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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (180 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Le pregunté a Fidel en qué creía él que acabaría todo esto, cómo evolucionaría la situación. Aunque los Estados Unidos usaran contra él el pretexto del comunismo, el hecho es que su gobierno ha optado por el comunismo, que su economía y su seguridad dependen de la Unión Soviética... en un mundo donde la paz se basa en el respeto mutuo para una división tácita de zonas de influencia.

«No quiero discutir nuestros vínculos con la Unión Soviética —dijo Fidel Castro—. Me parecería indecente. No tenemos más que sentimientos de fraternidad y una profunda gratitud total hacia la Unión Soviética. Los rusos están realizando esfuerzos extraordinarios para ayudarnos, esfuerzos que en ocasiones les cuestan caros. Pero tenemos nuestras políticas propias, que quizá no sean siempre las mismas, tal como, creo yo, lo hemos probado. Me niego a explayarme sobre este punto, porque pedirme que diga que no soy un peón en el tablero de ajedrez soviético es como pedirle a una mujer que anuncie a gritos en una plaza pública que no es una prostituta...

»Si los Estados Unidos ven el problema tal como usted lo presenta, entonces tiene razón, no hay salida posible. Pero si lo analizamos bien, ¿quién pierde? Ellos lo han intentado todo contra nosotros, absolutamente todo, y seguimos vivos... ¿Estamos en peligro? Siempre hemos vivido en peligro. Para no mencionar la cantidad de amigos que uno encuentra en el mundo cuando es perseguido por los Estados Unidos. Por todas estas razones, no suplicamos nada. No pedimos nada.

»Le he hablado como un revolucionario cubano. Pero también podría hablarle como un amante de la paz, y desde esta perspectiva, creo que los Estados Unidos son un país demasiado importante para no tener influencia en la paz del mundo. No puedo dejar de esperar, por lo tanto, que surja un líder en los Estados Unidos (¿por qué no Kennedy, que tiene mucho en su favor?) dispuesto a superar la falta de popularidad, a luchar contra los grandes monopolios y, lo que es más importante, a permitir que las distintas naciones actúen según su propia voluntad. No pedimos nada, ni dólares ni ayuda, ni diplomáticos, ni banqueros, ni militares, nada, salvo la paz, y que se nos acepte como somos. ¿De verdad resultaría imposible conseguir que los estadounidenses entiendan que el socialismo no conduce a la hostilidad contra ellos, sino a la coexistencia?»

Como conclusión, Fidel Castro me dijo:

«Ya que usted verá nuevamente a Kennedy, sea un emisario de paz; a pesar de todo, quiero expresarme claramente. Yo no pido nada. No espero nada. Como revolucionario, la presente situación no me disgusta, pero como hombre y como estadista, es mi deber indicar cuáles podrían ser las bases para un entendimiento. Para que la paz sea posible, debería surgir en los Estados Unidos un líder capaz de comprender las realidades explosivas de la América Latina. Kennedy podría ser ese hombre. Todavía está a tiempo de pasar a la historia como el líder capaz de entender que la coexistencia entre socialistas y capitalistas es posible, aun en las Américas. Sería entonces un presidente aún más grande que Lincoln. Sé, por ejemplo, que para Kruschov, Kennedy es un hombre con el que se puede hablar. Otros líderes me han asegurado que para lograr este objetivo, primero debemos aguardar su reelección. Personalmente, lo considero responsable de todo, pero admito que en los últimos meses ha llegado a entender muchas cosas; y en el análisis final, estoy convencido de que cualquier otro sería peor».

Luego Fidel agregó, con una amplia sonrisa de adolescente: «Si lo vuelve a ver, dígale que estaría dispuesto a aceptar a Goldater como amigo si eso garantizara su reelección».

35

Hotel Palais Royal

22 de noviembre de 1963

Querida Kittredge:

Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que te escribí. O al menos así me lo parece. Estoy sentado en mi habitación del Palais Royal, un pequeño recinto pomposo con muebles estilo Art Nouveau. Truman Capote escribió en el libro de huéspedes: «Mi hogar fuera de mi hogar». (Probablemente escribe lo mismo en todas partes.) Son las tres de la tarde de un viernes, y en menos de dos horas, Halifax y yo nos reuniremos con esta persona tan especial que es el objeto de nuestro viaje. Estoy aquí, solo, clasificando mis pensamientos y sintiendo un deseo apasionado de hablar contigo. Si al referirme a este proyecto hablo, por ejemplo, de
Halifax
, es porque quiero enviarte esto de inmediato, y no será posible utilizar el correo diplomático. Mi declaración debe ir por correo común.

