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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (155 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Y Styles Bridges: «¿Cuánto más debemos tolerar que ese dictador comunista nos humille?». Por primera vez, me di cuenta de que a pesar de las cosas dudosas que de tanto en tanto nos vemos obligados a hacer para la Agencia, somos personas honorables en comparación con ese hatajo de oportunistas. ¡Y Nixon! Como si el honor no se le derritiera en la boca, dijo: «No se negocia con vidas humanas».

Ante ese tipo de maltrato político, el pobre Milton Eisenhower renunció, y todo fracasó.

Sin embargo, Jack no se ha dado por vencido. Cuando el Comité de Tractores para la Libertad se disolvió en junio pasado, unos exiliados establecieron una comisión de Familias Cubanas para la Liberación de los Prisioneros de Guerra, y los Kennedy les concedieron la exención de impuestos. La comisión no avanzó mucho durante el verano, pero últimamente Castro se ha puesto en contacto con sus miembros y quieren negociar un trato. Como prueba de buena voluntad envió a Miami (estoy segura de que lo sabes) esos sesenta prisioneros mutilados que llegaron la semana pasada. Ante el requerimiento de Bobby (me gustó que pensara que yo sería de valor en esta empresa) volé a Miami como su observadora personal. Me alegró, y a la vez me decepcionó, no encontrarte allí. (Mi Alfa y mi Omega están tan separados como dos brazos extendidos; ¿cómo sería amar a alguien con las dos mitades del ser?) De todos modos, mi querido Harry, pronto me olvidé de ti. Había una multitud de quince o veinte mil cubanos que atestaban el aeropuerto. Los cubanos tienen una predilección especial por las multitudes, yo no. Sin embargo, en mi calidad de testigo privilegiado, con credenciales expedidas en el último momento por el Departamento de Justicia, pude ver desde cerca cómo esos sesenta mutilados, en cierta manera la carnada de Castro, con heridas de hace un año, bajaban del avión para reunirse con parientes y amigos en medio de una muchedumbre que agitaba sus pañuelos. Por supuesto, los parientes más cercanos estaban al lado, reunidos como un coro plañidero. Harry, de ese avión descendieron sesenta lisiados; a algunos les faltaba una pierna, a otros un brazo, otros estaban ciegos. La gente intentó cantar el himno cubano, pero se echaron a llorar. Los hombres bajaban despacio, dolorosamente. Unos cuantos se arrodillaron para besar el suelo.

Apenas estuve de regreso en Washington, Bobby me recibió en su despacho. Quería oír hasta el último detalle que pudiera proporcionarle. Hace dos noches, nos invitó a Hugh y a mí para que conociéramos a uno de los que regresaron, un hombre llamado Enrique Ruiz-Williams (de sobrenombre Harry), un tipo corpulento, honesto, maravilloso, de apariencia sencilla hasta que adviertes que no es ingenuo, sino un hombre austeramente honesto. Tiene una de esas voces profundas que salen del pecho sin impedimento, como si hubiera mucha fuerza y claridad en el alma y la voz fuese su hálito natural. En seguida te das cuenta de que el hombre es lo que aparenta ser. (Lo cual sólo puede suceder cuando Alfa y Omega están en armonía.)

Harry Ruiz-Williams había conversado un par de veces con Castro y lo que oí me intrigó. Durante la lucha en la bahía de los Cochinos, Ruiz-Williams fue lanzado por el aire por un proyectil de artillería y cuando cayó tenía medio centenar de fragmentos de metralla en el cuerpo y los pies destrozados. Bobby me dijo después que tenía un agujero en el cuello, otra herida en el pecho, costillas rotas y un brazo paralizado.

