—¿No se avergüenza de su comportamiento? —preguntó Harlot.
—¿Quién habla?
—Dios —dijo Harlot, y colgó.
La última vez que Hugh Montague me habló de Dios fue durante el último viaje que hice desde Langley a su granja. Esa tarde se explayó acerca de su teoría del creacionismo con una brillantez que, como pude comprobar, en nada había disminuido.
—¿Dirías tú, Harry —me preguntó—, que la expresión «fundamentalista sofisticado» constituye un oxímoron?
—No veo qué otra cosa podría constituir —respondí.
—El esnobismo intelectual —replicó— es tu territorio. Harías bien en meditar acerca de los significados que pueden extraerse de un absurdo aparente.
Como de costumbre, una mancha en el ojo del ego era el precio que había que pagar por recibir los productos de su mente.
—Sí —dijo—. Los creacionistas se apresuran a decirnos que el mundo, de acuerdo con la Biblia, fue creado hace cinco mil y pico años. Eso es causa de alegría, ¿no lo crees? Los fundamentalistas son unos imbéciles redomados. Sin embargo, en cierta ocasión me dije: «¿Qué haría yo si fuese Jehová y estuviera apunto de concebir a esta criatura, el hombre, sabiendo que, apenas lo crease, y dado que Satanás disfrutó de las mismas oportunidades, se empecinaría en descubrir mi naturaleza? ¿Cómo es posible que eso no se convierta en la pasión humana? Después de todo, lo he creado a mi imagen y semejanza, de modo que querrá descubrir mi naturaleza para poder apoderarse de mi trono. ¿Habría yo permitido un contrato así, si no hubiera tomado la sabia precaución de pergeñar un cuento como tapadera?».
—¿Un cuento como tapadera?
No quería repetir sus palabras, pero lo hice.
—Un magnífico cuento como tapadera. Nada vulgar ni pequeño. Absolutamente detallado, fabulosamente completo. Imagina que en el momento de hacer su acuerdo con Satanás, Dios creara el mundo, completo. Hace más de cinco milanos se nos brindó una presentación totalmente completa del mundo. Dios lo creó ex nihilo. Nos lo dio completo. Todos empezaron a vivir en el instante mismo de la creación. No obstante, cada uno recibió un trasfondo individual. Todos fueron formados, por supuesto, de la nada, imbuida del genio divino. La creación de este pasado imaginario fue la obra de arte de Dios. Todos los seres vivientes, todos los hombres, todas las mujeres, todos los niños de diversos climas y tribus, los de ochenta años, los de cuarenta y cinco, los amantes jóvenes y los de dos años fueron creados en el mismo instante que El colocó la comida a medio cocer en el fuego del hogar de piedra. Todo apareció al mismo tiempo, los animales y los humanos, cada criatura con su memoria separada, las plantas con sus procesos necesarios, la tierra fértil aquí y estéril allá, y algunos cultivos listos para la cosecha. Todos los restos fósiles fueron incrustados cuidadosamente en la roca. Dios nos brindó un mundo preparado para presentar todas las pistas materiales que necesitaría Darwin, cincuenta siglos después, para formular su teoría de la evolución. Los estratos geológicos fueron puestos en su lugar; el sistema solar, en el cielo. Todo se puso en funcionamiento para que los astrónomos, cinco mil años después, declararan que la edad de la Tierra era aproximadamente de cinco mil millones de años. Me atrae esta idea. Me atrae mucho. Puede decirse que el universo es un sistema espléndido de desinformación, calculado para hacernos creer en la evolución y así alejarnos de Dios. Sí, eso es, exactamente, lo que yo haría si fuese Dios y no pudiera confiar en mi propia creación.
¿Qué era lo que había dicho Harlot en uno de sus Bajos Jueves? «El propósito de estas reuniones es familiarizarlos con la factibilidad de los hechos. Uno debe saber si está tratando con un hecho esencial o periférico. Los datos históricos, después de todo, no son particularmente concretos, y sujetos a ser revisados por investigadores posteriores. Por ende, deben comenzar con el hecho que no es posible de ser dividido en subpartículas.
»
Sí, yo había sido entregado al mundo desde el libro de los documentos, y toda Rusia se extendía ante mí. Pero poseía un hecho que era esencial, aunque no fuera más que la hipótesis de que era un hecho: Harlot estaba en Moscú. Un hombre capaz de concebir al universo como una distorsión ideada por Dios con el propósito de autoprotegerse, era un hombre que vivía en duplicidades que había creado para sí, alguien mucho más grande que cualquier agencia para la que trabajara. No, no había ninguna razón que justificase mi presencia en Rusia, excepto mi creencia de que Hugh Montague estaba ahí, vivo, y que yo tenía posibilidades de encontrarlo. Porque si era así, él habría optado por vivir en Moscú como un honrado colega del KGB. Debido a su silla de ruedas, podría estar alojado a unos pasos de la estatua de Dzerzhinsky. Me sentía un ápice más cerca de la vida oculta de mi mente. Pensar que Harlot podía estar ocupando una habitación a unos pocos cientos de metros de distancia me permitió saber, por fin, lo que quiso decir Bill Harvey hace diecinueve años, cuando habló de la encarnación. Harlot, que vivía a escasa distancia de la plaza de Dzerzhinsky, era mi encarnación.
