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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (158 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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WILLIE: Esto me suena disparatado y enfermo.

MODENE: Porque no sabes lo que significa que un fantasma te visite por las noches. Quizá tu idea de lo que constituye un comportamiento aceptado se vea alterada.

WILLIE: ¿Accediste a hacerlo allí?

MODENE: Él sacó una manta de la cesta y la extendió sobre el suelo. Yo me acosté y accedí a que me penetrara. Pero me puse rígida. No dejaría que se corriese dentro de mí.

WILLIE: Dios mío, ¿después de tanto?

MODENE: Sentí la presencia de ella. Era como si una vieja gitana me susurrara al oído. Me decía: «Ya basta». Pensé que tenía razón. Eso me congeló. Sam y yo empezamos a discutir allí, sobre el suelo. Estaba tan cerrada como un puño. Entonces le dije: «Muy bien, pero tendremos que hacerlo en otra parte o no resultará». ¿Sabes? Lo entendió. Se incorporó, y se vistió. Estaba sofocado, y más sexy que nunca. Recogió todo, lo guardó en la cesta, y me llevó a su casa. Nunca en mi vida me he sentido más excitada sexualmente.

WILLIE: Eso ya me lo has dicho antes.

MODENE: Nunca como esa vez. No podía esperar a que llegáramos a su casa. En el mausoleo resultaba tétrico, pero fuera sentí que había perdido todo control sobre mí misma. Aborrezco confesar esto, pero te diré que los genitales de Sam tienen un olor que me recuerda el aceite y la gasolina, lo cual me convenció más aún de que era verdaderamente capaz de hacer algo por mi padre.

WILLIE: No sé si quiero seguir con esto.

MODENE: Tú lo quisiste. Cuando llegamos a la casa de Sam, corrimos a un despacho donde Sam suele tener sus reuniones más importantes con la Mafia, y después de cerrar la puerta con llave, nos arrancamos la ropa e hicimos el amor sobre la alfombra. Yo no dejaba de pensar en los hombres que habían estado en aquel despacho, y en las veces en que sentado allí Sam habría decidido matar a alguien. Todo eso me excitó tanto que me corrí junto con él. Después, nos quedamos acostados allí, acariciándonos. Esa noche, cuando volví a mi hotel, encontré un mensaje. Debía llamar a mi madre. Me dijo que mi padre había muerto esa misma tarde. Le dije: «Mamá, me alegro por nosotras».

En esa misma carta Kittredge escribió algo que no puedo olvidar:

¿Sabes, Harry? Si bien quiero creer que esto es una manifestación pura del poder que Omega ejerce sobre Giancana, también —a causa de que vivo con Hugh— debo considerar la posibilidad de que Sam enviase una orden esa mañana para que buscaran a un enfermero obediente en el hospital del padre de Modene quien, por un
pourboire
apropiado, procedería a desconectarlo. Como tengo cierta idea de lo difícil que puede resultar un arreglo de ese tipo, confieso que me inclino por la explicación ocultista, pero me veo obligada a recordar el dilema epistemológico de Hugh: «¿Entramos en el Cine de la Paranoia o en el del Cinismo?».

13

Todo lo que sé sobre el almuerzo de J. Edgar Hoover con Jack Kennedy se basa en lo que Kittredge me informó acerca de él. Sin embargo, solía pensar si realmente habría tenido lugar, hasta que por fin adquirió la existencia incontrovertible que por lo general reservamos para unos cuantos recuerdos poco comunes. Lo que ofrezco, por lo tanto, es una suposición, aunque estoy dispuesto a jurar que no podría haber sucedido de otra manera.

Recuerdo, sí, un detalle que Jack le comunicó a Kittredge. Se trata, simplemente, de que Hoover no aceptó tomar un aperitivo antes del almuerzo, pero está claro que basta el hueso de un fósil para que calculemos las dimensiones del dinosaurio.

—Bien, brindaré por usted, ya que usted no brinda por mí —dijo Jack Kennedy—. ¿Está seguro de que no quiere un Campari? Me han dicho que le gusta mucho.

