WILLIE: Predigo que Sam desempeñará un papel importante en el futuro cercano.
MODENE: Oh, no. Mientras estábamos de compras, me dijo el nombre de su novia. Es Phyllis McGuire, una de las hermanas McGuire. Ha ido a Las Vegas para encontrarse con ella. Estoy sola, (i2 de abril de 1960.)
En los siguientes dos meses, hay llamadas ocasionales a AURAL y referencias a conversaciones por larga distancia con IOTA y RAPUNZEL. Sin embargo, es evidente que estas comunicaciones son menos frecuentes. No obstante, después de las primarias de West Virginia IOTA la llamó. La siguiente conversación de BARBA AZUL con AURAL (11 de mayo) puede resultar interesante.
MODENE: Bien, me llamó la misma noche. Podía oír a sus partidarios celebrando. Me dijo que ahora nada lo detendría, y que sabía que nos veríamos en Los Angeles una vez que ganase la convención. Y me invitó a quedarme toda la semana que durase la convención.
AURAL: ¿No estás excitada?
BARBA AZUL: Me gustó que dijera eso. He recuperado la calma. Sé que puedo esperar estos dos meses. Me vuelvo a sentir muy segura de mí misma. (11 de mayo de 1960.)
Esa segunda semana de julio de 1960 descubrí que, siguiendo los viajes de Modene entre Miami, Chicago y Washington, mentalmente vivía en la primavera anterior; de hecho, tomé plena conciencia de hasta qué punto estaba lejos de mi propia vida cuando una tarde de julio entré en el salón de oficiales de Zenith y vi a John Fitzgerald Kennedy en la televisión, dando una conferencia de Prensa en la convención demócrata. Me pareció estar viviendo una experiencia extrasensorial, como si después de leer un libro uno de los personajes hubiera entrado en mi vida.
Fue entonces cuando reconocí que el hecho de que Modene estuviera ahora en la convención de Los Angeles, era menos real para mí que la crónica de sus actividades anteriores que noche a noche enviaba a Hugh Montague.
Sin embargo, al escuchar la voz aflautada de Jack Kennedy en la televisión, experimenté una transformación. Descubrí que el tiempo no era un largo río tranquilo, sino un curso de agua lleno de válvulas y compuertas que debían ser superadas antes de poder ingresar otra vez en la tercera semana de julio. Pasó un día antes de que pudiera llamar al Fontainebleau para saber si Modene había regresado, cosa que empecé a hacer a intervalos regulares de tiempo. Finalmente regresó durante la noche del noveno día, y cuando entró en su habitación el teléfono estaba sonando. Seguramente lo consideró un presagio, y debe de haber llegado a la conclusión de que yo estaba dotado de poderes excepcionales, porque se echó a llorar.
Poco después de mi llegada, cuarenta minutos más tarde, empezó nuestra relación. Por fin le había clavado el anzuelo a la sirena, lo cual representaba una singular alteración de la metáfora. Si en algún lado había penetrado el anzuelo, era en mi carne. Jamás me había acostado con una muchacha tan hermosa como Modene. Si había habido noches en los burdeles de Montevideo que jamás olvidaría, eran instancias que al mismo tiempo revelaban la trampa del placer comercial; a medida que mi cuerpo descubría nuevas sensaciones, el resto de mi ser se desgarraba, moralmente atemorizado. ¡Llegar tan lejos, cuando a uno le importaba tan poco! Con Modene, bastó una noche para que me enamorara. Si una mitad la amaba más que la otra, todo mi ser se movía en una misma dirección. No sabía si podía saciarme de Modene Murphy, y esta pasión era mayor que la ansiedad producida por el hecho de que estaba transgrediendo el primer mandamiento de Harlot. Si en su ausencia habían puesto un micrófono clandestino en la habitación, entonces yo estaba grabando mi voz en las cintas del FBI. Incluso en medio de nuestro primer abrazo, no cesaba de decirme que al menos no conocerían el nombre de Harry Field. Porque mientras corría a su hotel, después de recibir su llamada, preparé un pedazo de papel en el que escribí: «Llámame Tom, o llámame Dick, pero nunca Harry». Por supuesto, apenas la puerta se cerró a mis espaldas, nos abrazamos. Sólo dejamos de hacerlo para recobrar el aliento, y nos volvimos a besar. Después ella se echó a llorar, de modo que no pude entregarle la nota hasta pasados cinco minutos. Para entonces, Modene ya no lloraba, sino que se reía. Cogió el mensaje y volvió a reírse.
—¿Por qué? —susurró.
—Tu habitación tiene oídos —respondí, también en un susurro.
Asintió. Se estremeció. A pesar del maquillaje desprolijo y el carmín corrido, estaba encantadora. Su belleza dependía de su arrogancia, y la había recuperado. Si su habitación tenía micrófonos, era porque ella era el centro de atención.
—Fóllame, Tom —dijo, claramente.
Cuando la conocí mejor, supe que raras veces usaba palabras como aquélla.
