—Berlín —me dijo—, en los últimos días. Por eso estamos sonriendo.
—Sí, supongo que deben de haberse sentido muy felices de que la guerra terminase.
Se encogió de hombros. De repente, se puso melancólico.
—Felices a medias —respondió gnómicamente, después, como si no resultase apropiado hablar de este modo a un invitado, agregó—: Siempre la misma pregunta. ¿Es uno digno de seguir con vida? Han muerto hombres mejores.
—Aun así, tú ríes en fotografía —acotó Zenia.
—Soy feliz —dijo él, contradiciéndose.
—Nos encontramos dos días antes —dijo Zenia—. Brishka y yo. Primera vez.
—¿Usted también estaba en Berlín? —le pregunté.
—Entretener tropas.
—Zenia es poeta —me informó Masarov.
—Era —lo corrigió Zenia.
—No ha escrito un poema en dos años.
—Ah —dije yo.
—Casi ridículo —dijo Zenia—.
Moi
.
—Bien —dije yo (Kittredge, te juro, debemos ser tan malos como los ingleses cuando se trata de recibir una confesión repentina)—, debe de ser difícil permanecer sentado en estas habitaciones tan bien amuebladas cuando se ha secado la pluma.
Me sentía el Conde de Phumpherdom.
Sin embargo, los rusos tienen una virtud. Son tan bruscos que no hay comentario que pueda sobrevivir más de tres segundos.
—¿Bien amuebladas? —preguntó Zenia—. Montón. Nada más que montón.
Al principio no entendí a qué se refería, pero lo que dijo a continuación me lo aclaró.
—Su familia, mi familia. Restos de apartamento de Moscú, su padre; apartamento de Leningrado, mi madre. Restos de familias ahora completos.
—¿Nada de ustedes?
—Todo mío. Todo pertenece a Boris.
Aussi
. También.
—Sí —dije yo—, ¿y su gobierno lo envió aquí para ustedes?
—Por supuesto —dijo ella—. ¿Por qué no?
—Pero su apartamento de Moscú debe de estar vacío.
Ella se encogió de hombros.
—Personas en él.
En este momento nos sentamos ante uno de los juegos de ajedrez (el segundo, en orden de calidad) y Boris me entregó el peón blanco.
—Usted es mi invitado —dijo.
Kittredge, sabes que aunque no juego tan bien como Hugh, no soy malo. En una oportunidad gané un campeonato de
patzers
, como se denomina a los jugadores modestos, y en una exhibición de un maestro que jugó veinte partidas simultáneas con otros tantos estudiantes de Yale, yo fui uno de los tres con los que hizo tablas. Los otros diecisiete perdieron. Aun así, cuando se trata de un alto nivel de ajedrez, carezco de talento.
Sin embargo, apenas comenzar me di cuenta de que este juego significa mucho para él. Como si un primer soplo de la gran lucha internacional por conquistar el alma del hombre hubiera finalmente embargado nuestro ánimo, percibí su tensión, y después, recíprocamente, la mía.
—Cuando se tiene alguna duda, abrir con peón uno rey —le dije alegremente, y eso hice.
El asintió lacónicamente, y a continuación tuvo su primer gesto descortés. Como he dicho, sus modales (y espero haberlo indicado) eran los mejores de toda la pandilla rusa del bulevar España. Fue descortés, digo, pues se echó hacia atrás en su asiento y me estudió abiertamente por espacio de un minuto. No miró el tablero, sino que observó mi cara, mi postura, mi sonrisa incierta, en resumen, mis... emanaciones. Hizo que me sintiese como si estuviera de regreso en el gimnasio de St. Matthew's, a punto de luchar contra un tipo de aspecto decidido aguardando por mí en el otro extremo de la esterilla.
—Creo —dijo por fin—, que la defensa siciliana es una respuesta apropiada.
Y avanzó con el peón de la reina hasta la cuarta línea. Kittredge, recuerdo que una vez dijiste que abandonaste el ajedrez a los doce años porque no podías pensar en otra cosa. No es mi intención despertar en ti algo que prácticamente has enterrado, pero debo decirte esto: la respuesta negra que siempre pone en peligro mi apertura peón uno rey, es la defensa siciliana. Parece tomar una dirección diferente cada vez, y nunca puedo desarrollar mi juego. Juego con las figuras blancas, pero reacciono como si lo hiciese con las negras. Fue extraño, de parte de Boris, estudiarme con tanto cuidado y luego escoger la defensa siciliana.