Cuando San Román y el resto de la Brigada retrocedieron hasta el pantano, tuvieron que dejarlo con otros heridos en una casita junto al mar. Más tarde, ese mismo día, llegó Castro con sus tropas a inspeccionar los heridos. Williams buscó su pistola bajo la almohada y trató de disparar. Quizá sólo hizo el intento. Tenía fiebre, y no lo recuerda muy bien. Sin embargo, oyó que Castro decía: «¿Qué tratas de hacer, matarme?». «Para eso vine —respondió Ruiz-Williams—. Lo intentamos durante tres días.»

Al parecer, Castro no se enfadó.

—¿Por qué no? —le pregunté a Williams.

—Creo —me respondió— que a Fidel Castro mi respuesta le pareció lógica.

Antes de que Williams abandonase La Habana con sus compañeros heridos, Castro volvió a hablar con él. «Cuando llegues a Miami — le dijo—, no hables mal de los Estados Unidos, porque se pondrán furiosos contigo. Y no hables mal de mí, porque entonces seré yo quien se ponga furioso. Quédate en el medio.» Evidentemente, a Castro no le falta ironía.

A su vez, Harry Williams quedó muy impresionado por Bobby Kennedy. «Cuando lo conocí —me dijo—, esperaba encontrar a un tipo muy impresionante, el número dos del país. Pero lo que hallé fue un hombre joven, sin chaqueta, con la camisa arremangada, el cuello abierto, sin corbata. Me miró de frente. Le dije todo lo que pensaba, que los Estados Unidos son responsables, pero la Brigada no quiere hacerle el juego a los comunistas.»

Desde esa primera reunión, Bobby usa una buena parte de su valioso tiempo para aconsejar a Williams. Algo típico en él. Los políticos hacen despliegue de emoción de la misma manera que la gente rica invierte su dinero: fríamente, y para sacar provecho. El honor de Jack es que no manifiesta su emoción a menos que sienta en su interior una sensación de calor, leve pero legítima; el honor de Bobby es prodigar emoción, como un pobre que compra regalos para sus hijos. La Brigada se ha convertido en uno de los huérfanos de Bobby. No se dará por vencido. Antes de que esto termine, hará que todos salgan en libertad.

Con fervoroso cariño,

KITTREDGE

10

Ese día, el 14 de abril de 1962, yo estaba en Miami cuando los sesenta heridos de la Brigada regresaron, pero no en el aeropuerto internacional. Harvey había ordenado que el personal de JM/OLA no asistiese a menos que tuviera una misión especial. Habría demasiados de nuestros agentes cubanos que podrían querer presentarnos a sus amigos.

De haber sabido que Kittredge estaría allí, habría desobedecido la orden, pero ahora, al leer su carta, su tono me pareció insatisfactorio. Pensé que se estaba sintiendo demasiado impresionada por los dos hermanos Kennedy.

No tenía tiempo de meditar sobre eso. Dos días después, me llegó una nota por el método de la saca.

25 de abril de 1962

Harry:

Perdona el cambio de método, pero necesitaba comunicarme contigo de inmediato. Esta noche vino a comer nada menos que Sidney Greenstreet. Después, mientras hacía todo lo posible por mantener una conversación con la señora Greenstreet, Sidney y Hugh, encerrados en el estudio de Hugh, tuvieron un altercado. No es común que mi marido levante la voz, pero claramente oí como decía: «Lo llevará con usted, y eso es todo».

Estoy razonablemente segura de que se referían a ti. Mantenme informada.

HADLEY

Ése era un nombre que adoptaba Kittredge algunas veces, cuando nos comunicábamos por medio de la saca. Y Sidney Greenstreet no podía ser otro que Bill Harvey. A menudo, Hugh se refería a él como «el gordo».

La nota de Kittredge me puso en alerta. No me sorprendí al recibir un cable esa mañana vía LÍNEA ZENITH-ABIERTA firmado VAQUERO. «Comunícate por teléfono seguro.» Harvey y yo volvíamos a las andadas.

—Tengo otro trabajo —fueron las primeras palabras de Harlot—. Espero que seas capaz de hacerlo.

