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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (183 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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¿Sabes qué me salvó? Pensar en Bobby. Volví a enamorarme, pero esta vez sin ocultar la carnalidad. Creo que llegué a amar a Bobby Kennedy debido a la profundidad de su sufrimiento. Nunca he estado en presencia de un hombre tan profundamente herido. Dicen que esa fatal noche del viernes, antes de acostarse en el dormitorio de Lincoln en la Casa Blanca, dijo: «Dios mío, es espantoso. Todo empezaba a ir tan bien», y cerró la puerta. La persona que me lo contó estaba en el pasillo. Lo oyó llorar. Oyó sollozar a ese bloque de granito. «¿Por qué, Dios mío?», gritó.

Esa pregunta de Bobby tiene que cernirse sobre un abismo metafísico. La hizo con toda seriedad, después de todo. Creo que lo que en realidad preguntaba es si hay respuesta posible, o si el universo es demasiado absurdo. Si existiera respuesta, él podría tener coraje para descender por los terribles escalones y adentrarse en lo profundo de su motivación, y la de su hermano, todos estos años. ¿Luchaban por el ideal de unos Estados Unidos más excepcionales aún, o disfrutaban con las perversidades del juego?

Meses después de aquello, siguió yendo a su despacho y reuniéndose con sus colaboradores; trataba de ocuparse de sus asuntos, pero era como un hombre muerto. No le importaba nada. Sabía que había perdido algo más que un hermano. El teléfono privado que había hecho instalar sobre el escritorio de J. Edgar Hoover para que el director del FBI se viera obligado a levantarlo y contestar en persona fue trasladado a la oficina externa del Buda, donde la señorita Gandy, su secretaria, se ha vuelto adepta en decir que no a todas las personas menos augustas que su sagrado jefe. Bobby ahora era menos augusto. Lyndon Johnson y el Buda son viejos amigos, y la oficina del Fiscal General ha sido puesta en un desvío de la línea principal. Esa gran guerra contra la Mafia, que Bobby consideraba el propósito fundamental de su trabajo, ha sido puesta en el mismo desvío. Ni Hoover ni Johnson tienen un interés particular en ocuparse de la Mafia. Hoover nunca emprende una batalla si no está seguro de ganarla, y los comunistas estadounidenses son un enemigo más accesible; Lyndon Johnson, como imaginarás, no va a pelearse con los muchachos que le engrasan los engranajes. De modo que el Sindicato sigue floreciendo, y Bobby ha perdido su influencia. Hoover ya no habla con él. No sé si sabes que Johnson ha exceptuado al Buda de la ley que exige que los viejos funcionarios del gobierno se retiren a los setenta años. «La nación no puede permitirse el lujo de perder a hombres como usted», le dijo Johnson a J. Edgar en la rosaleda delante de la Prensa y la televisión. Quizás hayas presenciado ese conmovedor momento de la historia de nuestra república.

De modo que el hermano se ha perdido, y su poder se ha visto reducido. Jimmy Hoffa le dijo a un reportero: «Ahora, Bobby Kennedy es un abogado más». Sí, la gran ironía es que ya no supone un peligro ni siquiera para sus enemigos. El tesorero-secretario de uno de los sindicatos locales de camioneros le envió una carta a Bobby explicándole su plan para recolectar dinero con el fin de «limpiar, embellecer y proveer de flores la tumba de Lee Harvey Oswald».

Sí, Bobby no está libre de culpa. Persiste la sombra de Marilyn Monroe. Y la de Modene. Y todas las demás, que deben de perturbar su moral católica. Ignoro qué pasó con los planes que tú, Cal y Hugh teníais con respecto a Castro, pero me lo imagino, y no sé si Bobby sabía lo que ponía en funcionamiento al ejercer presión sobre Harvey y Helms. Bobby sabe demasiado poco acerca de nosotros. Una noche empezó a hablar de sospechas embozadas y de certezas a medias, y me dijo: «Tenía mis dudas acerca de unos cuantos miembros de la Agencia, pero las he disipado. Confío en John McCone, y le pregunté si estaban implicados en la muerte de mi hermano. Se lo pregunté de una manera tal que no podía mentirme. Respondió que él había investigado, y que la respuesta era negativa».

Le conté esa anécdota a Hugh. Sabes que no suele reírse a carcajadas. Esa vez lo hizo.