—Tal vez su información no sea del todo digna de confianza —respondió J. Edgar Hoover—. En raras ocasiones he aceptado un martini para el almuerzo, pero hoy beberé un poco de soda. —Tomó un sorbo de su vaso—. Es una verdadera lástima que la señora Kennedy no nos deleite con su presencia.

—Ayer por la tarde viajó a Hyannisport con los niños.

—Sí, ahora que lo menciona, alguien me habló de ello.

—Sólo usted y yo, según su expreso deseo —dijo Kennedy.

—En efecto. Según mi deseo. Bien, lamento no poder saludar a su hermosa mujer. Según he visto por televisión, estuvo excelente durante su gira por Europa. Opino que su contribución fue tan notable como positiva.

—Por cierto que sí —dijo Kennedy—. ¿Tiene usted tiempo para ver la televisión, señor Hoover?

—En la medida en que mis múltiples obligaciones me lo permiten, lo cual, como usted imaginará, no es frecuente. Pero sí, disfruto de la televisión.

—¿Y cuál es su programa favorito?

—Hace un par de años era
La pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares
. Creo que podría haber ganado mucho dinero de haber participado.

—Me imagino que su éxito habría sido sensacional.

—Lamentablemente, ya no es posible. Como uno más de los millones de espectadores de ese programa, me sentí muy decepcionado al enterarme de que los productores hacían trampa con los resultados. Qué ejemplo sórdido de corrupción en algo supuestamente respetable. La conducta de Charles van Doren ha sido imperdonable.

—Qué interesante —comentó el presidente—. ¿Por qué lo nombra precisamente a él?

—Porque no tiene excusa. ¿Cómo puede un hombre con todas sus ventajas implicarse en una actividad ilícita como ésa? Las personas de otros grupos étnicos siempre utilizan la excusa de la pobreza, pero ¿qué puede aducir Charles van Doren como razón para aceptar las respuestas correctas por adelantado? Personalmente, lo atribuyo a la permisividad imperante en las mejores universidades del Este. Pero mejor pasemos a temas más placenteros. Le aseguro que quedé encantado con la hazaña de John Glenn. No hay duda de que los rusos han empezado a sentir nuestro aliento en su nuca.

—Me alegra que lo vea de ese modo —dijo Kennedy—, porque en ocasiones parece como si fuéramos quinientos metros detrás de ellos en una carrera de mil quinientos.

—No tema, señor presidente. Les daremos alcance.

Empezaron a almorzar.

Mientras tomaban la sopa de cebada, el presidente se refirió a los cien puntos que había anotado recientemente Wilt Chamberlain en un partido de la liga de baloncesto.

—¿Cuándo fue? —le preguntó Hoover.

—Hace unas tres semanas. Es una hazaña increíble. ¿Acaso no se enteró?

—Sí, me enteré, pero el baloncesto no me interesa.

—¿De verdad?

—Me aburre. Cada veinticuatro segundos, diez gigantes saltan por el aire para coger el balón.

—Sí —dijo Kennedy—, y nada se puede hacer al respecto, ¿no?

—Bien, no sé qué quiere decir, exactamente.

—A mí me maravilla la manera en que los atletas de color se van apoderando de ese deporte.

—¿No está usted atribuyendo otro sentido a mis palabras? —le preguntó Hoover—. Yo no dije que se tratara de gigantes negros.

—De hecho, no lo dijo.

—Estoy dispuesto a apoyar los objetivos respetables de la gente de color, pero nos enfrentamos a un problema serio. Esta gente parece demostrar mayor aptitud para producir grandes atletas que grandes líderes.

Sirvieron rosbif con patatas y guisantes. Cuando el camarero negro se retiró, Jack Kennedy volvió a hablar.

—Yo no sé si dudaría en afirmar que Martin Luther King es un gran líder.

—Pues yo sí —dijo Hoover—. Me lo pensaría muy bien antes de atribuirle nada positivo.

