dijo a la multitud lo que deseaba oír de su Santa Matriarca: cómo su devoción los unía a Mann y cómo con su lealtad habían construido su inmenso imperio; declaró que en vida los seguidores de Mann eran los auténticos triunfadores, pues habían ayudado a propagar la verdadera fe, y que cuando la muerte se presentara ante ellos para llevárselos, seguirían siéndolo.
Aunque Kirkus sabía que todo eso eran patrañas, mientras paseaba la mirada por las masas hacinadas en la arena la fuerza del momento lo henchía de orgullo. Bajó la vista a la palestra y contempló con avidez los talles pálidos de los cuerpos femeninos apiñados en el centro, acurrucados y con la mirada sepultada en el regazo, como intentando ocultar su vergüenza y protegerse de las miradas de los que las rodeaban. Kirkus podía oír sus sollozos exhaustos y el lejano chillido estridente de las gaviotas en la bahía del Primer Puerto.
De repente se sobresaltó cuando su madre lo agarró de la muñeca, le levantó el brazo en el aire y gritó su nombre a las multitudes. Otro rugido estalló en las gradas.
A Kirkus se le humedecieron los ojos y se le puso la carne de gallina. De nuevo estaba imbuido de Mann y había recuperado esa sensación intermitente de suficiencia.
Su divinidad.
Inshasha
—¿Has informado al maestro Ash? —le preguntó Aléas.
Nico, con la horca en la mano, pinchó un pedazo de boñiga, la echó en un balde e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No lo he vuelto a ver desde que ocurrió.
—Quizá sea mejor que no se entere —repuso Aléas, también con una horca en la mano, alcanzado por un haz de rayos de sol que se colaba por las puertas abiertas de la cuadra.
Olson, el responsable de disciplina del monasterio, les había enviado allí debido al pobre comportamiento que habían exhibido en su tarea de limpieza de la cocina la noche anterior.
Los compartimentos estaban vacíos, y las mulas y el puñado de zels propiedad del monasterio pastaban en las suaves colinas de los alrededores. Su trabajo en la cuadra consistía en recoger las boñigas para utilizarlas luego como combustible. Aléas bostezó, tan cansado como Nico de la noche anterior, que habían pasado a cielo abierto mientras el resto de los aprendices se sucedían en los turnos de guardia habituales.
—Sólo conseguirías azuzar su enfrentamiento. Mi maestro jugó contigo, Nico, pero ya te advertí de lo que podía ocurrir. Podría haber sido peor.
—¡Pero si yo sólo hablé con ella... y no fue más que un momento!
Aléas estiró la espalda y le crujieron los huesos de la columna.
—Sí, claro. Y a ver si lo adivino... Cuando mi maestro os pilló, simplemente hablando, tú no estabas pegado a ella, con la lengua fuera, los ojos clavados en sus domingas y la polla dura como mi dedo meñique debajo de la túnica. Un hombre como Baracha, cuando se trata de su hija... se da cuenta de esas cosas. —Aléas arqueó las cejas con una solemnidad fingida y se volvió buscando algo que recoger con su horca.
Nico le echó una mano: volcó sobre su cabeza el montón de boñiga pinchada en su horca.
—¿Por qué lo has hecho? ¡Ahora tendré que lavarme para quitarme toda esta mierda de encima!
—Lo siento, se me habrá resbalado el dedo meñique.
Aléas torció el gesto, se limpió las heces frescas de la túnica y arrojó un puñado de bosta a Nico, pero éste repelió buena parte de la pila de excrementos con su horca.
Llegados a este punto se enzarzaron en un duelo que se inició como algo poco serio, más bien como un combate en broma, entre risas, pues habían girado las horcas para luchar con los astiles. Pero a medida que lanzaban tajos y embestidas, ganando terreno el uno y retrocediendo el otro, el enfrentamiento fue adquiriendo un cariz más competitivo.
Incluso en el manejo de una simple horca, Aléas demostraba ser diez veces más diestro que su contrincante, quien, sin embargo, improvisaba como había aprendido a hacer en las calles de Bar-Khos. Nico arrojó un pegote pastoso de bosta a Aléas y cuando el joven manniano intentó esquivarlo, Nico se anticipó a su reacción y lanzó un golpe dirigido a la cabeza de su rival, con tan mala suerte que, debido tanto a su entusiasmo como a su falta de destreza, descargó su arma con una fuerza excesiva y demasiado poco tino: alcanzó a Aléas en la boca y le partió el labio superior. La sangre empezó a manar de la herida.
—¡Lo siento! —se disculpó Nico, levantando la mano que tenía libre.
—¿Lo siento?
Aléas hizo una pirueta, se agachó, y con la inercia del raudo movimiento embistió a Nico con el astil que aferraba, que impactó poderosamente en un costado de su cabeza.
Nico se balanceó hacia atrás, con la cabeza zumbándole.