¡Basta! Quiero decirte que te amo y que siempre te amaré. Si nunca lo he olvidado ni por un instante, ni siquiera en medio de mis pesadillas, ni siquiera (debo admitirlo) en brazos de otra mujer, jamás he podido decírtelo personalmente. Me encuentro en París para llevar a cabo una misión importantísima, y siento en el pecho una leve opresión, producto de mi ansiedad. Mi compañero, el veterano Halifax, llama a este estado «las tiernas mariposas», y para él no hay sensación mejor. No veo la hora de que llame a mi puerta para que ambos acudamos a nuestra cita. Sin embargo, siento también una serenidad curiosa, como si pudiera permanecer aquí escribiéndote el día entero. En este momento, Alfa y Omega parecen estar mutuamente en paz, como si el alba y el crepúsculo convivieran en mí, de modo que puedo decirte no sólo que te amo sino que te esperaré toda la vida, y que estoy dispuesto a vivir en este estado comprendiendo plenamente la profunda lealtad que debes a los tuyos. Sí, te amaré sin más exigencias que pedirte que me perdones por haberte impuesto esta carga.

¿Es posible que la pavorosa aunque sutil magia de París insinúe su influencia sobre mi confesión? Hoy ha amanecido nublado, y de todas las ciudades que conozco París es la única que adquiere un tono gris liláceo en un día como éste. El cielo, las piedras de los edificios, el Sena mismo, sirven como evidencia de las sinfonías menores que se encuentran en la panoplia del gris; sin embargo, estos mismos tonos menores evocan emociones tan armoniosas como abrumadoras. Esta mañana, mientras caminaba junto al Sena, me di cuenta de que no podía dejar pasar un solo día más sin decirte cuánto he amado tu belleza y tu impetuoso y apasionado corazón desde el momento mismo en que te vi.

No diré más. ¿Es interesada esta esperanza de que puedas llegar a tener a mano estas páginas cuando dudes de mí? Ahora que por fin he logrado confesarme, me siento tan sabio y prudente (algo nada característico en mí) que quiero hablar de una cantidad de temas absurdos e insignificantes. De Halifax y de mí, por ejemplo. Tuvimos un almuerzo extraordinario en Tour d'Argent. Es imposible equivocarse cuando Halifax tiene hambre y está en París. Antes de aburrirte con los detalles de una comida en la que no participaste, sólo te diré que comenzamos con
champignons farcis duxelles
acompañados por una botella de St. Emilion cosecha 1953. La pluma del cielo acarició el Tour d'Argent. Nunca supe de qué forma puede una seta iluminar hasta tal punto los chalotes, el ajo, la mantequilla y la nuez moscada. El vino me explotó en la garganta. Tuve un indicio del júbilo que podría experimentar si alguna vez comiésemos juntos en un restaurante que sólo tú y yo conociéramos.

Si la ironía es redentora, y tengo la esperanza de que lo sea, paso a confesarte que en medio de la soberbia comida nos internamos en temas de conversación que bordearon la solemnidad tácita de nuestra misión. Nos reuniremos con un agente enemigo. Por supuesto, en un ambiente neutral, incluso amistoso, de modo que no debo recargar las tintas, pero se trata de una misión legítima y pesada. Debo admitir que produce en mí una frivolidad de alguna manera solemne.

Halifax siempre mejora esta combinación. En el OSS debe de haber sido muy querido. Ayer, en el vuelo de Pan Am, me entretuvo con sus anécdotas. Teme un poco a los aviones, lo que me recuerda una teoría de Dix Butler según la cual los hombres fuertes son los que menos quieren viajar en avión por miedo a que su propio poder pueda interferir en el buen funcionamiento de los motores. Al oír esta tesis, Halifax propuso una enmienda:

—Eliminar al prójimo produce una terrible fascinación —dijo—. Se entra a formar parte de una selecta fraternidad. El hombre al que veremos mañana es un buen ejemplo de ello.

A continuación, Halifax me narró una matanza en la que había participado en Italia junto a los partisanos, y de la que yo ya había oído algún rumor. Antes de que terminara, había matado a cinco alemanes en tres días, dos con disparos de fusil, dos con su Luger (tomada como botín de guerra) y el quinto con las manos.

—Después de aquello, nunca he vuelto a ser un hombre equilibrado — dijo—. Mi vida ha girado en torno a ese suceso. ¿Sabes?, me ha otorgado una sensación de superioridad, de conciencia de mi propio poder, y en ciertas ocasiones me ha insinuado que estoy loco.

—¿Por qué loco? —pregunté.

—Porque disfruté de esos tres días. El director de St. Matt's, mi padre, me sorprendió una vez al decirme que la tarea más difícil que el Señor puede darle a un hombre es que sea el ángel de la muerte para los corruptos, los condenados y los malvados. Sólo muy pocos hombres pueden serlo, me aseguró. Yo no podía dar crédito a lo que oía. ¡Mi padre, un clérigo, aprobando el exterminio de otros seres humanos! Por supuesto, tenía en la mirada ese brillo especial, esa fortaleza de zafio que muchos yanquis poseen. Sé que yo también lo poseo.

Que el uso de la palabra «zafio» no te confunda, Kittredge. Cuando Halifax la emplea, no lo hace con sentido peyorativo, sino que se refiere al impulso sexual.

—Cuando de sexo se trata, soy un yanqui típico —me confesó — . Harry, creo que nunca tuve una erección sin sentir que me la había ganado y la merecía.

—Eso iría contra mi estilo —dije.