—Lo que usted dice es muy fuerte, señor Hoover.

—Nunca empleo palabras fuertes hasta que lo hago, señor presidente. Martin Luther King es el mayor mentiroso de nuestro tiempo, y puedo probarlo. Si algún día llegase usted a necesitar información sobre él, le aseguro que tengo suficientes pruebas en su contra como para hacerle olvidar algunas de sus exigencias más ultrajantes.

—No lo dudo —dijo Kennedy—. Uno de estos días me permitirá examinar esos archivos especiales, ¿verdad, señor Hoover?

—En realidad —dijo Hoover—, si estoy aquí hoy, es a causa de mi preocupación por un asunto que figura en mis archivos.

—¿Referido a qué?

—Bien —respondió Hoover—, referido a las relaciones de uno de sus amigos.

—¿A cuál de mis amigos? —preguntó Jack Kennedy.

—A Frank Sinatra.

—Frank no tiene muchas relaciones, ¿o sí?

—Señor presidente, no se trata simplemente de que la Prensa sobredimensione el hecho de que un artista estreche determinadas manos a quienes ocupan algunas mesas en un club nocturno. Esto tiene que ver con las relaciones permanentes de Sinatra con Sam Giancana, una de las mayores figuras de la Mafia. Y también tiene que ver con una jovencita que al parecer ha compartido los favores con ambos caballeros, y, según tenemos razones para creer, también con otros.

Kennedy permaneció en silencio.

Hoover permaneció también en silencio.

—¿Desea una taza de café? —preguntó Kennedy.

—Creo que sí.

El presidente hizo sonar una campanilla y el camarero de color trajo el café. Cuando se fue, Kennedy dijo:

—De modo que se trata de eso. Usted está sugiriendo que mi amigo Frank Sinatra debería cuidarse de relacionarse con gente como Sam Giancana.

—Sí —dijo Hoover—, eso sería conveniente. Quedaría un cabo suelto.

—¿Cómo de suelto?

—Simplemente suelto, diría yo. La joven de inclinaciones promiscuas se llama Modene Murphy, y parece ser muy amiga de uno de los secretarios del presidente, aquí en la Casa Blanca.

—Extraordinario. Tendré que ocuparme de eso. No me imagino cómo pudo enterarse de nada a través de nuestras líneas.

—No podemos hacerlo, ni lo haríamos tampoco. Al respecto, puede usted dormir tranquilo. Sólo que, debido a la relación continua de la señorita Murphy con Sam Giancana, consideramos necesario obtener acceso a sus comunicaciones telefónicas. No fue un caso rutinario. El señor Giancana envía a su gente de manera regular a echar un vistazo al teléfono de la señorita Murphy. No obstante, obtuvimos una inserción temporal y pudimos verificar que, en ocasiones, y a veces durante varios días consecutivos, ella está en contacto con los circuitos de la Casa Blanca. —Terminó su café y se puso de pie—. Por supuesto, dejaré este asunto en sus manos. Cuando la señora Kennedy regrese de Hyannisport, salúdela de mi parte, por favor.

Mientras se dirigían a la puerta, hablaron del entrenamiento de los deportistas durante la primavera. El señor Hoover viajaba a St. Petersburg para ver a los Yanquis, y Jack Kennedy le pidió que transmitiera sus saludos a Clyde Toisón, quien lo acompañaría. El señor Hoover le aseguró que se los daría.

14

Al cabo de unas pocas semanas, a través de ciertos informes del FBI que me envió Kittredge, supe que, al día siguiente del almuerzo de J. Edgar Hoover en la Casa Blanca, mi padre, que seguía en Tokyo, recibió un cable del Buda en persona. EL DEPARTAMENTO DE JUSTICIA REQUIERE QUE LA CIA COMUNIQUE ESPECÍFICAMENTE SI OBJETARÍA UNA ACUSACIÓN CRIMINAL CONTRA MAHEU POR CONSPIRACIÓN Y VIOLACIÓN DE LA LEY DE INTERVENCIÓN DE COMUNICACIONES. SE AGRADECERÁ UNA RESPUESTA A LA MAYOR BREVEDAD.