Esta vez fue Aléas quien levantó la mano; luego arrojó la horca al suelo cubierto de paja y se dejó caer junto a ella. Se toqueteó el labio herido con un dedo; su sonrisa irónica sólo conseguía que le brotara más sangre.
—Espero no haberte golpeado demasiado fuerte —declaró, dándose dos palmaditas en un costado de la cabeza.
Nico también cayó desplomado sobre la paja, resollando. Las motas de polvo bailaron en la franja de luz que los separaba y fueron posándose lentamente en el suelo a medida que los dos aprendices recuperaban el aliento.
—¿Siempre habrán sido así? —inquirió Nico.
—¿Quiénes?
—El maestro Ash y el maestro Baracha, ¿quiénes van a ser?
Aléas se relamió la sangre.
—Los más veteranos dicen que sí. Pero yo creo que su relación empeoró tras lo de Masheen, sobre todo por culpa de mi maestro. No tolera una derrota.
—¿Ash lo venció? —El tono de sorpresa en la voz de Nico era evidente. La imagen que tenía de Ash era la de su cuerpo enclenque, su piel arrugada y sus constantes dolores de cabeza; la de Baracha, en cambio, era la de un hombre corpulento y ágil que siempre estaba practicando con su acero.
—No en ese sentido. —Aléas se encogió de hombros, se volvió a un lado y escupió sangre—. Ash cometió la temeridad de rescatar a mi maestro cuando Baracha ya estaba perdido.
—¿Cómo? ¡Vamos, cuéntame más!
—Ponte cómodo. La historia es larga.
Seis años atrás, poco antes de la llegada de Aléas al monasterio para iniciar su formación, Baracha se había metido en el tipo de aprieto más temido por todos los roshuns en el transcurso de una misión: había sido capturado.
Baracha debía cumplir una
vendetta
en Masheen, o más precisamente en una zona montañosa conocida como el Gran Masheen, que rodeaba la metrópoli oriental que se había erigido sobre el ancho y lánguido delta del río Aral, donde el Midéres vierte el agua de los deshielos procedente de las praderas de Alto Pash.
Baracha estaba allí para matar al Rey Sol, un hombre que afirmaba ser la reencarnación de Ras —la deidad del sol en la religión nativa—, y que, por increíble que pudiera parecer, había ganado crédito entre los habitantes de las montañas, fanáticos supersticiosos como sólo pueden serlo los pueblos orientales, si no más.
Entre ellos se había extendido una profecía, según la cual, cuando la montaña se derrumbara y emergiera la Serpiente del
Mundo —que moraba enroscada en una guarida en sus entrañas pedregosas— aparecería un dios encarnado en un hombre procedente de la tierra del sol naciente que se pasearía entre ellos anunciando la llegada de una nueva era de esplendor. A pesar de que su religión vivía subyugada por el Imperio de Mann —que en décadas anteriores se había anexionado Masheen como la provincia más oriental de sus conquistas—, pervivía entre los nativos la creencia en esta profecía.
Ni siquiera sabían de qué montaña hablaba el vaticinio. Para ellos todas las montañas cobijaban el mal en su interior, de modo que había que moverse por ellas con cuidado. Sin embargo, se dio la circunstancia de que un violento terremoto derrumbó una cumbre, de la que únicamente quedó en pie una columna aislada que parecía señalar una tumba en un montón descomunal de escombros. De modo que, cuando poco después, del extremo Oriente llegó un hombre de piel dorada con un séquito de discípulos que proclamaban su divinidad, las gentes de Masheen se postraron a sus pies y le ofrecieron todo lo que poseían.
El palacio del Rey Sol estaba compuesto por varios edificios que se desparramaban sin orden ni concierto por la planicie más elevada de una montaña que dominaba la ciudad portuaria de Masheen. La Ciudad de las Nubes llamaban al complejo palaciego. Por la información que recabó en la ciudad portuaria durante su primera semana allí, Baracha llegó a la conclusión de que el Rey Sol ya era viejo y estaba en plena decadencia. Al parecer, esa nueva era de esplendor había operado pocos cambios en la población a excepción del aumento desmesurado de los impuestos. Inevitablemente, algunos sólo veían a un cínico en esa deidad arribada de Oriente, que había prosperado gracias al esfuerzo de su pueblo y exigía los tributos propios de un vulgar tirano. El Rey Sol vivía entonces como un recluso y sólo recibía a aquellos en quienes confiaba ciegamente. Una vez al año realizaba una declaración de su Gloriosa y Suprema Sabiduría, que luego era transcrita con una hermosa caligrafía en miles de pergaminos que se repartían entre la población y cuyo contenido no era más que peroratas y amenazas.
