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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (88 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Luego catalogamos los muebles. Los Avinagrados están examinando las fuentes para ver si pueden averiguar algo más acerca del apartamento del padre de Masarov en Moscú y el de la madre de Zenia en Leningrado. Después procedieron a interrogarme acerca de las novelas y obras de teatro de autores estadounidenses que había en su librería. ¿Cuan nuevos eran los libros? ¿Habían sido leídos? La pregunta tiene que ver con la relación existente entre lo que es y la manera en que se presenta: como un funcionario ruso especializado en los aspectos culturales de los Estados Unidos.

Posteriormente, nos ocupamos del poema. Me habían provisto de un pequeño magnetófono que sólo poseía capacidad para una hora de grabación, de modo que la cinta terminó antes de que llegásemos al poema. Por lo tanto, se me pidió que reconstruyera todo el diálogo no grabado. ¿De qué manera reaccionó la pareja ante mi sugerencia de que el poema era publicable en los Estados Unidos? ¿Estoy seguro de que Zenia musitó la palabra locura?

No te aburriré con el tiempo que pasaron con «caigo en profundidades que son grandes alturas». (Que, por supuesto, es interpretado como una oferta de deserción por parte de Masarov.)

El segundo día, le pregunté a Omaley: «¿Siempre se dedica con tanta intensidad a los detalles después de que alguien de la Agencia se reúne con los rusos?».

Sonrió, como si sólo un idiota como yo pudiese hacer tal pregunta. Me sentí como si estuviera en el sillón del dentista.

El tercer día, Howard Hunt me llevó a almorzar a El Águila, su restaurante favorito. Según me dijo confidencialmente, los Avinagrados estaban conmocionados debido a las discrepancias en el expediente de Boris. Desde que eché a perder su legajo informando que tenía treinta y siete años, estaban muy enfadados. La pregunta era si nuestro actual Boris es el original, o un nuevo cuerpo.

—La siguiente pregunta —dijo Hunt — . ¿Quiere desertar, o quiere atraparte?

—Prácticamente, lo ha hecho —le respondí—. No puedo dedicarme a mi otra tarea.

—Esto pasará —dijo—. En este momento, la mala calificación que obtuviste en Berlín puede ejercer cierta presión adicional sobre ti, pero mantente en el lado positivo de la ecuación. Consigue que Boris deserte, y todas las flores serán para ti. —Asintió—. Pero, amigo, la próxima vez debes ser más observador.

—No es lógico —le dije—. Si Boris quiere pasarse a nuestro bando, ¿para qué corre el riesgo de invitarme a su casa?

—Debido a la relación entre Zenia y Varjov, Boris puede tener el juicio trastornado.

A continuación, Hunt probó la primera copa de vino de la botella que acababan de abrir para él. Hizo un gesto de desaprobación.


Joven
—le dijo en español al camarero—.
Esta botella es sin vergüenza. Por favor, trae un otro con un corcho correcto
.

Después, dirigiéndose nuevamente a mí, continuó:

—La situación no parece lógica. ¿Para qué fraternizar contigo? ¿Qué puedes tú, Harry Hubbard, darle a ellos? A lo mejor creen que puedes ofrecerles algo.

—Me supera, Howard —dije, y en ese momento se me apareció el rostro de Chevi Fuertes.

¿Sabrían los rusos algo de AV/ISPA?

—De vuelta a lo esencial —dijo Howard—. ¿Qué sabemos con certeza? Que Bons, ya sea Masarov Uno o Masarov Dos, es del KGB. En la
residentum
de Montevideo, es definitivamente el número dos después de Varjov.

—¿Definitivamente?

—Heulihaen y Flarrety han estudiado las películas concienzudamente como para establecer el grado de autoridad. Pueden documentar con precisión quién expone el culo al pico de quién. Varjov tiene precedencia sobre el embajador soviético y sus esbirros. Y Masarov es el Número Dos. Mientras tanto, el Número Uno folla con la mujer de su propio Número Dos, mientras el Número Dos busca confraternizar contigo.

—La idea del picnic me espanta —dije—. No por el picnic en sí, sino por los tres días que seguirán con Omaley.

—Consigue un par de muestras verdaderas de la carne de Masarov, y yo podré pulverizar los testículos de Hjalmar. Pero esfuérzate por evitar resultados no concluyentes.

Así me armé, Kittredge, así me armé. Ayer, Zenia llamó para preguntar si Nancy iría al picnic. Cuando le dije que no se encontraba bien, emitió un gruñido similar a los de Boris. Zenia no vendrá.

Hoy, domingo por la mañana (ahora, mientras te escribo, es domingo por la noche), Boris y yo hemos ido al campo. Él llevó su equipo de pesca, y poco más, ya que Zenia había olvidado prepararnos una cesta con comida. Me sentía aturdido, y sospechaba que Boris también. Apenas si charlábamos. Después de una hora de viaje, abrió la guantera y me pasó un botellín de whisky que, dadas las circunstancias, resultó agradable. En el
laisser-passer
del alcohol, pronunciamos un par de palabras.

—¿Le gusta el campo? —me preguntó.