Era probable que nunca llegase a hablar de Harry Hubbard y sus años en Saigón, ni su servicio en la Casa Blanca durante el escándalo Watergate, no, ni el comienzo de mi relación con Kittredge. No, eso parecía tan alejado como la infancia. A diferencia de Dios, yo no había podido presentar toda mi creación. Me faltaban los documentos, me hallaba solo, y mi vida se encontraba más expuesta que nunca porque estaba dando el mayor salto de mi vida. Podría encontrar a mi padrino para preguntarle, además de todo lo que tenía que preguntarle, en las inmortales palabras de Vladimir Ilich Lenin: «¿A quién? ¿A quién? ¿A quién beneficia todo esto?».
CONTINUARÁ
En los últimos siete años, siempre que mencionaba que estaba trabajando en una novela sobre la CIA, casi todo el mundo (y creo que esto es un cumplido "para la Agencia, y no para el autor) decía: «Me muero de impaciencia por leerla». La reacción siguiente, sobre todo de la gente que no está familiarizada con la manera en que se escribe una novela, día tras día, se manifestaba en la siguiente frase cortés: «¿Conoce íntimamente a alguien de la CIA?», lo cual, según supongo, equivale a preguntar: «¿Cómo puede entenderlos para escribir acerca de ellos?».
Por lo general yo respondía que sí, que conocía a unas cuantas personas en la organización aunque, por supuesto, no diría mucho más que eso. Si bien esto no carecía de verdad, la suposición generalizada de que conocer a un par de agentes de Inteligencia puede servir para preparar el terreno sólido para escribir acerca de muchos agentes, es tan inocente como preguntarle a un entrenador profesional de fútbol si ha robado los secretos del equipo contra el cual jugarán la semana próxima. Supongo que respondería: «No tenemos necesidad de hacerlo. El fútbol profesional es una cultura, amigo, y estamos empapados de ella. Además, tenemos suficiente imaginación para describir el plan de juego del equipo contrario».
De modo que podría haber respondido que escribí este libro con la parte de mi mente que ha vivido en la CIA durante cuarenta años.
El fantasma de Harlot
, después de todo, es el producto de una imaginación veterana que ha meditado acerca de la ambigua y fascinante presencia moral de la Agencia en nuestra vida nacional durante las últimas cuatro décadas. No tenía necesidad de estar dentro de la organización, ni conocer a sus oficiales íntimamente para sentir la seguridad de que había terminado por entender el tono de su funcionamiento interno. Un judío ruso de principios del siglo pasado, interesado en conocer la naturaleza de la Iglesia Ortodoxa, no habría sentido la necesidad de tener una relación íntima con un sacerdote para saber que su comprensión de la Iglesia Ortodoxa rusa era correcta. Por supuesto, habría necesitado alguna intuición, algún sentimiento de que él, un judío, de haber nacido en el seno de la religión ortodoxa, podría haber llegado a ser un monje. Por mi parte, no me habría resultado imposible pasar mi vida en la CIA, de haber tenido antecedentes diferentes y una inclinación política diferente.
Resulta obvio que estoy sugiriendo que hay novelas buenas que pueden apartarse de la vida inmediata de su autor, novelas que derivan de su experiencia cultural y de su facultad imaginativa. Con el transcurso de los años, esta facultad puede construir nidos de contexto alrededor de temas que le resultan atrayentes. Puede proceder en distintas direcciones a la vez: la vida del presidente de los Estados Unidos y un día en la rutina de un hombre sin hogar pueden estar ocupando distintas partes de la mente de un modo simultáneo. El novelista no sólo vive su propia vida, sino que desarrolla otros personajes dentro de sí que no revelan su inteligencia particular hasta, quizás, el día en que entran en el terreno de sus preocupaciones literarias.
Por supuesto, el proceso nunca es tan mágico. En el caso de una novela como
El fantasma de Harlot
, hay que investigar mucho. Debo de haber consultado unos cien libros sobre la CIA, y he tenido la buena suerte de que, a medida que escribía, iban apareciendo libros nuevos sobre el tema de la Inteligencia, algunos de ellos muy buenos. Si éste no hubiera sido un libro de ficción, habría incluido notas a pie de página para aclarar muchos detalles, además de un índice y una bibliografía. Antes de finalizar esta nota, presentaré mis respetos a los volúmenes que me han rodeado estos últimos siete años.