Bien, eso es todo lo que necesitas saber. Cuando llegamos a la sexta jugada me sentía incómodo, para la octava empezaba a vislumbrar mi derrota, y para la décima él se había puesto de pie, impaciente por mi demora (no usábamos reloj) y regresado con un libro. Fue lo suficientemente descortés, o superior, o quizás elegante, para ponerse a leer mientras yo meditaba mi siguiente jugada. Después, apenas tomaba yo una decisión, él levantaba la vista, se mordía el labio inferior, dejaba escapar un suave sonido de apreciación, se inclinaba hacia delante, movía, y desbarataba cualquier plan posicional que a mí se me hubiese ocurrido, hecho lo cual volvía a su libro, que resultó ser (¿puedes creerlo?) una edición de la Modern Library de
Moby-Dick
. Por cierto, estaba bastante adelantado en la lectura.
Masarov tomó un caballo en la decimocuarta jugada, y yo abandoné en la decimoquinta. Para entonces él ejercía pleno dominio, y tenía las torres listas. Nunca logré enrocar; me mantenía demasiado ocupado.
Cuando terminamos la partida, aparece Zenia con el té. Respecto de las posibles secuelas del juego, no hay nada que comentar, pero te diré que Zenia no usa los samovares, sino una tetera.
—Té inglés —responde. Pregunto cuál es su patronímico—. Apellido de mi padre, Arkadi. Yo soy Zenia Arkadiova.
—Suena muy bello —digo—. Zenia Arkadiova.
Jugamos a pronunciar bien.
—Muchos sonidos en ruso —me dice—; bosques, tierra, animales pequeños del bosque, ríos. Inglés, diferente. Deriva de caminos, colinas, playas. El oleaje del mar.
Siempre estoy adoptando las mayores generalizaciones, pero esto es demasiado básico.
—Estoy seguro de que tiene razón —digo. Me mira. Es desconcertante. Parece estar buscando alguna persona escondida justo detrás de mí.
—¿Puedo mirar su librería? —le pregunto a Boris, quien surge de la profunda depresión en la que se ha sumido desde que terminamos la partida.
Con un ademán, pasa por alto las tres cuartas partes de sus libros, que están en cirílico, y me lleva a su sección estadounidense. En inglés, tiene todo Hemingway, casi todo Faulkner. También Mary McCarthy, Tennessee Williams, Arthur Miller, William Inge, Sidney Howard, Elmer Rice. Todo O'Neill, Clifford Odets y
El cóctel
de T. S. Eliot.
—¿Le habría gustado ser dramaturgo? —le pregunto.
—¿Dramaturgo? —responde, y deja escapar un gruñido—. No sabría cómo hablar a los actores.
—Tonterías —dice Zenia. Él se encoge de hombros.
—Hemingway me gusta — dice —. Es la esencia del mundo anterior a la Segunda Guerra en los Estados Unidos. ¿No está de acuerdo? —Habíamos avanzado otro paso a lo largo de la librería y pasábamos por las obras de Henry James —. Muy estudiado por Lenin y Dzerzhinsky —me aclara, dando un golpecito al lomo de
La copa dorada
.
—¿De verdad? —pregunto.
Te aseguro, Kittredge, que la noticia me superaba.
—No —dice Zenia—. Brishka bromea.
—En absoluto.
Copa dorada
. Símbolo perfecto del capitalismo. Por supuesto, Dzerzhinsky leyó esa obra.
—Boris, ridículo. Insulto a nuestro invitado. El se encoge de hombros.
—Pido disculpas —dice, y me mira a los ojos—. ¿Quién le gusta? ¿Tolstoi o Dostoievski?
—Dostoievski —le respondo.
—Bien. Dostoievski escribe ruso bastante atroz, pero es, de hecho, mi preferido. De modo que tenemos posibilidad de amistad.
—Primero, debo mejorar mi ajedrez.
—No puede ser hecho —dice.