Nos echamos a reír. En ese momento, una azafata bastante atractiva a la que Halifax había estado mirando insistentemente desde que subimos al avión, se detuvo a charlar con nosotros. Como es natural, Halifax consideró que lo hacía movida por su interés hacia él, pero se decepcionó cuando vio que la mujer estaba interesada en mí.

—¿No es usted amigo de Modene Murphy? —me preguntó. Asentí, entonces dijo—: Yo solía trabajar en Eastern con ella. No hacía más que hablar de usted. Lo reconocí por la foto que siempre llevaba en la cartera. Pensaba que era usted fantástico.

—Ojalá me lo hubiera dicho a mí.

Quedamos en que el que viera primero a Modene le daría saludos del otro.

Bien, Halifax oyó todo aquello, y una vez que la azafata se hubo marchado me dijo que siempre había sabido acerca de Modene, que siempre la había querido conocer, pero después de un discreto interrogatorio me di cuenta de que todo lo que sabía eran rumores de la Agencia referidos a que yo estaba enrollado con una azafata muy bonita.

No quiero cansarte. Es axiomático que una mujer hermosa no quiera oír hablar de otra, pero apelo a tu magnanimidad con un propósito. Halifax me hizo una confesión sorprendente. Estaba sufriendo de «lapsus eréctiles», como él mismo los llamaba. Si te menciono esto, no es con la intención de revelar su secreto, sino para que te formes una idea de mi padre. Siento que empiezo a comprender sus monumentales depresiones a causa de Mary —sus últimos años deben de estar llenos de esos «lapsus»— y, como contraste, su actual excitación a causa de esta misión. Vino a París hace unas semanas, para un breve reconocimiento, y volvió revigorizado por estar de nuevo en la acción. «Me siento listo para volver a la cuadra como semental», me dijo. Supongo que debe de haber reanudado las relaciones con Eleanor, su secretaria (que lo adora), pero la actual es una antigua novia. ¡Abróchate el cinturón! Apuesto a que ella no te lo ha dicho. Se trata de Polly Galen Smith. Una mujer que se rodea de la gente adecuada.

De modo que Halifax estaba de buen humor. Protege su salud entrando en acción de tanto en tanto. Si bien nuestra actual misión no encierra riesgos físicos, o al menos eso creo, siempre pueden producirse catástrofes, grandes o pequeñas, capaces de poner en peligro nuestra seguridad y nuestra carrera. En estos momentos, un simple aleteo sonaría como el estruendoso batir de alas de un gigantesco pterodáctilo. Pero cuando Halifax se dirige hacia el peligro se siente en el mejor de los mundos. Como si por sus venas corriese sangre mediterránea, habla con grave placer del asesinato y la muerte. Mientras tanto, engulle
un filet de boeuf au poivre
y luego bebe una buena copa de Pommard cosecha 1956. Se está refiriendo a su continua obsesión: que Marilyn Monroe fue asesinada.

A medida que habla del tema, mi mente da vueltas. La conversación se ha alejado considerablemente de lo que yo había imaginado. Por supuesto, ya habíamos discutido qué hacer si durante la reunión las cosas tomaban un mal rumbo. Habíamos hablado de ello en su despacho, y, más tarde, en el avión. Aun así, suponía que ocuparíamos el almuerzo, o al menos parte de él, a repasar el asunto, pero no fue así.

—Ya lo hemos arreglado —dijo—. Hablemos de otras cosas.

Y empezó a exponer su tesis. Yo no quería hablar de ese asunto, porque sólo de pensar que esa actriz tan encantadora, triste y alegre a la vez, podía haber sido asesinada, me arruinaría la comida. Sin embargo, creo que Halifax me comprende más que yo mismo. Creo que instintivamente sabe que para estimular los reflejos, grandes y pequeños, puede resultar tonificante contemplar una situación ajena, aunque se trate de algo horrendo, como en este caso. Si uno se enfrenta seriamente a sus propias posibilidades, puede meditar acerca de otros aspectos igualmente graves referidos a otro asunto.

Trataré de usar sus propias palabras. Después de todo, tengo credenciales: he escuchado al buen Halifax en suficientes ocasiones como para oír su voz cuando escribo acerca de él. Esta vez, estuvo más elocuente que nunca.

—En un principio estaba absolutamente convencido de que fue asesinada por una orden indirecta o directa de los Kennedy. No es difícil ponerle una inyección a una persona que confía en ti. Tanto Jack como Bobby podían haberle dicho: «Esta mezcla de vitaminas es dinamita pura. Obra milagros».

Kittredge, creo que es mejor que te explique que durante los últimos quince meses ésta ha sido la preocupación constante de Cal, y no sólo ha recogido toda la evidencia —por cierto limitada— que ha podido, como el informe del forense, sino que, como ha trabajado en Inteligencia toda la vida, ha transformado el caso de Marilyn Monroe en su afición. Me asegura que en el informe del forense todos los hechos indican que se trata de un asesinato. Para explicar el contenido de barbitúricos en la sangre, Marilyn debería de haber tomado por lo menos cincuenta cápsulas de Nembutol e hidrato clorhídrico, lo cual habría dejado en su estómago e intestino delgado un gran residuo, y no la pequeña cantidad que el forense encontró.

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