Se rumoreaba que en la Ciudad de las Nubes no había semana que algún oficial o sacerdote no fuera escaldado hasta morir acusado de traición. El Rey Sol había prohibido llevar armas en el complejo palaciego delimitado por las murallas, con la única excepción de las que portaban las
hitees
, las Gloriosas Vírgenes. Estas mujeres constituían una escolta femenina, sus integrantes eran elegidas a temprana edad de entre las que conformaban el harén del rey, por el amor que le demostraban. Su paranoia le había llevado a prohibir también los sombreros e incluso las prendas con mangas. Se decía que su locura había alcanzado cotas tan altas que por la noche podían oírse desde todos los rincones del mar Midéres los aullidos que profería en las profundidades de su santuario interior.
Precisamente, Baracha había sido capturado cuando se colaba en ese santuario interior, que no era más que un palacio dentro del palacio que se levantaba sobre un peñasco aislado del resto de la Ciudad de las Nubes conocido como el Santuario Prohibido. Según parece, Baracha había subestimado el nivel de vigilancia de las
hitees
. Aun así iba fuertemente armado, y no fueron pocas las bajas entre la congregación de escoltas féminas antes de que el roshun sucumbiera a su mera superioridad numérica y se desplomara inconsciente sobre el suelo.
Arrojaron su cuerpo al interior de una celda de piedra en las entrañas del Santuario Prohibido, donde estuvieron torturándolo durante días sin el menor atisbo de piedad; querían saber quién era, de dónde venía... y, por supuesto, por qué quería asesinar a su dios.
Por la cuenta que le traía, Baracha no les dijo nada. Era evidente que desconocían por completo el secreto que culpabilizaba a su Rey Sol: su llamado dios había asesinado recientemente a su propio hijo de doce años, portador de un sello y cuya vida le había arrebatado en un momento de delirio incontrolado. El Rey Sol lo había hecho pasar por un misterioso accidente; sin embargo, los roshuns conocían la verdad.
Cuando se cumplía el quinto día de su captura, arrastraron a Baracha hasta una cámara revestida con paneles de madera y con una pantalla de encaje en el fondo. Le ataron las manos y el cuello con correas de cuero a una columna de madera y le arrancaron lo que todavía quedaba de su ropa. A continuación, volvieron tirando de un perro salvaje de las montañas, roñoso y pestilente y con un hambre voraz, que entró a regañadientes, arañando el suelo pulido. Dejaron a Baracha a solas con él. El perro lo miró con recelo desde el otro lado de la cámara, agachó la cabeza y gruñó.
Baracha sabía qué era lo primero que buscaban los animales en la selva: los genitales tiernos de su presa. De repente, Baracha fue plenamente consciente de su desnudez.
El animal caminó cautelosamente, balanceando la cabeza a ras de suelo, olisqueando. Se acercó tanto que el roshun distinguió los pegotes secos de porquería que le cubrían el pelaje, apelmazados en mechones recorridos por piojos blancos. El can se detuvo a unos pasos y gruñó descubriendo su dentadura.
Baracha le respondió con otro gruñido.
Cuando la bestia se abalanzó sobre él, ya claramente con el único objetivo de su entrepierna, Baracha se encontró rodando por el suelo con el animal sin que mediara un período de transición, apretándole la garganta con los pulgares mientras el perro sacudía las patas y escarbaba en su cuerpo. El roshun no flaqueó a pesar de las heridas terribles que estaba infligiéndole el animal y pasó una eternidad funesta hasta que el perro murió entre sus manos.
Las convulsiones reflejas del animal cesaron y Baracha se serenó. El roshun se miró las correas hechas jirones en sus muñecas y la piel desgarrada debajo de ellas; de alguna manera se había soltado de ellas en el momento de pánico extremo. Aunque él no lo llamó así, sino el «momento de peligro».
De detrás de la pantalla de encaje llegó el ruido extraño de un gimoteo. Baracha sabía que el Rey Sol estaba observándolo... y que le aterraban los roshuns.
Ensangrentado y tambaleante, Baracha se encontró de nuevo rodeado por las hitees, que lo sacaron precipitadamente de la cámara, lo arrastraron por una escalera y varios tramos más de escalones y lo arrojaron de nuevo al agujero de piedra que era su celda. Le dijeron que al día siguiente tendrían otro perro para él y que esta vez se asegurarían de que las correas estuvieran bien apretadas.
Para entonces, el monasterio de Sato ya había sido alertado de la difícil situación en que se encontraba Baracha. El Vidente había tenido una revelación en sueños: Baracha estaba sufriendo un tormento prolongado e indescriptible. Se informó a Ash —que por casualidad estaba en la isla de Lagos en ese momento— por medio de un ave mensajera enviada al agente ubicado allí. Rápidamente el roshun viajó al continente, a Masheen, y desde allí emprendió la marcha hasta la Ciudad de las Nubes, disfrazado como uno de los numerosos devotos que peregrinaban al palacio para alabar a su dios, y urdió un plan tras varios días de reconocimiento del lugar.