—Si lo dudas —respondí—, ¿por qué me eliges?

—Porque me he enterado de que eras tú el que trabajaba con Cal. Eso está bien. No me lo dijiste. Necesito alguien que sepa mantener la boca cerrada. Se trata de un poco más de lo mismo, aunque mejor administrado.

—Sí, señor.

—El objetivo continúa siendo Rasputín.

Era una señal de progreso el que Harlot esperase que yo entendiera a qué se refería. Rasputín sólo podía ser Castro. ¿Quién, si no, había evadido tantos atentados contra su vida? Por supuesto, no había necesidad de disimular tanto, ya que estábamos en un teléfono seguro. Pero Harlot tenía sus predilecciones.

—El gordo sufrió al enterarse de que he decidido que seas su compañero en esto, pero le conviene acostumbrarse a la idea.

—Una pregunta. ¿Diriges tú esto?

—Digamos que comparto el puente con Tillers.

—¿Lo ha aprobado McCone?

No era una pregunta correcta, pero tuve la impresión de que la contestaría.

—No pienses en McCone. Cielos, no. No está preparado.

No tenía que preguntar por Lansdale. Hugh no lo invitaría.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—ANCHOA. Un montón de anchoas coloreadas. El obeso es ANCHOA ROJA, tú eres ANCHOA VERDE, yo soy ANCHOA AZUL y Rasputín es ANCHOA GRIS. Pronto te reunirás con un caballero al que el elegante Bob solía emplear. Johnny Ralston. Él será ANCHOA BLANCA.

—¿Y qué hay de...? —No sabía cómo describirlo. Por supuesto, estábamos en un teléfono seguro, pero dadas las características de la situación, no quería usar su nombre—. ¿Qué hay de Fútbol?

—Lo llamas así. Bien. Fútbol. Prefiere no enterarse de nada. No hace más que decirle a todo el mundo que produzcan resultados, pero él no acerca la nariz.

—Sí, señor.

—Acompañarás a ANCHOA ROJA a todas partes. No importa si él lo aprueba o no.

—¿Me llamará todas las veces?

—Lo hará, si sabe lo que le conviene.

Con eso, Harlot colgó.

Harvey no se hizo esperar. Sabía que aquel día estaba en Zenith. Sonó el teléfono.

—¿Has almorzado? —me preguntó.

—Todavía no.

—Pues no podrás hacerlo. Espérame en el aparcamiento.

Su Cadillac aguardaba con el motor encendido, y llegué justo a tiempo para abrirle la puerta. Gruñó y me indicó que entrase primero y me apartara. Su mal humor era evidente.

Sólo habló cuando llegamos a la carretera Rickenbacker, en dirección a Miami Beach.

—Veremos a un tipo llamado Ralston. ¿Sabes quién es?

—Sí.

—Muy bien. Cuando lleguemos, mantén la boca cerrada. Yo llevaré la conversación. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—No estás preparado para este trabajo. Como probablemente sabrás, me ha sido impuesto. En mi opinión, es un error.

—Intentaré que cambie de opinión.

Eructó.

—Pásame la jarra de martinis, ¿quieres?

No volvió a hablar hasta que llegamos a la avenida Collins, ya en Miami Beach.

—No sólo mantendrás cerrado el pico, sino que no le sacarás los ojos de encima al tal Ralston. Míralo como si fuese un insecto al que puedes matar si se mueve. Piensa que puedes echarle ácido en los ojos. No hables, o se dará cuenta de que no son más que orín frío.

—Tengo todo muy claro —dije.

—No lo tomes como algo personal, pero pienso que no estás capacitado para esta operación.

Roselli vivía en un yate amarrado en Indian Creek, cruzando la avenida Collins, frente al Fontainebleau. Junto al yate había un crucero de nueva serie, de nueve metros de eslora, con puente superior saledizo. Un hombre delgado, bronceado, de unos cincuenta años, pelo canoso muy bien peinado, estaba sentado en la cubierta del yate, y se puso de pie cuando vio que el Cadillac se detenía. Llevaba camisa y pantalones blancos, pero iba descalzo.

