Yo no lograba entender si Harlot estaba declarando su alejamiento del asunto aquella noche de domingo, sesenta horas después del asesinato, o si se trataba de un resumen de todo lo que se había enterado en los meses siguientes. Me había quedado atascado en la muerte. Si la obsesión es una forma de lamentar todos los temores que enterramos en suelo no consagrado —el suelo no consagrado de nuestra psique— entonces yo estaba obsesionado. No podía olvidar la muerte de Marilyn Monroe. Si, como decía mi padre, Hoffa era capaz de concebir un crimen así para producir en ambos Kennedy una herida política incurable, entonces, ¿cuántas personas podía nombrar yo que estuviesen dispuestas a matar a Jack con el fin de encontrar una excusa para declarar la guerra a Fidel Castro?
Es posible que Harlot se hubiese dado cuenta de que no se podía sacar ninguna conclusión, pero yo no. Yo permanecía cautivo del vértigo de mi mente, que corría por una larga pista noche tras noche. A menudo pensaba en Howard Hunt y su profunda amistad con Manuel Artime. Hunt tenía el tiempo y la oportunidad; ¿tendría también la furia necesaria? Por intermedio de Artime podía acceder a los miembros más violentos de la Brigada. Cuando me cansé de hacerme preguntas acerca de Hunt, pasé a pensar en Bill Harvey. Llegué al extremo de constatar si había salido de Roma aquel viernes de noviembre. La respuesta fue negativa. Luego me di cuenta de que no importaba, ya que una operación podía ser dirigida desde Roma. ¿O tal vez no? ¿Dónde estaba Dix Butler? ¿Estaba ya en Vietnam, o habría hecho una escala en Dallas? Eso era algo imposible de determinar, al menos para mí. También me pregunté si Castro, a través de Trafficante, no habría triunfado en un asesinato, a pesar de fracasar en tantos otros. Durante esas noches de insomnio, había horas en que no dejaba de imaginar a Oswald y su rostro angosto, torturado, típico de la clase obrera. Oswald había estado en la ciudad de México en septiembre. Cal me mostró un memorándum. El cuartel general en Langley había pedido por cable los nombres de todos los contactos de los dos hombres más importantes del KGB en la Embajada soviética de esa ciudad. La estación de México envió su respuesta. Las grabaciones hechas clandestinamente en las Embajadas cubana y soviética proporcionaban los nombres de Oswald y de Rolando Cubela. Oswald había hecho una llamada telefónica desde la Embajada cubana a la soviética. En un ruso duro y poco fluido, el hombre que dijo llamarse Oswald había insistido en hablar con el «camarada Kostikov».
—Eso es dudoso —dijo Cal—. Sabemos que Oswald hablaba bien el ruso.
—¿Y Cubela?
—Ah, Cubela. Habló varias veces con el camarada Kostikov. No sabemos acerca de qué. Supongo que tiene contactos con todo el mundo.
—Hemos terminado con él, por supuesto.
—Sí. —Cal se encogió de hombros—. De todos modos, ya terminó. El FBI nos dirá que Oswald actuó de manera independiente.
¿Lo habría hecho J. Edgar Hoover?
Mi mente no descansaba. Un día, durante las audiencias de la Comisión Warren, Warren, el presidente del Tribunal Supremo, le preguntó a Allen Dulles si el FBI y la CIA empleaban agentes de carácter particularmente violento. Allen Dulles, con toda la bonhomía de un buen tipo capaz de contratar los servicios de una multitud de rufianes callejeros, respondió: «Sí, personajes terriblemente malos».
«Allen debe de haberse sentido en la gloria», observó Hugh Montague.
En un momento dado, llegué a creer que Allen Dulles era el responsable. O Harlot. Incluso Cal y yo, considerando la gran red de implicaciones, podíamos ser culpables. Los pensamientos se sucedían vertiginosamente. Aún no me había acercado a mi primera muestra de sabiduría universal: no hay respuestas, sino sólo preguntas.
