—Son hombres buenos —dije—. Con defectos, y no suficientemente profundos para ti. Pero, ¿no reconoces lo difícil que es encontrar hombres inteligentes y razonables? No es algo automático, Hugh.
—Considero —dijo— que no sufrir por una carencia de profundidad es un vicio del espíritu. A menos que uno sea obtuso de nacimiento, la superficialidad es una elección de los que son indulgentes consigo mismos. Es extremadamente doloroso vivir con preguntas y no con respuestas, pero ése es el único camino intelectual honorable. Por eso no soporto a ese Bobby Kennedy, siempre tan animado y vivaz, que apenas consigue unos cuantos datos comienza a construir su vivienda de castor. Necesita asomarse al abismo.
Pensé en decirle: «Como has hecho tú». No pude. Era verdad. Hugh no sólo se pregunta si su madre es una asesina, sino si él es responsable por esos cientos (¿o miles?) de comunistas que Stalin condenó a la fosa después de que él y Allen Dulles le jugaran esa mala pasada a Noel Field. Sí, Hugh duerme al borde del abismo. Pero me temo que está loco.
—Sé que mis tesis son verdaderas —me dijo—, porque las verifiqué la semana pasada.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunté.
—En mi viaje a las Shawangunks. No me sentía tranquilo, ya que hacía mucho que no escalaba rocas. Una noche, antes de emprender el viaje, no pude dormir. Visualicé mi fin. Casi me despedí de ti. Para empeorar las cosas, la mañana que llegué me encontré con un grupo de jóvenes que no sólo eran buenos, sino que no dejaban de llamarme «papá». Cuando uno está entre buenos escaladores, ninguna broma deja de tener sentido. No hay ocasión mejor para medirse con los demás. De modo que debía superarlos. Lo hice. Me propuse escalar sin cuerdas.
»Sabía que si no perdía la cabeza tenía buenas posibilidades, pero aun así uno se siente muy solo en una ascensión libre. Me dije que si podía hacerlo, eso confirmaría el fraude sino-soviético. Lo interpretaría como una señal.
Te aseguro, Harry, que tenía ganas de echarme a llorar. Los hombres buenos, ¿son todos igualmente locos? Porque si lo son, podemos estar condenados a caer en todas las trampas puestas para los valientes, los osados y los ciegos. Pero no estoy segura. Una gran parte de mí reacciona ante esta visión interior de Hugh.
No le dije nada de esto. Le informé que me he convertido en una criatura mundana, engreída y codiciosa a quien nada le gusta más que ser invitada a comer a la Casa Blanca o a pasar la tarde en Hickory Hill. Si él insistía en sus amenazas, yo no podría aceptar las invitaciones por temor a que insultara a Bobby o a Jack. Antes de correr ese riesgo, prefería no verlos. Jamás se lo perdonaría. Jamás. A la mañana siguiente, decidí marcharme con Christopher a la Custodia.
Y aquí estoy. Sigo demasiado enfadada con Hugh. No pude decirle la verdad con respecto a lo que me pide que renuncie. No entendería que resultó vital para mí descubrir que no soy un genio demente, ni una muchacha excesivamente educada e inexperta, sino una mujer atractiva capaz de ofrecer su ingenio al presidente, a quien le gusta hablar con ella. Me digo: «Esto es orgullo», pero, ¿sabes, Harry?, no hay nada más doloroso que tener que renunciar al orgullo. Empiezo a comprender que los griegos no sólo aceptaban los oscuros veredictos del cielo: existe la ira humana, quizá más violenta, aunque sea por un instante, que la mano determinante de los dioses.
Recibe todo mi amor.
KITTREDGE
P. D.: Si he hablado de amor, ¿puedes sentir la fuerza de su contrario? Con igual facilidad podría haber escrito: «Recibe todo mi odio».
Ignoro si fue debido a ese disparo de despedida, pero lo cierto es que pasó mucho tiempo antes de que me decidiese a responder su carta. Se apoderó de mí una gran soledad. Varias veces sentí el impulso de abrir el sobre que contenía el número de teléfono de Modene, y en una oportunidad estuve tan cerca de llamarla que llegué incluso a acercar el dedo al disco.
