Pronto los representantes de las embajadas, grandes y pequeñas, que no tienen ningún asunto especial que iniciar empiezan a retirarse, y el terreno se prepara para la acción dramática. Ahora uno puede registrar lo que ocurre en el jardín. Hunt está hablando con Varjov, quien a su vez le hace la corte a Dorothy. Al poco tiempo, Zenia da unos pasos y se traslada del Ministerio del Exterior al KGB, es decir, deja a los funcionarios de Gran Bretaña para reunirse con su
Residente
, y ahora ella y Varjov se ríen con ganas de los chistes de Hunt. En otro rincón del jardín, un chico alegre (de Irkutsk, sin duda) flirtea con Sally Porringer, que ya no teme que Sherman le ponga las tetas en un exprimidor, y yo, mareado por el caviar, después de un año de comer carne dos veces al día, y nada insensible al vodka, me dirijo hacia Boris Masarov, siempre con Nancy a mi lado. «Quiero que conozca a mi prometida», le digo con el mejor de los humores posibles, como si la idea siempre hubiera sido mía.
Debo confesarte algo, Kittredge. Dada mi educación, hace poco que estoy aprendiendo qué seres maravillosos y misteriosos sois las mujeres. Lo confieso. Nancy Waterston, cuya cara podría competir con la de la hija de un clérigo, angosta, pálida, con los rasgos comprimidos por el deber, un busto pequeño, imposible de detectar a menos que eche los hombros hacia atrás, parecía ahora tan atractiva como si estuviese ante su tarta de bodas. Cuando una mujer parece deslumbrante por un instante, uno contiene el aliento; el universo está lleno de sorpresas. (Lo que equivale a decir, supongo, que el universo está cargado de significación.)
Masarov reaccionó con formalidad.
—Los felicito —dijo—. Levanto mi copa para brindar por el espíritu vital del futuro matrimonio.
—Señor Masarov, qué brindis tan maravilloso —dijo Nancy con su acento del Medio Oeste, cargado de buenos sentimientos. Pero luego rió cuando su honestidad se enfrentó a su verdadero papel—. Quizá querrá asistir a nuestra boda —agregó.
—¿Cuándo tendrá lugar? —preguntó él, y no pude dejar de notar que miraba hacia donde Zenia y Varjov seguían conversando con Hunt y Dorothy. La angustia en el rostro de Masarov (que de no ser porque se me había informado de que la relación Zenia-Varjov era probable en un setenta y cinco por ciento, sin duda no habría detectado) ahora pareció análoga a la herida de un animal cansado que hace una pausa, con la sangre chorreando, antes de reunir fuerzas para trepar a lo alto de la colina. Bebió de un trago el contenido de su copa y detuvo a un camarero uruguayo que llevaba una botella de vodka helado sobre una bandeja.
—Todavía no hemos fijado la fecha —dijo Nancy— porque me gustan los noviazgos largos. —Me pregunté si estaría borracha o simplemente mareada por su recién descubierto talento—. Es una institución en mi familia —informó — . Mi padre y mi madre estuvieron de novios siete años antes de que las campanas de boda les dijeran: «Basta ya. Hacednos sonar, por favor. Estamos oxidadas».
—Sí —dijo él—. ¿Puedo preguntarle qué hace su padre?
—Es acróbata de circo —respondió Nancy, y volvió a reír. Los ojos le bailaban detrás de las gafas. Me di cuenta, como si estuviera limpiando el interior de mi ser con la mejor pomada de compasión y dulce tristeza, que ésa probablemente fuera la velada más animada que había pasado en Uruguay—. No —agregó—, nuestro país se fundó sobre la premisa de que no hay que mentir. Mi padre está jubilado, pero era gerente de una compañía de seguros en Akron, Ohio.
Masarov pareció aliviado, como si acabara de recoger un informe.
—Mi país no fue fundado —dijo a modo de respuesta—. Más bien, fue disparado por un cañón.
Puedes estar segura de que subrayé esta última información para transmitírsela a Hunt.
Masarov levantó el vaso.
—Un brindis por los futuros esposos.