Cuanto más Modene y yo nos descubríamos mutuamente, más había que aprender. No estaba acostumbrado a ser tan insaciable, pero, claro, nunca le había hecho el amor a una mujer que era la amante del hombre que podía ser presidente de los Estados Unidos, que había tenido una relación con el cantante más popular del país, y que podía convertirse en la querida de un brutal rey del crimen. A pesar de ello, no me desmayé. Dentro de mí moraba un monstruo al acecho. No podía saciarme de ella.
Cuando todo terminó, dormitamos, abrazados. Al despertarnos a las dos de la madrugada, me susurró al oído: «Eh, Tom, tengo hambre».
En un bar abierto toda la noche del extremo sur de Miami Beach, en la zona dominada por la avenida Collins, llena de cines, locales de strip-tease y moteles que alquilan cuartos por hora, con nombres en siseantes luces de neón, comimos sandwiches, tomamos café, y tratamos de hablar. Me sentía como en un barco, y embriagado de dicha. Nunca en mi vida había estado tan relajado. Sólo a causa del último vestigio de sentimiento del deber que me quedaba pude convencerla de que necesitábamos un código privado. Ella aceptó la idea de forma inmediata. La necesidad de conspirar habitaba en ella como un duende. Decidimos encontrarnos en los bares de los hoteles cercanos al Fontainebleau, pero el nombre de un hotel correspondería al de otro. Si le decía el Beau Rivage, querría decir el Edén Roe; el Edén Roe sería el Deauville, y la mención de este último sería una señal para ir al Roney Plaza. Una cita a las ocho de la noche significaría que nos encontraríamos a las seis de la tarde. Escribí las equivalencias en duplicado, y le di una copia.
—¿Estoy en peligro? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Todavía no?
Yo no sabía si quería volver a ninguna clase de mundo.
—El señor Flood me preocupa —dije por fin.
—Sam no me tocaría ni una uña —replicó, en tono afectuoso.
—En ese caso, podría tocarme alguna a mí.
En el acto me arrepentí de haber dicho eso.
—¿Sabes? —dijo—, me siento maravillosamente. Mi padre era corredor de motos, y creo que esta noche su sangre corre por mis venas. Me siento excitada.
En el otro extremo de la barra, un chulo negro estaba tratando de que Modene lo mirase, y como esto no ocurría, me enviaba una nube cargada de malignidad.
Sentí que me hallaba en el lugar donde toda la vida había deseado entrar.
Me llevaría dos semanas descubrir por qué Modene se había mostrado tan turbada al regresar. Ahora que éramos amantes, hablaba menos de sí misma que en las dos breves ocasiones en que nos habíamos encontrado para beber una copa. Hablábamos de nuestras respectivas infancias, de cantantes y orquestas, de películas y de un par de libros. Ella pensaba que
El gran Gatsby
había sido sobreestimada («Fitzgerald no sabía nada sobre gángsters») y que
Lo que el viento se llevó
era un clásico, «aunque tuve que ver la película para convencerme».
Nada me importaba. Si nos casábamos, su gusto podía ser un obstáculo insalvable, pero luego se me ocurrió que nunca me había preguntado cuánto me gustaba
El gran Gatsby
. Eso no se cuestionaba. No en Yale. Era como preguntarse si uno no se conmovía ante san Francisco de Asís.
De todos modos, estuvimos de acuerdo con respecto a
El guardián entre el centeno
. «Es celestial, aunque no un gran clásico», dijo Modene, y eso fue todo lo que hablamos sobre libros. Comíamos y bebíamos bien. Ella conocía todos los buenos restaurantes del sur de Florida. Cuando yo tenía un día libre, y ahora que DESCUIDADO estaba al día contaba con más tiempo disponible, hacíamos esquí acuático o pesca submarina en los cayos, y pasábamos la noche de los sábados en algún bar de Key West. Me sorprendía no tener que enfrentarme con sus admiradores ocasionales. En el fondo, estaba tan poco acostumbrado al papel de caballero protector de una muchacha tan hermosa, que me ponía en pie de guerra cuando alguien la miraba. Muy poco confiado en mi dominio de las artes marciales —el limitado adiestramiento de la Granja obviamente había sido insuficiente—, medía disimuladamente a cada posible contrincante hasta descubrir que no hay peleas, a menos que la mujer las provoque. Modene se anticipaba a toda posibilidad. Ignoro cómo se las ingeniaba, pero supongo que tratar con más de diez mil personas al año en los aviones puede haber tenido algo que ver con ello. Con los hombres desconocidos era agradable, pero nunca complaciente, y dejaba muy en claro que estaba conmigo. De ese modo, yo sobrevivía. Y prosperaba. Quizá me veía más formidable de lo que me sentía. De todos modos, estaba preparado para morir antes de cedérsela a nadie, y sabía que siempre me preguntaría si Dix Butler había dicho la verdad o no.