Su franqueza me pilla de sorpresa, y no puedo por menos que echarme a reír. Pronto se une a mí. Es corpulento y vigoroso, ha encanecido prematuramente, y tiene la cara muy arrugada, es un tipo duro, pero un extraño joven parece asomarse en las esquinas de su expresión, como si aún hubiese cosas que le resultan inexplicables.
—
Zakuski
—dice Zenia—. Tome
zakuski
con más té. O vodka.
Declino la invitación. Ella protesta. A pesar de su acento atroz, tiene una voz profunda y sugestiva. En las reuniones sociales, parece una mujer misteriosa y sensual, exótica, sobrenatural, tan alejada de todos como un oráculo. Esta tarde se la ve de edad mediana, melindrosa, maternal. Es la dueña de un establecimiento pequeño y muy burgués. Encuentro difícil relacionar estas dos personas con el KGB, ya sea juntas o separadas. Sin embargo, él se esfuerza por mencionar a Dzerzhinsky, y eso debe de ser alguna especie de señal.
Nos sentamos y charlamos acerca de cuestiones culturales estadounidenses. Está interesado en Jack Kerouac y William Burroughs, en Thelonius Monk, en Sonny Rollins, de quien nunca he oído hablar. Tiene un disco suyo y lo pone para mí y sonríe alegremente cuando le aseguro que es el mejor saxo tenor que he oído.
Abruptamente, toma una nueva dirección.
—Zenia no ha dicho verdad —dice.
—¿Zenia Arkadiova ha mentido?
El sonríe ante mi uso del patronímico.
—En realidad, ha escrito un poema en los dos últimos años.
—No, es horrible. No muestres —dice Zenia.
—En inglés —dice Masarov—. Este año, Zenia no puede expresarse en lengua rusa. No este año. Bloqueo total. De modo que en inglés ella ha ensayado... intentado...
—
Zakuski
. Pequeño poema. Aperitivo —dice Zenia. Ahora se ha ruborizado, y su amplio seno (podría jurarlo) se agita—. Insignificante — dice — . Trivial.
—Deja que lo lea —le pide Brishka.
Discuten en ruso. Ella cede. Va al dormitorio y vuelve con una hoja de libreta barata. Con una letra un tanto temblorosa, ha escrito el título: «El vértigo es júbilo».
Podrás imaginar que después de leer tal título, tomé la hoja con poca alegría; aun así, quiero transcribirlo. Sólo tengo una copia, pero puedo recitarlo de memoria después de haberlo escrito para los Avinagrados:
El vértigo es júbilo
Nuestro pájaro murió en mi mano
,
sus plumas un sudario.
Me di cuenta del momento.
Su último latido
habló a la palma de mi mano.
Camarada, dijo el pájaro
,
no esperes en la fila
para lamentar mi muerte.
Caigo en profundidades
que son grandes alturas.
—Mejor en ruso —dice Zenia—, pero no puedo encontrar
les mots justes
. No en ruso. Palabras me hablan desde inglés. ¿Boris escribió gramática correcta? ¿Puntuación correcta? ¿Es correcto?
—Sí —le contesto.
—¿Es bueno? ¿Buen poema?
—Creo que sí.
—Zenia es reconocida en Rusia —dice Boris—, aunque tal vez no suficientemente reconocida.
—¿Es bueno para publicar en Estados Unidos? —pregunta Zenia.
—Probablemente —respondo—. Deje que me lo lleve. Tengo dos amigos que son editores de revistas literarias.
—Sí —dice ella—, es suyo. —Dobla la hoja de papel, me la pone en la mano y me dirige una mirada íntima, demasiado embarazosa, considerando que estamos delante de su esposo—. Publíquelo con seudónimo para mí —me dice finalmente.
—No —interviene Boris—. Preséntelo como la obra de una poetisa soviética.
—Locura —musita ella.
—Creo que podría cambiarle el título —digo—. Tal vez sea demasiado directo.
No quiso cambiar el título. Le encantaban las palabras.
—Soy inflexible con vértigo —argumenta, acentuando la palabra en la segunda sílaba, de modo que rima con «vestido».
Me marché después de discutir cuándo volveríamos a vernos. Masarov propuso un picnic con Nancy y conmigo. Acepté. Pero para cuando llegó el día, Nancy no estaba disponible, y Zenia tampoco. Boris y yo fuimos solos.