—Me gusta que brinden por mí —dijo Nancy.
—Sin embargo, primero debe aprender usted a beber nuestro vodka. Los estadounidenses siempre me dicen que es difícil no quedarse atrás en un banquete ruso. Porque no conocen nuestro secreto.
—Oh, dígame su secreto —imploró Nancy.
En este momento Varjov, que hacía un recorrido departiendo con los invitados que quedaban, se nos unió, y entró con tanta rapidez en el discurso de Masarov que me di cuenta de que ambos estaban igualmente acostumbrados a informar a todo el mundo sobre el modo correcto de beber alcohol ruso. La sintaxis de Varjov en inglés, no obstante, era igual a lo que un instructor de la Granja describió una vez como propia de un
Tarzán ruso
. Artículos, pronombres y el verbo ser parecían haberse extinguido. Los sustituía por gruñidos primitivos.
—No sorber —dijo—. Jamás sorber. Beber vodka de un trago. Solamente. —Varjov levantó la palma de su mano, chata y pesada como la de un comisario ruso—. Ofrecer brindis. ¡Primero! Brindis. Valoración de relación. Del corazón. Ofrecido del corazón, beber vodka de un trago. —Cosa que hizo, para a continuación llamar al camarero de un silbido — . Llenar vasos. No preocuparse. Vasos pequeños.
Llenamos los vasos.
—Después de vodka —continuó—, comer caviar. Mejor, comer
zakushki
. Aperitivo.
—Sí —dijo Nancy, como si estuviera acostumbrada a obedecer órdenes.
—Entonces, querida dama nunca borracha.
Me eché a reír.
—Cínico —dijo Varjov. —Volvió a levantar la copa—. Brindis —dijo—. A noche, a futuro de paz, a dama encantadora, a estadounidense en misión.
Y me guiñó un ojo. Estábamos todos borrachos, sí señor.
Fuera, en el bulevar España, se podía oír el tráfico que iba y venía entre la ciudad, a nuestra derecha, y la playa de Pocitos, con sus altos edificios de apartamentos, a la izquierda. Pensé en el piso franco en el que nos reuníamos Chevi y yo. Desde las calles laterales, los gritos tangenciales de adolescentes hacían eco a través del aire del crepúsculo. Tan abruptamente como había llegado, Varjov hizo una reverencia y nos dejó por otro grupo.
—¿Juega al ajedrez? —me preguntó Masarov.
—Sí —respondí—, aunque no muy bien.
—¿Pero no demasiado mal?
—Puedo jugar —le dije.
—Bien. Debe de ser muy bueno. Lo invitaré a mi casa. Está cerca. Y a usted, señorita Waterston.
—Diga cuándo, y yo llevaré la tarta —dijo ella.
—¿Una vieja expresión americana? —preguntó Masarov.
¿Leía yo demasiado en él, o lo dijo con algo parecido al anhelo? No sólo hablaba un inglés razonablemente bueno, sino que parecía proporcionarle placer.
—No es más que un dicho de palurdos —respondió ella.
—Dicho de palurdos —repitió él— ¿Palurdo es... pesado, lerdo?
—Algo así —respondió Nancy.
Kittredge, fue el momento culminante de la noche. Habíamos arrojado el cordel al abismo, y ahora seguiría la cuerda y la soga. En mi próxima carta te contaré acerca de la velada en casa de los Masarov.
Mi amor para ti, Hugh y Christopher.
HARRY, el novio
En mi carta, pasé por alto el resto de la noche. Nancy estaba borracha y dijo que había comido demasiados canapés, de modo que la llevé a su casa. La casa constaba de tres cuartos en el segundo piso de una modesta vivienda en la calle Doctor Gerardo Ramón, a menos de tres manzanas de la Embajada.
—Creo que la libertad consiste en la posibilidad de ir caminando al trabajo por la mañana —me dijo con tono decidido, aunque embriagado.
Por cierto, tenía una segunda voz instalada detrás de la primera. Cometí el error de besarla.