Más tarde, el 10 de abril de 1962, Hoover envió el siguiente memorándum al Departamento de Justicia, dirigido al Fiscal General Adjunto Miller:

El miembro del Consejo Hubbard informa que una acusación contra Maheu llevaría a la revelación de informaciones de índole delicada referidas a la frustrada invasión de Cuba de abril de 1961. En vista de ello, la Agencia objeta que se inicie acción legal contra Maheu.

El 7 de mayo, Bobby Kennedy organizó una reunión a la que asistieron Lawrence Houston y Sheffield Edwards, respectivamente consejero general y director de la oficina de Seguridad de la CIA. En respuesta a las incisivas preguntas del Fiscal General, se vieron obligados a reconocer que Maheu había ofrecido ciento cincuenta mil dólares a Giancana para que matara a Castro. Según le contaría más tarde Sheffield Edwards a Harlot, en este punto Robert Kennedy dijo en voz baja pero clara: «Espero que si en el futuro deciden volver a hacer tratos con gángsters, se lo harán saber al Fiscal General».

El 9 de mayo Roben Kennedy se reunió con J. Edgar Hoover, después de lo cual éste escribió un memorándum para su fichero personal:

Manifesté mi gran asombro por las actividades de la Agencia en vista de la mala reputación de Maheu y el horrible criterio de usar a un hombre del pasado de Giancana para un proyecto de tal índole. El Fiscal General compartió mi opinión.

De una nota fuera de los canales acostumbrados, escrita por Hugh Montague a Richard Helms dos días después:

Mantuve una conversación con el Hermano. El Hermano dijo que había visto al Buda y que nunca nos lo perdonaría. Dijo que lo peor era que el Buda insinúa, aunque no oficialmente, que fue el Rey del Trabajo quien primero incitó a Sir Ardilla a que nos ofreciera los servicios de Rapunzel y su madriguera de amigos. Respondí que, si bien esto era inverificable (rastros de A. J. Ayer), no era necesario que nos arrancáramos los cabellos. Esta observación me permitió salvar el abominable abismo y llegar hasta la puerta de su despacho. Tenemos que esconder tanto debajo de la alfombra que mucho me temo que los pies tropiecen con las protuberancias.

En el margen, hice unas anotaciones con lápiz:

el Rey del Trabajo: Hoffa, indudablemente.

Sir Ardilla: no puede sino ser Maheu.

El 14 de mayo, cinco días después de la visita de Hoover a Bobby Kennedy, William Harvey, por orden de Harlot, llamó a Sheffield Edwards para decirle que, en caso de que el Fiscal General quisiera saberlo, le informase que no se había contemplado la posibilidad de emplear a Roselli. Edwards dijo que lo escribiría en una nota que guardaría en su archivo.

Ahora que había un pedazo de papel que indicaba la dirección equivocada, Harvey se puso en contacto con Roselli, quien le informó que las píldoras habían llegado a Cuba. «Utilicémoslas», dijo Harvey.

Durante todo este período el FBI intensificó la vigilancia de Giancana.

MODENE: Me dan ganas de vomitar incluso antes de salir para el aeropuerto. Sé que habrá agentes del FBI esperándonos, y he aprendido a reconocerlos. Destacan como pingüinos.

WILLIE: Exageras.

MODENE: Cuando una persona tiene una sola cosa en la mente, y sólo una, destaca en medio de una multitud. Solían seguirnos con disimulo, pero ahora hablan en voz alta. Quieren que todo el mundo los oiga. «¿Cómo se gana usted la vida, Giancana?», le preguntan. Sam responde: «Eso es fácil. Soy el dueño de Chicago. Soy el dueño de Miami. Soy el dueño de Las Vegas». Ocurrió en dos ocasiones. Sam empezó a pensar que podía controlar la situación. «No pueden hacer nada, Modene —me dijo—. Trabajan a sueldo, y aquí se les termina la historia.»

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