También fuimos a Tampa, y a Flamingo y los Everglades. Si pasábamos todo un día juntos como preparación para la noche, parte de la alegría era viajar en coche. Adoraba los descapotables. Empecé a alquilarlos. Yo tenía un capital que no podía tocar hasta cumplir los cuarenta años, que consistía en bonos emitidos por la ciudad de Bangor en 1922. Me los había dado mi abuelo paterno, y podía disfrutar de los intereses, aunque, según el protocolo familiar, se suponía que no lo haría. ¿Quién podía decirme por qué nuestra familia actuaba del modo que lo hacía? Aun así, como buen Hubbard, siempre dejaba los intereses en depósito. Ahora, empezaba a padecer tanto debido a mis impulsos de tacaño, que Tom Field empezó a meter mano en los intereses acumulados de Harry Hubbard para gastarlos en espléndidas comidas y descapotables blancos alquilados.
¡Cómo les gustaba viajar en coche a Tom y a Mo! Hacía calor, y era la estación de las lluvias. Comencé a apreciar el cielo del sur de Florida, ingrávido sobre nuestras cabezas durante toda una espléndida mañana, o azul en los Everglades como el gran empíreo del Oeste estadounidense. Las tierras de Florida eran planas, planas como el nivel del agua, pero su cielo tenía su propia topografía montañosa. Un torrente de lluvia podía aproximarse con la rapidez con la que las gargantas iluminadas por el sol se hunden en la implacable sombra de sus acantilados. Por eso era imposible ignorar la forma cambiante de una nube sin correr el riesgo de no subir la capota a tiempo. Los cúmulos se inflaban como velas triangulares, trayendo un chubasco tropical; otras nubes se enroscaban como ganchos dispuestos a desgarrar el tejido del cielo. Bajo un techo negro de atmosférica ira, las nubes de tormenta se apilaban las unas sobre las otras en hileras de riscos que la tierra jamás podría ofrecer. El torrente azotaba los insectos contra el parabrisas como oscuras expectoraciones, y sus pequeñas, explosivas muertes punteaban el vidrio entre las gotas de lluvia.
¡Cómo caía el agua en el sur de Florida! En un momento dado, corriendo por una carretera que no era más que una larga flecha blanca lanzada contra el horizonte, estaba a punto de doblar el límite de velocidad permitido; entonces aparecían las nubes como extraños encapuchados. Al cabo de diez minutos, las cortinas de un diluvio me obligaban a detenerme en el arcén. Una furia celestial, tan íntima como la ira paterna, e igualmente todopoderosa, castigaba la piel metálica del coche. Cuando la lluvia cesaba, Modene y yo continuábamos nuestro viaje por el sur de Florida, su cabeza apoyada en mi hombro.
Nunca hablábamos acerca de lo sucedido en Los Angeles. Ya no se refería ni a Jack ni a Sam. Parecían haber desaparecido y, dado el tamaño de la herida, no iba a preguntarle nada. El dolor y el silencio eran sus compañeros sensuales. Yo, demasiado acostumbrado a lamentarme a causa de Kittredge, podía viajar durante una hora junto a Modene sin decir palabra. Vivía con el optimismo del amante, creyendo que el silencio nos acercaba todavía más. Cuando empecé a sospechar que sus pensamientos podían viajar mientras hacíamos el amor, me di cuenta de que sólo una parte del ser amado permanece junto a nosotros. Algunas veces, en medio del acto, sentía que su mente se alejaba de mí, y entonces tenía la misma sensación sutil que se experimenta cuando una fiesta ha pasado su punto culminante, y un palio parece cubrirlo todo.
Fue para esta época que recibí una carta de mi padre. A pesar de la variedad de medios de comunicación que tenía a su alcance —teléfono público, codificador-descodificador, línea codificada de desvío especial, teléfono seguro, teléfono de la Agencia y otras maneras demasiado técnicas para enumerarlas— era característico de él que emplease el antiguo método de la OSS. Escribía una carta, la introducía en un sobre, lo cerraba, lo rodeaba con cinta para embalar (casi tan fuerte como un cable de acero), y lo metía en la saca del correo sin importarle el destino de ésta. Si bien dos expertos habrían tardado una semana en deshacerse del cinturón de castidad, abrir el sobre con vapor, y luego devolverlo a su estado original, existían métodos más brutales de interceptar correspondencia. La carta llamaba demasiado la atención, y podía ser robada fácilmente. Pero mi padre se jactaba de que ni una sola vez a lo largo de su carrera había perdido una carta usando este método. No, se corregía luego, una vez le había fallado. El avión que transportaba la saca cayó a tierra. No, por nada del mundo estaba dispuesto a cambiar de sistema, gracias al cual no sólo podía sentir su mano cogiendo la estilográfica, sino enviar sus palabras sin necesidad de intermediarios. Leí:
Querido hijo:
El domingo estaré en Miami, y esta comunicación abreviada es para decirte que me gustaría pasar el día contigo. Como no quiero empezarlo con noticias tristes, te informo ahora que Mary y yo, a un año de nuestras bodas de plata, hemos resuelto divorciarnos después de seis meses de separación. Me temo que los mellizos están de su parte. Aun cuando les he asegurado que, dadas las circunstancias, nuestro divorcio se llevará a cabo en términos relativamente amistosos, Roque y Toby parecen amargados. Después de todo, se trata de su madre.