—Bienvenidos —dijo.

Noté que el yate se llamaba
Lazy Girl II
, y el crucero vecino
Streaks III
.

—(Podemos salir del sol? —preguntó Harvey al subir a bordo.

—Entremos, señor O'Brien.

La sala del yate tenía nueve metros de largo y estaba decorada con tonos color carne, como una suite del Fontainebleau. Sobre una alfombra que iba de pared a pared, había sillones mullidos y muebles llenos de curvas ondulantes. Sentadas ante un piano de media cola, con la espalda hacia el teclado, había dos muchachas aniñadas con blusas rosadas y anaranjadas, faldas amarillas y zapatos blancos de tacones altos. Eran rubias, estaban tostadas por el sol, tenían rostro de bebé y sus labios eran gruesos. El lápiz labial casi blanco les otorgaba una especie de brillo lunar que parecía decir que eran capaces de besar a cualquiera sin que les importase, porque lo hacían muy bien.

—Éstas son Terry y Jo-Ann —dijo Roselli.

—Hola, chicas —dijo Harvey con un tono entre el reconocimiento y la despedida.

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, ninguna de las dos muchachas me miró; por mi parte, no les sonreí. Me di cuenta de que me sentiría algo raro manteniéndome callado. Después de todo, seguía hirviendo de rabia por la opinión que mi jefe tenía de mí.

Harvey hizo un pequeño gesto en dirección a Terry y Jo-Ann.

—Terry, Jo-Ann —dijo Roselli—, ¿qué os parece si vais a la cubierta a tomar un poco de sol?

Apenas las muchachas se hubieron marchado, Harvey se sentó con evidente desconfianza en el borde de uno de los mullidos sillones, al tiempo que de su maletín extraía una pequeña caja negra. La encendió.

—Ante todo, permítame decirle que no he venido aquí para perder el tiempo en gilipolleces.

—Absolutamente comprendido —dijo Roselli.

—Si entre la ropa oculta un magnetófono, será mejor que se lo saque y se ponga cómodo. Si hay algún sistema de grabación oculto, está malgastando la cinta. Esta caja negra imposibilita la recepción.

Como aprobando sus palabras, se oyó un desagradable zumbido electrónico.

—Me importa poco con quién haya hablado antes de este asunto; ahora tratará conmigo y con nadie más —dijo Harvey.

—De acuerdo.

—Usted parece estar de acuerdo con todo. Tengo unas preguntas para hacerle. Si sus respuestas no me satisfacen, lo excluiré del proyecto. Si protesta, lo arrojaré a los lobos.

—Por favor, señor O'Brien, nada de amenazas. ¿Qué puede hacer, matarme? En lo que a mí concierne, ya he tenido esa experiencia. —Asintió, como para enfatizar sus palabras—. (Bebe algo?

—No cuando trabajo, gracias —dijo Harvey—. Sabemos por qué está en esto. Usted ingresó en los Estados Unidos de manera ilegal cuando tenía ocho años, y su nombre es Filippo Sacco. Ahora quiere la ciudadanía.

—Debo obtenerla —dijo Roselli—. Amo a este país. Hay millones de ciudadanos que lo odian, pero yo, que no tengo pasaporte, lo amo. Soy un patriota.

—No hay posibilidad de traicionarme —dijo Harvey—. Ni a mí, ni a las personas a quienes represento. Si intenta algún truco, puedo hacer que lo deporten.

—Nada de amenazas, se lo repito.

—¿Preferiría que dijese a sus espaldas que lo tengo en mi poder? —preguntó Harvey.

Roselli se echó a reír. Sólo a él le parecía divertido, pero siguió riendo durante un rato.

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