Me devolvió el beso como si en realidad estuviésemos comprometidos y nos casáramos al día siguiente. Yo empecé a descubrir que la boca de una solterona virgen no es igual a las demás. Sus labios presionaban contra los míos como un sello de familia contra el lacre. De sus dientes emanaba un débil olor a pasta dentífrica, enjuague bucal y empaste de dientes, pero su aliento era una caldera, detrás de la cual había una maléfica zona neutral inspirada por su estómago. Sentí un montón de terribles impulsos que no habría podido confesar a Kittredge. Sabía que, si se me antojaba, Nancy Waterston podía ser mía para siempre, y esta sensación de poder despertó algo terriblemente frío dentro de mí. La imagen que había tenido del dedo de Hunt acariciándole la vagina con toques precisos y profesionales se convirtió en la imagen de mi dedo. Lo había utilizado como tapadera de mis propios impulsos. Fue entonces cuando volví a besarla en la mejilla, le aseguré que había sido una velada inolvidable, le prometí que quizá visitaríamos juntos a los Masarov, e hice mutis, impresionado por la habilidad de un solo beso de poder conducirme al borde de un posible matrimonio.
Camino de casa, recordé que Sally (que ignoraba la improvisada propuesta del casamentero Hunt) había pasado a mi lado en el jardín, y me había dicho, con un murmullo ronco y tembloroso, imposible de ser sostenido durante mucho tiempo:
—Terrible hijo de puta, al menos podrías tener mejor gusto.
Mi preocupación inmediata, sin embargo, era que los irlandorrusos pudieran estar filmando sus labios. Rápidamente, le respondí:
—Una maniobra. Idea de Hunt.
Y levanté la copa con el saludo que damos a las mujeres de la Compañía en las que no tenemos interés más allá de una mínima cortesía.
Sólo ahora, camino del hotel, se me ocurrió que los rusos también podrían haber tenido una cámara en su jardín. En ese caso, habrían visto mi cara. ¿Qué les comunicarían mis palabras? «
Una maniobra. Idea de Hunt.
» Quizás había revelado demasiado. Por otra parte, podía tratarse de palabras ricas en posibles interpretaciones para la mirada soviética, capaz de conducirlos, quizás, a conclusiones rebuscadas.
De pronto recordé uno de los pensamientos de Harlot. El mal, me había informado una vez, era saber qué era el bien y hacer lo posible por corromperlo. Mientras que la perversidad era simplemente la disposición a subir las apuestas cuando uno no sabía lo que estaba haciendo. Según estos conceptos, yo era perverso. Siguiendo esa lógica, por un instante se me ocurrió que todo lo que hacíamos en Uruguay también podía calificarse de perverso, pero luego reconocí que no me importaba. Que nadie diga que los inocentes siempre son buenos. Me fui a la cama.
27 de enero de 1958
Queridísima Kittredge:
Esperaba una carta, pero tal vez quieras oír más acerca de los Masarov. De todos modos, me sentí con ganas de escribir. Verás, estoy obligado a informar sobre cada paso que doy con Boris y Zenia. Luego Washington mastica mis cables, examinando hasta las moléculas.
Como un ejemplo de la manera de trabajar en este caso, los Avinagrados decidieron, conjuntamente con Hunt (quien no acepta que se pase por alto cualquier decisión, importante o no, que él tome), que Nancy no me acompañase a la casa de los Masarov. Su razonamiento es que una presentación continua de la señorita Waterston como mi prometida podría poner excesivamente a prueba nuestras habilidades histriónicas (cuando menos las de Nancy, reconoce Hunt). Sospecho que el primer error de Howard fue darle ese papel a una oficial administrativa.
De todos modos, la señorita Waterston se sintió lo bastante decepcionada como para demostrar su disgusto. «Oh maldición. ¿Quién los entiende?» Créeme Kittredge, eso fue lo que dijo. Después, con un suspiro y una sonrisa formal, muy profesional (¡Señor, qué profesional es esa mujer!) regresó a su tarea de revisar las cuentas bizantinas de Gordy Morewood. Pobre Nancy, está acostumbrada a la decepción.