Por supuesto, algunas preguntas pueden ser mejores que otras.
12 de septiembre de 1964
Queridísimo Harry:
¿No fue Fidel Castro quien dijo que una revolución debe ser sellada con sangre? Supongo que, en una escala personal, el equivalente debemos buscarlo en la manera en que una mujer casada certifica su seriedad hacia su amante mediante un acto de traición no necesariamente carnal contra su marido. Hoy deseo consumar ese acto. El contenido de esta carta te brindará un material excepcional referido a Bill Harvey. Se trata de la información más privilegiada que Hugh me haya suministrado jamás, y ahora que la comparto contigo, el círculo de posesión se limitará a Hugh y a Harvey, a ti y a mí, y a nadie más.
He aquí uno de los secretos de Hugh. Cuatro páginas de transcripciones de una conversación que mantuvo con Harvey en Berlín. Como conoces al Rey, pues has trabajado con él, sin duda tendrás mucho para reconstruir en tu mente, pero yo sólo sentí el orgullo de una nueva posesión y el vacío que suele acompañar a ese orgullo. Mi reacción interna fue lamentable. Pensé: «Un año refunfuñando, y ahora, ¿qué importa?». Sólo me he enterado de un profundo secreto oscuro sobre ese insondable y tenaz Bill Harvey. Sin embargo, no debo despreciar el favor. Estoy fascinada.
Cuando acabé con las cuatro páginas de la transcripción (de la cual hay una sola copia, y Hugh me la quitó apenas terminé de leerla), le pregunté quién más había visto esas páginas, y entonces me confesó que había dejado que echases un vistazo a las dos primeras hacía más de ocho años. «Por supuesto —aclaró—, las dos primeras páginas no cuentan mucho. El pobre muchacho se sintió horriblemente frustrado.»
Bien, Harry, haré lo mejor que pueda para curar tu frustración. Como no tengo la transcripción, tendré que resumir lo que recuerdo. Al principio de la página tres, Hugh le menciona a Harvey que ha tenido una charla con Libby, la primera mujer de Bill. Es mucho lo que surge de esto. ¿Recuerdas el escándalo por lo del coche y el charco de agua causado por la lluvia? ¿Lo recuerdas? Libby llamó al FBI porque su marido no había ido a dormir, y estaba preocupada. En la versión que Harvey dio a la Agencia en 1947, optó por renunciar al FBI porque el Buda lo enviaba a Indianápolis como castigo por quedarse a dormir en un coche con el motor calado y no avisar al Buró. Bien, cuando unos nueve años después Hugh habló con Libby sobre el tema, ella seguía tan amargada como puede estarlo una ex esposa. Ella nunca llamó al FBI, afirmó. ¿Por qué iba a hacerlo? Bill estaba fuera todas las noches, entre las tres y las cuatro de la madrugada. Hugh constató la historia de Libby con su contacto en el FBI, que tenía acceso a los archivos. Verdad: Libby Harvey no hizo ninguna llamada durante aquella mañana de 1947. La conclusión de Hugh: la historia del Buda había sido una comedia montada por él mismo para instalar al Rey Bill en la Agencia. Hugh me dijo que Hoover había intentado por varios medios infiltrar una docena de sus mejores hombres entre nosotros para que actuaran como agentes especiales, y logró hacerlo muy bien al principio, cuando, como dice Hugh, «éramos buenos, simples e inocentes». De todos ellos, Harvey fue el mejor. Le había estado pasando a la Agencia material de valor incalculable durante casi diez años.
Al final de la transcripción de cuatro páginas, uno se da cuenta de que Harvey está empequeñecido. Recuerdo el diálogo perfectamente, y lo que te ofrezco es una versión casi literal.
—Usted no va a creerlo —le dijo a Hugh—, pero odio al Buda.