—Sí —dijo — . Hizo la pregunta al hombre adecuado.

—¿Tú en su lugar qué habrías contestado? —pregunté.

—Le habría dicho que si el trabajo había sido bien hecho, no estaba en condiciones de darle una respuesta correcta.

Es triste. Bobby sigue sumido en un dolor profundo. Sus ojos azules han adquirido un tono lechoso, como los de un cachorro enfermo. Lucha por ocultar su sufrimiento, pero su expresión sigue diciendo: «Viviré, pero ¿cuándo cesará el dolor?».

Jacqueline Kennedy tiene facetas que yo desconocía. Leyó
El camino griego
, de Edith Hamilton, supongo que tratando de encontrar su propia respuesta, y le prestó el libro a Bobby. Él pasó horas, y luego días, leyendo y memorizando pasajes enteros. El que más le impresionó era de Agamenón. Bobby me lo leyó: «Esquilo dice: "El que aprende, debe sufrir. Y hasta en nuestro sueño, el dolor que no se puede olvidar cae, gota a gota, sobre el corazón, y en nuestra propia desesperación, contra nuestra voluntad, nos llega la sabiduría por la tremenda gracia de Dios"».

Hay momentos en la vida en que lees ciertas cosas que parecen escritas para ti. Al contrario que tú, yo o Hugh, Bobby no se vale de su inteligencia para comprender las cosas. Nosotros empujamos la inteligencia hasta el filo, con la esperanza de explorar la naturaleza del nuevo material. Bobby adquiere sus conocimientos gracias a su compasión. Creo que tiene un caudal mayor que nadie que yo haya conocido jamás. (Al menos, dentro de Omega. Dicen que cuando juega al fútbol derriba a viejos amigos sólo para divertirse. Es obvio que Alfa sigue tan agresivo como siempre.) Pero la compasión, «esa tremenda suma del dolor» (Eurípides, amigo mío), le es muy cercana. Ha subrayado muchos pasajes de
El camino griego
. «Es mejor que sepas que estás destinado a ayudar a todos los agraviados», de los
Suplicantes
. Sí, llegará a ser un experto. También cita a Camus: «Quizá no logremos impedir que en este mundo se torture a los niños, pero podemos reducir la cantidad de niños torturados». La primera salida que hizo, después de la muerte de Jack, fue a una fiesta de Navidad en un orfanato (nunca se puede extirpar el último nervio vivo de un político). Aquella salida debió de ser muy dolorosa para él; parecía que el solo hecho de caminar le causaba un sufrimiento espantoso. No había parte de su cuerpo, entre el pecho y la ingle, que no le doliera. Entró en el patio de recreo del orfanato, donde todos los niños aguardaban para verlo. Habían estado jugando y retozando, pero cuando lo vieron se quedaron callados. Era un acontecimiento extraordinario para ellos. Un niño negro, de unos seis años, empezó a correr gritando: «¡Tu hermano está muerto! ¡Tu hermano está muerto!». Creo que sólo quería que supiesen que era lo bastante inteligente para recordar lo que le habían dicho. Iba a verlos un hombre grande cuyo hermano había muerto. Y ése era el hombre.

Harry, yo estaba presente en el orfanato. Puedes imaginarte el desgarramiento que flotaba en la atmósfera. «¡Tu hermano está muerto!» Todos volvimos la cara. Una terrible oleada de desaprobación debe de haber emanado de nosotros hacia ese niño, porque se echó a llorar. Bobby lo alzó, lo estrechó entre sus brazos, y le dijo: «Todo está bien. Tengo otro hermano».

En ese momento me enamoré de Bobby Kennedy. Sospecho que si te cuento todo esto no es para evitar enfrentarme a la maravillosa primera página de tu carta, sino para tratar de explicarte que a medida que el amor por Bobby me inundaba, al tiempo que me abría a un sentimiento de compasión hacia los demás, me iba sintiendo más cerca de ti. Tengo un presentimiento con respecto a nosotros. Ignoro cómo sucederá, ni cuándo, aunque espero que no sea demasiado pronto, pues confieso que está acompañado de un miedo rayano en temor reverencial. Sé hasta dónde pueden llegar nuestra sabiduría y nuestro sufrimiento, y por ello temo que nuestros dolores puedan parecemos arrebatadores. Pero algo sí te confieso: ya no estoy enamorada de Hugh. Es decir, lo amo, lo respeto enormemente. Gran parte de mis reflejos físicos, por así decirlo, han sido ordenados dictatorialmente. Responden a él, que posee mi cuerpo más de lo que deseo. Pero no me gusta más. Siente un desprecio excesivo hacia los dos Kennedy, el vivo y el muerto, y no estoy dispuesta a soportarlo. Ya no me compadezco de la horrorosa niñez que tuvo. Soy una esposa encarcelada en la prisión de las esposas desdichadas; tengo un matrimonio a medias. Formo parte de una legión de mujeres con un matrimonio a medias.