—No demasiado.

Era la segunda vez que salía de Montevideo, Kittredge. ¡En casi un año y medio! No puedo creerlo; soy un animal subterráneo. En Yale, nunca salí de New Haven. Aquí, todo mi mundo se reduce a la Embajada, el piso franco, la casa de Hunt en Carrasco y mi habitación de hotel. Debido a que todo lo que hago significa tanto para mí, simplemente no noto, de mes a mes, cuan circunscritos son mis movimientos. Vi más de la ciudad durante los tres primeros días que en todo el tiempo que transcurrió desde entonces.

Por supuesto, fuera de Montevideo, no hay mucho que ver. A lo largo del mar hay balnearios de tercera categoría que tratan de alcanzar la segunda. Al costado del camino, el estuco de las casas a medio terminar levanta polvillo. El interior del país no es más que plácidas llanuras cubiertas de hierba, ocasionalmente cercadas. Sobre todo, resulta monótono.

Masarov comenzó a hablar, en español.


Cuando el Creador llegó al Uruguay, ha perdido la mitad de Su interés en la Creación
. —Nos echamos a reír. Su español no es tan bueno como su inglés, pero me reí con ganas, en parte porque lo habla con un fuerte acento ruso—. Es verdad. Dios perdió la mitad de su interés en creación del mundo después de venir a Uruguay. Pero —continuó— me gusta este país. Favorece calma interior.

Yo no sentía lo mismo. La carretera se hizo más y más estrecha hasta convertirse en un camino angosto, muy roto, con lomas, y manchado de aceite debido al peso y las emanaciones de los camiones. Nos detuvimos en un café
cum
gasolinera, con omnipresentes hamburguesas, cerveza local y olor a grasa y cebollas (que Porringer llama «el olor a burdeles llenos de tráfico».)

Masarov resultó ser conocido en ese café. Al parecer, nos encontrábamos cerca del lugar donde suele ir de pesca, y debe detenerse ahí con frecuencia. Me pregunté si aquellos caminos pobres, terreno plano y pequeños albergues de carretera no le recordarían a su país natal y, como si hubiese adivinado mis pensamientos, dio un sorbo a su vaso de cerveza y dijo:

—Uruguay es como un pequeño rincón de Rusia. Indescriptible. Me gusta.

—¿Por qué?

—Cuando la Naturaleza se torna imponente, el hombre se vuelve pequeño. —Levantó su jarra — . ¡Homenaje a los suizos!

—¿Aquí se siente usted más grande que la Naturaleza?

—En días buenos. —Me observó cuidadosamente—. ¿Se relaciona con uruguayos?

—No mucho.

Sin embargo, no pude evitar pensar en Chevi.

—Yo tampoco. —Suspiró, y levantó su jarra de cerveza—. Brindemos por los uruguayos.

—¿Por qué no?

Entrechocamos las jarras ligeramente. Comimos en silencio. Se me ocurrió que Boris podría hallarse bajo la misma tensión que yo. Recordé la orden de Hunt: evitar resultados no concluyentes.

—Boris —le dije—. ¿Qué buscamos?

—Eso se desarrollará.

Me sentí como si estuviese de vuelta en la partida de ajedrez. ¿No querría leer un libro mientras aguardaba cada uno de mis cautelosos movimientos?

—Deje que se lo explique —dijo—. Sé quién es usted, y usted sabe quién soy yo.

Era el momento de encender mi magnetófono oculto. El interruptor estaba en el bolsillo izquierdo de mis pantalones y debía hacer un amplio movimiento, pues con la mano izquierda estaba sosteniendo la hamburguesa. Puede que a él no le pareciera tan torpe como a mí.

—Sí —dije cuando hube apretado el botón para grabar—, usted dice que sabe quién soy, y que yo sé quién es usted.

No pudo dejar de sonreír ante una movida tan obvia.

—Esencialmente —respondió.

—¿Eso qué significa? —pregunté.

—Extenso discurso. ¿Es una posibilidad?

—Sólo si confiamos el uno en el otro.

—Confianza a medias —dijo él—, suficiente para tal discusión.

—¿Por qué elegirme a mí?

Se encogió de hombros.

—Usted está aquí.

—Sí.

—Parece cauto —dijo.

—Al parecer, lo soy.

Bebió un buen trago de cerveza.

—Tengo más que perder que usted.

—Bien, eso depende de lo que quiera —dije.

—Nada.

—¿Quiere pasarse a nuestro bando? —le pregunté.

—¿Está loco, o sólo es torpe? —respondió con voz suave. Kittredge, pienso lo mal que va a quedar esto en la cinta grabada.

No transmitirá lo poco ofensivo que resultaba el tono de mi voz. Por el contrario, me proyectará como carente de tacto.

—No, Boris —le dije—. No estoy loco, ni soy torpe. Usted se acercó a mí. Es amistoso. Sugiere que tenemos mucho de qué hablar. ¿Qué puedo suponer, excepto que es un indicio de que quiere acercarse a nosotros?

—O una demostración —dijo— de la absoluta ignorancia de su gente acerca de la mía.