—Sí —dijo Hugh—. J. Edgar Hoover no es un buen hombre, y usted nos aprecia a nosotros, los imbéciles de la CIA, aunque todos estos años no ha hecho más que pasarle los mejores informes a él.
—Tengo mejores amigos aquí que allá —dijo Bill.
—¿No sucede lo mismo con todos los buenos agentes dobles? He aquí la sombría consecuencia, Bill. Voy a creer en lo que dice. Nos aprecia más que al Buda. De modo que conseguirá informes de sus archivos secretos. No me importa cómo lo logre. Y si alguna vez J. Edgar descubre lo que está haciendo, y le da la espalda, bien, los agentes triples nunca resultan. Yo recurriría a los mandriles gigantes. ¿Está claro?
—Está claro.
Esto es lo que sucedió, Harry. Por supuesto, podrás imaginar qué fue lo primero que le pregunté a Hugh.
—¿Has estado manejando a Bill desde entonces?
—Desde mi viaje a Berlín en 1956. Fue un desayuno genial. Pobre Bill. Como todos estos años ha tenido que vivir con dos caras, se ha visto obligado a beber por las dos.
Supongo, Harry, que esto te dará mucho en qué pensar. La traición me produce escalofríos. Acabo de decir adiós a uno de mis más serios votos matrimoniales. Eso debería mantenerte tranquilo por un tiempo, voraz minino.
Tu
KITTREDGE
Durante un tiempo le escribí a Kittredge cartas apasionadas que ella no contestaba. Finalmente, me escribió una en que hacía referencia al Talmud. «Harry: he aquí un consejo sabio para la parte judía que hay en ti. Cuando los antiguos hebreos de Babilonia no querían ceder ante una tentación poderosa, construían una cerca alrededor del deseo. Cuando una cerca nunca era lo suficientemente fuerte para contener el impulso, construían otra cerca alrededor de la primera. Por lo tanto, no te veo, y tampoco aliento la producción de cartas de amor. Cuéntame, más bien, qué estás aprendiendo.»
Sin muchas ganas, obedecí. La carta siguiente sirve como muestra.
—Aun así —dije—, si Helms quiere que lo hagas, no te puedes rehusar.
—Bien, puedo pedirte que me representes. Si envío a mi hijo, el gesto demuestra respeto.
—Podría terminar en un cuerpo a cuerpo con Bill.
—Rick, yo no te daría esta misión si creyera que no eres capaz de llevarla a cabo. Un par de horas desagradables, sí, pero eres mi hijo. Cuando llegue el momento, tendrás que hacerlo. Esperemos que renuncie por propia voluntad.
No seguimos hablando sobre el tema, pero por primera vez en la vida no confío en mi padre. Creo que su temor está relacionado con su carrera. Creo que teme que Harvey pierda la cabeza, y el consejero Hubbard, futuro subdirector, no quiere verse involucrado. Ojalá me equivoque. Yo también espero que Bill Harvey renuncie, o haga algo para mejorar. El problema reside, según me parece, en la forma en que le fue adjudicado ese cargo. Si recuerdas la situación, Helms tenía que alejar a Harvey de McCone. El único destino disponible era Roma. Para tentarlo, Helms le ofreció un menú ambicioso a Harvey. «Roma es un lugar con muchas posibilidades —le dijo—. La Inteligencia que recibimos nos es servida en bandeja por los servicios italianos. Es una desgracia. En diez años no hemos descubierto un solo hombre del KGB. La situación exige el ejercicio de tu talento, Bill. Ve allí, duro como un toro, sutil como un Médicis, Tú puedes transformar esa estación.»