De modo que creo que tarde o temprano llegará nuestro día. Debes esperar, debes ser paciente: no podemos hacer ni un solo movimiento en falso. Tendría mucho miedo por ti, por mí, y por Christopher. Pero vivo con la primera página de tu carta, y quizás el tiempo nos aguarde. Quizá llegue un tiempo que sea nuestro tiempo. Nunca dije esto antes. Ahora lo digo. Te amo. Te amo con todos tus defectos, Harry, patán, que son muchos.

Besos,

KITTREDGE

Epílogo
Washington, Roma, 1964-1965
1

Paciencia resultó ser una palabra operativa. Mi relación con Kittredge no comenzó sino seis años después. Durante mucho tiempo nos vimos una vez por semana; hubo momentos en que, debido a las exigencias de la circunspección, espaciamos los encuentros a no más de una vez al mes, hasta aquella hora terrible en que Hugh y Christopher tuvieron su fatal caída. Nos casamos poco después de aquel horrendo suceso.

Todo esto aguardaba en el futuro. Durante mucho tiempo, yo estaría destinado a vivir con el espanto del asesinato en el corazón y en los huesos. Era parte del aire que se respiraba en Langley, hasta que por fin el paso del tiempo redujo mi sensación de la trascendental catástrofe y se fundió con la historia y los murmullos de los pasillos. El peso del hecho ya no era mayor que el hecho en sí: otra imposición en la culpa de nuestras vidas.

Sin embargo, los poderes de exageración de Harlot se volvieron implacables. El conocía la semilla de consternación que residía ahora en la raíz primaria de muchos sueños de la gente de la Agencia. Él conmemoraba El Día. Terminaba con un monólogo que yo estaba destinado a oír más de una vez, aunque siempre en compañía de personas diferentes, especialmente elegidas.

—En aquella tarde única del viernes 22 de noviembre de 1963 —empezaba Harlot por lo general— puedo decir que nos congregamos en la sala de reuniones del director todos los que formábamos la cumbre: sátrapas, mandarines, lores, padishás, maharajás, magnates, el amo. Todos.

»Y tomamos asiento —proseguía Harlot—. Fue la única vez, en todos estos años, que vi a tantos hombres brillantes, ambiciosos, talentudos, allí sentados. Finalmente, McCone dijo: «¿Quién es este Oswald?». Y se produjo un silencio propio de la final de un campeonato de béisbol, cuando el equipo visitante se ha anotado ocho carreras en la primera entrada.