El trabajo me absorbió. Nunca me entregué tanto a él. De hecho, le resultaba de utilidad a mi padre, quien a pesar de su extraordinaria capacidad de concentración era muy inconstante. En ocasiones su escritorio parecía una cama deshecha, y para su capacidad intermitente de organización, los asuntos sin concluir le resultaban tan dolorosos como los recuerdos tristes de una borrachera. Yo lo amaba, pero daba rienda suelta a mi sentimiento mediante mi nueva pasión por los detalles. Me veía obligado a cubrir un espectro nada angosto. A veces, hasta debía ocuparme de enviar su ropa a la lavandería. Por supuesto, revisaba los memorandos que enviaba a McCone, a Helms, a Montague y a los otros cincuenta oficiales que todavía trabajaban en JM/OLA; examinaba los cables que llegaban y asignaba prioridad e itinerario a las comunicaciones que iniciábamos. Llegué a disfrutar de las tareas administrativas. La secretaria de Cal, Eleanor, había padecido las consecuencias de exceso de trabajo durante años y necesitaba un asistente. Eleanor y yo nos llevábamos bien, lo cual nos sorprendió a ambos. Durante ese período, el contenido de mi escritorio era más real para mí que el lugar donde vivía. De hecho, había veces en que Miami y Washington no me resultaban distintos que los cubículos de Langley y Zenith. Saber tan poco acerca del material que supervisaba, me abrumaba de nuevo. En realidad, cuanto más poder parcial adquiría, y cuanto más llegaba a saber de comienzos, mitades y finales, menos posible me parecía poder componer una narración satisfactoria y total. Las noches que estaba solo, leía novelas de espionaje; las encontraba satisfactorias, a diferencia de mi trabajo, en el que abundaban proyectos, operaciones, actividades, investigaciones, ardides y situaciones, todos ellos vislumbrados parcialmente. Claro que las novelas de espionaje no se ajustaban a la realidad de la vida. Meditaba acerca de la naturaleza de los argumentos. En la vida, los argumentos siempre eran incompletos. Eso no importaba, pues eran el foco de la mitad de nuestros esfuerzos, ya que nunca nos empeñamos más que cuando nos vemos como protagonistas de una trama. La otra mitad de nuestra historia personal es sólo una acumulación de hábitos, errores, suerte, coincidencia y grandes paladas de ese lodo de cotidianeidad que es el lastre de la trama cuando uno insiste en ver la vida como una historia coherente. Por ende, me sentía agradecido por gozar de un verano durante el cual podía vivir con sólo unas pocas cuestiones personales, una infinidad de detalles externos y la certeza de que mi padre y yo constituíamos un equipo respetable.
Sin embargo, me ocultaba algunos aspectos de su trabajo. Yo sabía que estaba fortaleciendo sus vínculos con AM/LÁTIGO, pero no puedo decir cuánto me habría llevado enterarme de más si el 8 de septiembre no hubiéramos tenido una discusión en la que logré convencer a Cal de que era tiempo de hacerme partícipe de todo. Esa mañana, apenas entré en su despacho, me dio un recorte del
Washington Post
. La nota provenía de La Habana. La noche del 7 de septiembre, Castro había asistido a una recepción en la Embajada brasileña, donde llevó aparte a un periodista de la Associated Press. «Kennedy es el Batista de nuestro tiempo —declaró—. Hemos descubierto planes terroristas para eliminar a líderes cubanos. Si los gobernantes estadounidenses cooperan en la realización de esos planes terroristas, ellos mismos no se sentirán seguros.»
—En mi opinión se trata de un mensaje dirigido a nosotros —dijo Cal.
—¿Puedes darme más detalles? —pregunté.
—AM/LÁTIGO está destinado ahora en el consulado cubano en San Pablo, Brasil. Uno de nuestros oficiales de caso ha tenido varios encuentros con él.
A pesar de la variedad de lugares en La Habana donde Castro podría haber conversado con el corresponsal de la AP, había elegido la Embajada brasileña.
—La Contrainteligencia va a acampar esta mañana en el despacho de Richard Helms —dijo Cal.
Así fue. Hubo varias reuniones de ese tipo en septiembre, pero a finales de mes Cal podía decir que seguíamos en funcionamiento. Miré una copia del último memorándum enviado por Helms a Contrainteligencia: «Si AM/LÁTIGO es un contraespía a las órdenes de Castro (hasta este momento, la evidencia no puede considerarse concluyente), debemos renunciar a una de nuestras mayores ventajas, si no la mayor de todas. Ninguno de nuestros vínculos en el Caribe puede acercarse tanto al líder cubano como AM/LÁTIGO. La respuesta, en consecuencia, es sencilla: continuaremos con AM/LÁTIGO».
Yo tenía una sospecha, razonablemente fundada, de la razón por la que Helms apoyaba a mi padre. A mediados de septiembre nos enteramos de la existencia de un plan secreto de paz entre los Estados Unidos y Cuba ante las Naciones Unidas. Harlot seguía teniendo un filtro en el Departamento de Estado, de modo que recibíamos informes provenientes de la intervención clandestina de las comunicaciones hechas por el FBI en la Embajada cubana en Washington y en la delegación cubana ante las Naciones Unidas. El FBI también había intervenido la oficina de Adlai Stevenson en el edificio de la ONU, o al menos eso suponía yo, ya que todas las mañanas llegaban a nuestra oficina sobres de las tres fuentes, provenientes de VAMPIRO. Me parecía que el despacho del embajador Stevenson debía de ser territorio prohibido para el FBI, pero ¿quién era capaz de sugerírselo al señor Hoover? De todos modos, el material llegaba en abundancia. Dada mi reflexión acerca de los fragmentos dispersos de argumento que constituyen la triste comida del agente de Inteligencia, me sorprendió poder recibir, por fin, un menú razonablemente completo.