Según Cal, Helms no hacía más que estimular al hombre para que no considerara que lo que hacían al enviarlo era degradarlo. Pero Harvey atacó con fuerza. Si bien es verdad que hasta nuestros mejores hombres en la estación de Roma no eran más que diestros adjuntos del circuito del Departamento de Estado, y no se recibía Inteligencia verdadera, Harvey transformó el lugar en un infierno. Después de todo, Roma se había convertido en el lugar ideal para viejos oficiales de caso. Se podía vivir con cierta comodidad. Harvey acabó con todo eso. No hacía más que provocar a la gente. «¿Ha reclutado a algún ruso hoy?», preguntaba. Por supuesto, nada de eso sucedía. Para empeorar las cosas, Harvey hirió el orgullo romano. Hizo toda clase de malabarismos para situar a un italiano de su confianza a la cabeza del servicio de Inteligencia local. Cuando finalmente logró su cometido, todos sus colegas italianos se burlaron de él, razón por la cual el hombre se volvió en contra de Harvey. Empezó a obstruir el trabajo. Finalmente, informó al Rey Bill que no se permitirían intervenciones clandestinas de las líneas telefónicas de las embajadas soviética y de los países de Europa Oriental. Bill había provocado un desastre. Luego de una serie de episodios como éste, adquirió fama de borracho. Roncaba, hasta que había que despertarlo.
Más tarde tuvo un ataque cardiaco. Se recuperó. Siguió bebiendo. Una mañana se oyó un disparo en su despacho. Nadie se movió. Nadie se atrevía a abrir la puerta. ¿Quién quería ver las paredes ensangrentadas de la oficina de Bill? Por fin, una secretaria valiente se animó a abrir la puerta. Allí estaba Harvey, sentado ante su escritorio, limpiando su arma. Se había disparado accidentalmente. Harvey le guiñó un ojo.
Kittredge, creo que se aproxima el fin. Días atrás, Cal me comunicó que Helms le dijo: «Me gustaría coger a Harvey por esa cabeza gorda que tiene y estrellarlo contra la pared».
Bien, al parecer tendré que hacerme cargo de la misión. Las probabilidades de regresar con vida deben de ser cien a una a mi favor, pero esa una asusta, ¿no?
Mi amor para ti y para Christopher.
HARRY
La llamada tardó medio año en llegar, pero finalmente llegó. Él sabía por qué estaba yo en Roma. Envió una limusina a esperarme al aeropuerto y a un hombre para que me escoltara a mi paso por la aduana. Esa noche, cuando entré en su despacho, encontré que iba vestido prácticamente igual que yo: traje gris oscuro, camisa blanca y corbata a rayas, la de él verde y negra, la mía roja y azul. Nos sentamos a las ocho de la noche. Habíamos planeado salir a comer a las nueve. Una botella de bourbon, un cubo con hielo y dos vasos sobre una bandeja. Bebimos durante siete horas, y jamás fuimos a comer. Vaciamos una segunda botella. Creo que nunca en mi vida bebí tan intensamente. Volé de regreso a los Estados Unidos con una resaca tan poderosa que no volví a probar el alcohol durante varios meses.
Sin embargo, mientras permanecí en el despacho de Harvey, bebí como si se tratara de agua o, más bien, de gasolina. Mi adrenalina era abundante. Si lograba quemar el alcohol con la misma rapidez con que lo consumía, quizá pudiera penetrar en el sistema nervioso de William Harvey, de alto octanaje. Por cierto, llegué a entender cómo era posible que bebiese tanto: William Harvey no había pasado una sola hora de su vida en que se sintiera libre de una amenaza exterior.
Empezamos con toda tranquilidad.
—Sé por qué estás aquí —dijo en voz baja—, y está bien. Te enviaron para hacer el trabajo de otro hombre.
—No estoy aquí porque quiera estar —respondí—, pero sé por qué me fue encargada esta misión. El motivo es que yo al menos sé lo que usted ha logrado, y lo que representa.
—Siempre fuiste bueno para rodear de mierda tus palabras. —Cloqueó, algo nada acostumbrado en él—. Allá, en Berlín, no dejabas de espiarme, SM/CEBOLLA.