Pero me apresuro demasiado y preferiría esperar un par de días y escribirte otra carta.
Tuyo,
HARRY
16 de febrero de 1958
Querida Kittredge:
Era mi intención escribirte hace un par de semanas, pero ocurre que los Avinagrados no han parado de interrogarme, y cuando por las noches vuelvo al hotel lo que quiero es vaciar mi mente lo suficiente para conciliar el sueño. Además, me preocupa que no me contestes. Hay veces en que me pregunto si no apilarás las cartas sin leerlas. Claro que si a uno lo interrogan los Avinagrados todos los días, no hay situación espantosa que no surja en una cabeza paranoica.
Recordarás lo modesta que fue mi reunión con los Masarov. Pues bien, la división de la Rusia soviética no opinó lo mismo. Al poco tiempo de enviar a Washington un largo cable relatando mi pequeña reunión con los nuevos amigos soviéticos, recibí como respuesta otro cable con un cuestionario tan largo como la última carta que te he escrito. Responderlo me mantuvo ocupado un día y medio. Después, un hombre enviado por la división de la Rusia soviética voló hasta Montevideo para interrogarme personalmente. Por el aspecto y el acento, debe de tratarse de otro irlandorruso. Dice llamarse Omaley. (Se pronuncia como «homilía», pero sin la «i» final.) Es muy delgado y no demasiado alto, y tiene cuernos, sí, unos pelos en forma de cuernos sobre una cabeza que aparte de eso es calva. También tiene una cantidad de lo que denomino patillas al revés. Al parecer, el pelo de su pecho es tan espeso que le sobresale de la camisa formando una golilla sobre el cuello de aquélla. Parece un jabalí mal nutrido. Te imaginarás lo bien que se lleva Howard Hunt con Hjalmar Omaley.
Bien, a Hjalmar Omaley le importa un pimiento lo que los demás piensan de él. Vive para hacer su trabajo. Al segundo día de vivir en su implacablemente gélida compañía, reconocí que me recuerda al exterminador que solía ir al apartamento de Park Avenue de mi madre esas alegres mañanas en que la cocinera encontraba cucarachas en el horno y amenazaba con irse porque la criada no limpiaba la parrilla. No quiero que te caiga mal la comida, pero Omaley tiene el aspecto de un exterminador dispuesto a no dejar nada de su enemigo excepto los líquidos que rezume su cuerpo. Los comunistas son sabandijas. Los comunistas soviéticos son alimañas rabiosas, los comunistas del KGB son alimañas rabiosas ocultas, y yo he estado en contacto con ellas.
Bien, exagero. Sólo que no lo hago. Me interrogó acerca de lo que recordaba de las fotos de guerra de los Masarov hasta que me sentí profundamente culpable por no recordar más; de hecho, empecé a sospechar de mi falta de capacidad para memorizar relativamente tan poco. Hjalmar, que debe de haber hervido a fuego lento en una sopa de esperma cargada de sospecha antes de ser recibido en el perspicaz óvulo del útero de su madre, me condujo por un interrogatorio interminable en el que repetía una y otra vez las mismas preguntas, pero expresadas de manera distinta. Yo había cometido un gran error en mi primer cable al describir a Boris y Zenia como «razonablemente agradables». Mi intención era dar una valoración objetiva, pero despertó espantosas preocupaciones en la pandilla de contrainteligencia de la división de la Rusia soviética. Te diré que fui interrogado sobre cada aspecto de la reunión. ¿Recordaba la secuencia exacta de jugadas en la partida de ajedrez? Hice lo mejor que pude para reconstruir la partida a fin de que se sintiese satisfecho, pero me fue imposible relacionar la apertura con la posición final. Eso enfureció a Hjalmar Omaley. Al parecer, Masarov es tan bueno para el ajedrez (al menos según los primeros informes, según los cuales tiene treinta y dos años en lugar de treinta y siete), que querían saber si no podría haberme ganado antes, ya que en ese caso sus verdaderas intenciones habrían sido cautivarme. No, le dije una y otra vez, no era así. Fue una vergüenza tener que abandonar en el decimoquinto movimiento.