Sin embargo,
El fantasma de Harlot
es una obra de ficción, y la mayoría de sus personajes principales, y del elenco secundario, son imaginarios. Como se mueven entre personajes reales, algunos de los cuales son figuras prominentes de nuestra historia, puede resultar importante explicar cómo utilicé los libros que estudié.
Hay hechos reales que despiertan la imaginación. Sus personajes adquieren el brillo de buenos personajes ficticios, es decir, parecen tan reales y complejos como hombres y mujeres a quienes conocemos íntimamente. No obstante, la mayor parte de los hechos reales empañan la percepción. Sin embargo, cuando uno se siente obsesionado por un tema, hasta los libros inferiores, si se los lee con la concentración debida, pueden despertar la imaginación, que, una vez que se apasiona y se concentra, empieza a distinguir las ofuscaciones, engaños, omisiones y errores de esos tomos mediocres tan pobremente escritos que el mejor indicio de lo que realmente pasó se encuentra en las evasivas de su estilo. Un hombre que se ha dedicado a entrenar equipos de fútbol durante cuarenta años y asiste a un partido en una escuela secundaria, no necesita más que observar unas cuantas jugadas para darse cuenta de su potencial. Lo mismo puede decirse de los que entrenan boxeadores. Y también de los novelistas que se han pasado la vida escribiendo novelas. Durante todos estos años he leído mucho material ante el que me sentía absolutamente indiferente, y he pasado mucho tiempo pensando por qué lo consideraba malo, pero ahora soy capaz de leer la obra de otro autor y, ocasionalmente, captar lo que dice o, más importante aún, lo que deja de decir. Es similar al ejercicio de Contrainteligencia en el que uno intenta diferenciar mentira de verdad en lo que dice nuestro oponente. Hasta cierto grado, podría decirse que mi entendimiento de la CIA proviene de libros que yo mismo he vuelto a interpretar, como así también de obras que impartían información de manera más directa. El resultado, y esto es lo que pretendo sostener, es que he dado al lector mi sentido de lo que puede haber sido la Agencia entre 1955 y 1963, vista, al menos, a través de los ojos de un joven privilegiado que creció dentro de ella. Es una CIA ficticia, cuya existencia real tiene lugar en mi mente, pero debo señalar que lo mismo le sucede a los hombres y mujeres que han trabajado cuarenta años en la Agencia. Ellos sólo conocen la parte de la CIA que les tocó ver, así como cada uno de nosotros tiene su propia concepción de los Estados Unidos, y no hay dos versiones que resulten idénticas. Si tengo un argumento que esgrimir con respecto a la verosimilitud, es que mi CIA imaginaria es tan verdadera, o incluso más verdadera, que las experimentadas por muchos otros en la vida real.
En el transcurso de la composición de este intento, hubo muchas elecciones que hacer con respecto a la manera de enfocar la realidad formal. La primera decisión, y la más seria, no fue la de dar nombres imaginarios a las personas prominentes que figuraban en la obra. Después de todo, ese enfoque, que rechacé, habría producido barbaridades tales como hablar de James Fitzpatrick Fennerly, el presidente más joven en la historia de los Estados Unidos.
Por lo tanto, resultaba obvio que había que darle a Jack Kennedy su verdadero nombre. Eso no dañaría la novela. Sería una presencia tan intensa y ficticia en la vida de la novela como la de cualquier otro personaje imaginario; sólo se lo desnudaría de su magia ficticia al ponerle un nombre falso. En ese caso, la percepción del lector sería: «Hombre, claro, el presidente Fennerly es Jack Kennedy; ahora descubriré cómo era, en realidad».
Algo de eso sucedía, aunque en menor medida, con E. Howard Hunt y Allen Dulles. Con respecto al último, no era un gran problema, pues no se trataba de un personaje central; en el caso de Hunt, que figura en estas páginas, la decisión no fue tan inmediata. Durante un tiempo pensé si convenía llamarlo Charley Stunt Stevens, pero decidí que ésa sería una forma muy cruel de invadir su tegumento, ya que muchos lectores perceptivos se darían cuenta de que se trataba de Howard Hunt. Al enfrentarse al nombre falso, creerían que hasta la última palabra escrita sobre él era verdad, mientras que si le daba el nombre verdadero, el lector quedaría en libertad para disentir. Podría decir: «Ésta no es la idea que tengo de Howard Hunt, en absoluto».
En busca de una confirmación interior, la encontré en dos de las obras autobiográficas de Hunt,
Give Us This Day
y
Undercover
. Allí se establecían los parámetros de su carácter, y pude escribir acerca de Howard Hunt en consonancia con lo aprendido en esos libros. A excepción de alguna rara ocasión en que cito una frase o dos, tomadas de sus observaciones escritas, el diálogo ha sido inventado por mí. Mi guía era no ir más allá de los límites caracteriológicos de su propia relación: no le di otras tareas que las que, en mi opinión, él llevaría a cabo, sólo para animar mis páginas.