El 18 de septiembre, William Attwood, asesor especial de la delegación estadounidense en las Naciones Unidas, envió un memorándum confidencial a Averell Harriman, entonces Subsecretario de Estado para Asuntos Políticos:
En mi opinión, la política de aislar a Cuba ha intensificado el deseo de Castro de iniciar conflictos y problemas en América Latina y, tal como lo percibe la opinión pública mundial, nos ha puesto en la poco atractiva posición de un país grande que intenta intimidar a uno pequeño.
Según diplomáticos neutrales de la ONU, existen razones para creer que Castro estaría dispuesto a normalizar las relaciones con nosotros, aunque esto no sería bien visto por la fracción más dura de su séquito comunista.
Todo esto puede, o no, ser verdad, pero si averiguamos hasta dónde son sinceras las intenciones de Castro de sentarse a conversar, y qué concesiones estaría dispuesto a hacer, al parecer tenemos mucho que ganar y nada que perder. Si a Castro le interesa, yo podría hacer una visita privada a Cuba, aunque, como es natural, informaría al presidente antes y después del viaje.
Pocos días después cayó en nuestras manos el resumen enviado por Attwood a Adlai Stevenson, en el cual le informaba acerca de la reacción de Harriman. La propuesta, declaraba, pondría a los Kennedy en una situación de alto riesgo: «Si un republicano logra meter la nariz en esto, montaría un escándalo». Aun así, Harriman le dijo a Attwood que se sentía «temerario», y sugería que se informara a Robert Kennedy. En el margen del memorándum de Attwood, Bobby escribió: «Vale la pena explorar. Póngase en contacto con Mac Bundy». Mac Bundy, a su vez, le dijo a Attwood que «el presidente vería con buenos ojos cualquier intento por apartar a Castro del rebaño soviético». Alentado por esta reacción favorable, Attwood se puso en contacto con Carlos Lechuga, embajador cubano ante la ONU.
Los encuentros entre Helms, Harlot y Cal se sucedieron. Según pude enterarme más tarde, su estrategia consistía en conseguir, mediante el Director McCone, que el Grupo Especial aprobara nuevas operaciones de sabotaje en Cuba. Apenas se obtuvo la aprobación, Cal preparó un ataque a una refinería de petróleo, y lanchas y hombres fueron despachados inmediatamente después de un huracán que azotó el Caribe el 6 de octubre. Los atacantes no consiguieron alcanzar su objetivo, y dos de los dieciséis hombres que desembarcaron en Cuba fueron capturados.
Cal no parecía exageradamente molesto. Por supuesto, no conocía a los hombres. Yo tampoco. En respuesta a una llamada mía, Dix Butler organizó la operación apresuradamente. Era imposible averiguar si se debió a la mala suerte o a la improvisación, y en JM/OLA ya no estábamos en condiciones de disponer del personal suficiente para este tipo de investigaciones.
Butler estaba furioso. Desde Miami, atacó por teléfono la mentalidad de Langley, hasta que yo ya no pude contenerme por más tiempo.
—Muy bien —le dije — . Mi padre es responsable. Yo soy responsable. ¿Y tú? ¿Puedes aceptar parte de la culpa?
—No —respondió — . Tú fuiste quien me dio a Chevi Fuertes, y tuve que emplearlo como enlace.
—Nadie te habría autorizado a usarlo en un trabajo como éste.
—No había tiempo. Me vi obligado a usarlo. Y creo que fue él quien avisó a los guardacostas cubanos.
—¿Cómo iba a hacerlo? No le habrás dicho adonde desembarcarían los hombres, ¿verdad?
—Quizás envió una alerta general.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Escondiéndose de mí, supongo. No se presentó a trabajar en el Banco.
—¿Quieres decir que ha desaparecido?
—Me telefoneó. Dijo que vendría a verme cuando me tranquilizara. Voy a ajustarle las cuentas de tal manera que nunca se olvidará.
—¿Se lo has dicho?
—Le dije que no tenía de qué tranquilizarme. Que era tiempo de reagruparse, no de señalarse con el dedo.
Yo no sabía si alertar a Chevi, tratar, mediante engaños, de reunirme con él, o acusar a Butler. Las tres eran opciones desagradables. Por otra parte, ignoraba dónde se escondía.
El 13 de octubre, Castro denunció el ataque: «¿Qué hacen los Estados Unidos cuando los cubanos luchamos por recuperarnos de un huracán que mató a mil cubanos? Envían barcos piratas saboteadores armados con explosivos».
Por lo tanto, pudimos contar nuestras ganancias. Fidel Castro estaba furioso, y en consecuencia, los esfuerzos de Attwood se verían perjudicados. Harlot nos envió la transcripción, hecha por el FBI, de una conversación en la delegación cubana en la ONU. Nos enteramos de que se había propuesto una reunión secreta con Castro: ¿sería posible enviar a Attwood por avión hasta un aeropuerto pequeño cerca de La Habana?
Attwood informó de esto a Adlai Stevenson, quien se mostró preocupado. «Demasiadas personas pueden conocer ya los nuevos planes», dijo. Attwood le respondió que, supuestamente, los únicos funcionarios del gobierno que estaban enterados de estos contactos con los cubanos eran el presidente, el Fiscal General, el embajador Harriman, McGeorge Bundy, Stevenson y él mismo.