—¿Está dispuesto a decirme por qué estamos aquí?

—Podría decepcionarlo.

—¿Puede permitirme que sea yo quien lo juzgue?

No dijo nada, y seguimos sentados, el uno junto al otro, de frente al extremo abierto del café, que no tenía ventanas, sino un toldo que cada vez que pasaba un camión se sacudía produciendo un sonido parecido al de un disparo.

—Volvamos a empezar —dije — . ¿Qué busca, en realidad?

—Inteligencia política —respondió, con una sonrisa en los labios, como si quisiera desmentir sus palabras.

—Puedo estar más preparado para recibir que para dar.

—No podría ser de otra manera —dijo, al tiempo que dejaba escapar un suspiro de cansancio—. KGB quiere decir Komitet Gosudarstvennoi Bezopasnosti. Comité para Seguridad de Estado.

—Todo eso ya lo sé. Hasta un oficial del servicio exterior del Departamento de Estado lo sabe.

De pronto pareció divertirle que yo insistiera en disimular.

—Muchos directorios en el KGB —dijo.

—Eso también lo sé.

—Hablaré de primer directorio, y de segundo. Primer directorio es para funcionarios soviéticos en extranjero; segundo, para seguridad de Estado. Equivalentes a CIA y FBI, respectivamente.

—Sí —le dije.

—Nuestro FBI, segundo directorio, tiene una buena reputación en Estados Unidos. Es considerado efectivo. Pero muchos de nosotros lo consideramos estúpido. ¿Quiere oír chiste?

—Sí —contesté.

—Por supuesto —dijo él—. ¿Por qué no?

Nos echamos a reír. Era gracioso. Ambos sabíamos que mi magnetófono estaba encendido, y que todo lo que dijéramos sería objeto de análisis. Bebimos nuestra cerveza. Hasta el final. Él llamó con las manos y se acercó el encargado con otras dos jarras y una botella de vodka. Se me ocurrió que ese café podía ser un puesto ruso con micrófonos en el maderamen y una cámara en el techo funcionando todo el tiempo.

O acaso era que Masarov acudía tan a menudo que el propietario compró unas cuantas botellas de vodka.

Sí, Kittredge, gracioso. Masarov, con un vaso en la mano no era muy distinto de tantas otras almas tenaces que viven para un buen trago. Se endulzaba rápidamente.

—Dos hombres —dijo— de segundo directorio están en un coche siguiendo a un muchacho y una muchacha en otro coche a través de multitudes, por calles de Moscú. Entran en una carretera. Muchacho y chica han estado con extranjeros que no debían visitar, pero son hijos de funcionarios muy importantes, de modo que no están asustados. Muchacho le dice a chica: «Nos libramos de bofia». ¿Está bien dicho? ¿Bofia?

—Perfectamente.

—Es lo mismo que polis, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. De modo que muchacho y chica detienen coche a un lado de camino. Otro coche se detiene unos metros más atrás. Nuestro valiente muchacho sale de coche. Levanta capó para indicar problema mecánico. ¿Qué hace bofia?

—Dígamelo —respondí.

—Bajan de coche —dice Boris con solemnidad— y levantan su capó. Imitadores, ¿sí?

—Sí —dije—. Estúpidos.

—Nuestro segundo directorio —dijo—, recibe cumplidos excesivos de personas estúpidas.

—¿Por qué me dice esto?

—Porque su CIA debería distinguir entre primer directorio y segundo. Su CIA cree que en KGB son todos brutos.

—Eso no es cierto. Pasamos semanas analizando lo que Dzerzhinsky aprendió en
La copa dorada
.

Lanzó una carcajada que más parecía un bramido, y me dio una palmada en la espalda. Boris es un tío condenadamente fuerte.

—Usted me cae simpático —dijo.

—El vértigo es júbilo —respondí.

Ambos volvimos a reír. Prácticamente nos estábamos abrazando. Cuando la alegría cesó, se puso muy serio de repente»

—Sí —dijo—, en primer directorio, vamos al extranjero. Por nuestro trabajo, estamos obligados a estudiar otras naciones. Tomamos conciencia, a veces dolorosamente, de deficiencias de sistema soviético. Dentro de límites de tacto burocrático, damos un cuadro correcto a base, allá en casa. Tratamos de rectificar nuestro gran sueño soviético. Sí. Incluso cuando respuestas son desagradables y demuestran que es culpa nuestra. Líderes de primer directorio conocen mejor que cualquiera de ustedes todo lo malo que hay en Unión Soviética.

—Ésa no es la impresión que recibimos.

—Por supuesto que no. Para ustedes, KGB es igual a asesinos.

—Es un poco más sofisticado que eso.

—¡No! ¡Bajo nivel! Ustedes hablan de nosotros como si fuéramos asesinos. Somos profesionales. Nómbreme un solo oficial de CIA que haya perdido un meñique a causa de nosotros.

—Son los contratados los que pagan las consecuencias —dije.

De pronto, pensé en Berlín.

—Sí —dijo Boris—. Los contratados la pasan mal. Eso es verdad para ustedes, y verdad para nosotros.

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