Mientras tanto, me preparo para visitar a los Masarov. Llamo y, siguiendo las instrucciones específicas de Hunt, concierto una cita a la que supuestamente asistiré con Nancy. La idea es que Zenia se quede en la casa con Boris. Si sabe que Nancy no me acompaña, puede ausentarse, y eso es algo que Howard quiere impedir. Considera más provechoso cubrir a marido y mujer juntos. Si los Masarov están a punto de separarse, podría haber indicios de cuál de los dos estaría más cerca de la deserción. En caso de que se presenten como una pareja unida y sólida (lo que no es factible), deberemos contemplar la posibilidad de que abandonen el nido juntos. Tal es nuestro razonamiento previo.
Llega el día. Voy a tomar el té y disculpo a Nancy, que se ha sentido indispuesta. Parecen decepcionados. No puedo dejar de pensar que Hunt estaba en lo cierto. Si a Zenia le hubiéramos avisado de antemano, lo más probable es que se hubiese ausentado.
Debido a que en Montevideo la existencia de viviendas apropiadas es ciertamente limitada, mi pareja rusa amiga vive en un edificio de apartamentos sobre la Rambla, a dos manzanas del otro edificio similar donde está ubicado nuestro piso franco. Los Masarov están en el décimo piso, y desde su ventana también puede verse la playa de Pocitos y el mar. Allí terminan todos los parecidos. Puedes estar segura de que han amueblado su casa. No sé si me gusta, pero sus pertenencias llenan la sala. Hay pesados cortinajes de terciopelo rodeando el ventanal, varios sillones gordos y un sofá regordete con antimacasares de encaje, una pequeña alfombra oriental sobre otra grande, dos samovares (uno de bronce, el otro de plata), una cantidad de lámparas de pie con pantallas adornadas con cuentas, un mueble grande de caoba con vitrinas donde se exhiben fuentes y platos, pequeñas esculturas del siglo XIX sobre cada mesa (una doncella de bronce, por ejemplo, con un delicado vestido adherido a sus senos semidescubiertos, y un Apolo de pie) y, donde hay lugar, reproducciones, con marcos dorados, de Cézanne, Gauguin, Van Gogh, además de un par de pintores rusos —absolutamente desconocidos para mí—, que pintan zares escoltados por altos sacerdotes ortodoxos y nobles —supongo que deben de ser boyardos— vestidos prácticamente como piratas. En la esquina de uno de los cuadros, uno de estos boyardos yace desangrándose con una herida en el cuello. La agonía se expresa en su boca. Magnífico cuadro para contemplar todos los días.
También hay alfombras orientales colgadas como tapices, y cuento cuatro juegos de ajedrez, dos de los cuales parecen valiosos. Uno de los tableros está hecho de madera taraceada.
No puedo dejar de comparar esta opulencia anticuada, de clase media, con el mobiliario de madera clara, arañado por los niños y mordido por los perros, y los estantes sostenidos sobre ladrillos de Sherman Porringer. Los Masarov, que no tienen tanto espacio (ya lo han ocupado todo), han convertido el corredor que une sus tres habitaciones y media en una librería larga y muy angosta. Ambas paredes del corredor están cubiertas de bibliotecas de roble oscurecido por el tiempo. Más tarde tengo oportunidad de mirar la colección de volúmenes de Boris, y te diré que lee francés, alemán, inglés, español, italiano y varias lenguas soviéticas cuyos nombres no sabría escribir correctamente. Es mucho para aprender, pero él dice que tiene treinta y siete años. Si bien esto se contradice con el informe de los Avinagrados, según el cual tiene treinta y dos, debo decir que podría aparentarlos. Habla de la Segunda Guerra Mundial, donde llegó al grado de capitán, y no cabe duda de que la colección de incontables fotografías enmarcadas que cubre varias mesitas, está ahí para dar testimonio de su carrera militar. Mentalmente tomo nota de las charreteras sobre los hombros de los uniformes para que los Avinagrados puedan verificarlas. No me atrevo a jurar que sean instantáneas de la Segunda Guerra, pero de hecho lo parecen, y en una de las fotos puedo ver, al fondo, una ciudad literalmente reducida a escombros.