«Trataremos de no medir el abatimiento general. Podíamos haber sido gerentes de banco a quienes se acaba de informar que hay una bomba de relojería en la cámara acorazada y deben vaciarse todas las cajas de seguridad. En un momento así ni siquiera se sabe cuánto hay que ocultar. Comencé a pensar en los peores miembros del personal. Bill Harvey, allá en Roma. El consejero Hubbard, en París con AM/LÁTIGO. ¿Y si Fidel presentaba a Cubela como testigo? Es en ocasiones como ésa cuando la mente se desboca. Todos inhalaban los fantasmas de los demás. Para empezar a elaborar nuestros argumentos, aguardábamos los pequeños detalles concernientes a Oswald. Por Dios, el tal Oswald fue a Rusia después de trabajar en la base aérea Atsugi, en Japón. ¿No fue allí donde probaron los U-2? ¡Y luego el tal Oswald se atreve a regresar de Rusia! ¿Quién escuchó su informe? ¿Quién de nosotros lo ha adoctrinado? ¿Importa, acaso? El peligro que compartimos quizá sea mayor que nuestra complicidad individual. ¿Es que no hay nadie que pueda hacer algo con respecto a Oswald? Nadie expresa el pensamiento en voz alta. Somos demasiados. La atmósfera se ha congelado, todos guardamos silencio. La reunión se da por terminada. Durante toda esa noche nos reunimos en grupos de dos y de tres. Sigue llegando información. Cada vez peor. Marina Oswald, la esposa rusa —todo era tan reciente, que la llamábamos así— tiene un tío que es teniente coronel en el MVD. Luego nos enteramos de que George de Mohrenschildt, a quien muchos conocemos, un hombre muy culto que trabaja para nosotros bajo contrato, ha sido amigo íntimo de Oswald en Dallas. Por Dios, George de Mohrenschildt podría estar cobrando dinero francés, dinero alemán, dinero cubano; quizá George de Mohrenschildt esté cobrando dinero nuestro. ¿Quién le paga? ¿Dónde se alojaba Oswald? Ese fin de semana todos dormimos en Langley. Podríamos estar disfrutando de nuestras últimas horas allí. El domingo por la tarde la noticia resuena por los corredores. Bendito alivio. Las hojas muertas bailan un vals en el jardín. Un maravilloso maleante con el precioso nombre de Jack Ruby acaba de matar a Oswald. El corpulento Jack Ruby no puede permitir que Jacqueline Kennedy sufra en un juicio público. No ha habido hombre más caballeresco desde la guerra de las Rosas. El estado de ánimo en la séptima planta es como el último rollo de una película de Lubitsch. No podemos dejar de sonreír. Desde entonces, siempre he dicho: «Me gusta Jack Ruby. Un tipo que pagó sus deudas». En mi opinión el único asunto que no se ha resuelto satisfactoriamente es quién envió la factura: ¿Trafficante, Marcello, Hoffa, Giancana o Roselli?

»En todo caso, estamos libres. Ahora habrá tiempo para alterar los archivos. Recuerdo que adiviné el resultado ese mismo domingo por la noche. Me pregunté quién no tendría nada que temer en caso de que se conociera la verdadera historia. Vale la pena confeccionar una lista. Los republicanos tienen de qué preocuparse: sus magnates tejanos de derechas podrían estar involucrados. Los liberales deben de estar al borde del pánico. Castro, aunque sea inocente, no puede responder por todos los elementos del DGI. Helms debe de pensar en la Mafia y en nuestros maleantes a sueldo, sin descartar elementos descontentos de JM/OLA. Por definición, es imposible responder totalmente por un enclave. Sí, la CIA tendría mucho que perder. Y también el Pentágono. ¿Y si descubrimos que los soviéticos dirigían a Oswald? A nadie se le ocurriría desencadenar una guerra nuclear sólo porque un
arriviste
irlandés fue despachado por los rojos. ¿Y si fueron los cubanos anticastristas de Miami? Eso sería más que posible, y nos lleva de vuelta a los republicanos, a Nixon, a todos. No, a todos no. Un pistolero vietnamita podría haberse vengado de la muerte de su líder, Diem. La pandilla Kennedy no puede permitirse el lujo de esa posibilidad, ¿no? La corrosión de la leyenda puede alcanzar el féretro del mártir. Y luego, el FBI. ¿Cómo podrían permitir ellos que se examinase cualquiera de estas suposiciones? Cada una sugiere una conspiración. El Buda no tiene interés en anunciar al mundo que el FBI es incompetente para detectar conspiraciones que ellos mismos no organizan. No, nada de esto es de interés para el omnisciente Buda del amplio trasero. Por ende, Oswald, como asesino independiente, resulta una hipótesis que redunda en beneficio de todos: KGB, FBI, CIA, DGI, los Kennedy, Johnson, Nixon, la Mafia, los cubanos de Miami, los cubanos de Castro, incluso la pandilla de Goldwater. ¿Y si lo hizo un John Bircher? Siento en las venas la furia de todo conspirador que alguna vez habló de matar a Jack Kennedy. No pueden estar seguros de que no lo hicieron, aunque sepan que no lo hicieron; después de todo, ¿puede alguien avalar a sus amigos? Desde entonces, se cuece un caldo de desinformación. Sabía que emprenderíamos una investigación muy prestigiosa que acabaría convirtiéndose en un modelo de palabrerías. De modo que decidí ahorrarme el trabajo de vigilar la olla sobre el fuego, y decidí trabajar seriamente, que es el único modo de conseguir algún resultado.

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