—Vivía aterrorizado por ello.
—Por supuesto. Todos los que trabajan para Hugh Montague viven aterrorizados.
—Sí, señor.
—Y ahora estás aquí para despedirme.
—Esa no es la palabra adecuada.
—Bien, será la palabra adecuada, porque no me iré.
—Creo que la decisión ya ha sido tomada.
Entre cada respuesta, hacía la pausa más larga posible.
—En caso de que no lo sepas —dijo—, no eres más que el chico de los recados de un apestoso burdel.
—Siempre quise saber qué era.
Se echó a reír.
—En este momento, Cal Hubbard debe de estar en Washington tratando de no cagarse por los pantalones. Te ordenó que lo llamaras apenas terminases conmigo, ¿correcto? A la hora que fuera, ¿correcto?
—Por supuesto. Está preocupado por usted.
—Nunca arrojes mierda de caballo si estamos arrojando mierda de buey. Cal Hubbard está tan nervioso, que caga mierda verde. Tiene miedo de que yo saque la pistola y me pegue un tiro. Si me suicidase, él sería el culpable.
—Quieren encontrar el lugar adecuado para usted. Un lugar de alto nivel. Mi padre, más que nadie, piensa que John McCone se comportó con usted de un modo injusto.
Harvey pareció rebosar de alegría.
—¿Puedo ver la carta que le escribió a John McCone?
Seguimos así durante una hora. Yo absorbía sus insultos, su ironía, su renuencia a salir a comer.
Después de la primera hora, empezó a hablar más prolongadamente.
—Estás aquí para convencerme de que regrese —dijo—, y yo estoy aquí para afirmar que estoy dispuesto a regresar dentro del primer ataúd que pueda entrar en el culo de un cerdo. Es más difícil, Hubbard, pasar por el culo de un cerdo que por el ojo de una aguja. De modo que no hay mucho que negociar. Sin embargo, quiero que charlemos, quiero llegar al fondo de la cuestión, enterarme de por qué hay una diferencia de opinión acerca de la manera en que llevo esta estación. Nunca nadie cooperó conmigo. He llegado a la conclusión de que me enviaron al lugar equivocado adrede, para obligarme a pedir la jubilación. A la mierda con todos vosotros. No pienso jubilarme. No me brindaron la cooperación prometida, y por eso Roma no ha producido resultados. ¿Sabes que Hugh Montague tiene contactos italianos en esta ciudad, en los niveles más altos? —Levantó la palma de la mano horizontalmente, sobre su cabeza—. Sí, agentes que él colocó en puestos jerárquicos y que adiestró personalmente hace años. Italianos con puestos en los ministerios. Ministros, incluso. Hugh Montague no me permite acceder a ellos. «Tendrás que apañártelas con los gatitos que tienes», es su mensaje. Hugh Montague, por quien hice más que por nadie. Ese hombre es un ejemplo de la monumental falta de agradecimiento, de la ingratitud de los jefes. Tú, Hubbard, siempre fuiste su chico de los recados.
—Beba otra copa —dije—. Le calmará los nervios.
—Vete a la mierda. No pienso soportar la apreciación cósmica de las profundidades en que me he hundido. Porque ésa no es la lectura que hago de mi situación.
Metió la mano en su cartuchera y extrajo un Magnum. No vi si era un Cok o un Smith & Wesson, y pensé en preguntárselo, pero no me pareció prudente. Él miró el arma, la abrió e inspeccionó el cilindro. La frotó con un pañuelo limpio.
—La gente dice: «Ahí está otra vez». —Cerró el arma y me apuntó—. Han llegado a la conclusión de que actúo, y no se dan cuenta de que siento una inclinación genuina, que cala hasta lo más hondo de mi ser, de apretar el gatillo y borrar a alguien del mapa. Enviarlo al gran montón de estiércol. La única razón por la que no lo he hecho hasta ahora es que nadie ha estado a mi altura. Cuando siento el impulso de manera intensa, como ahora, el blanco no resulta merecedor de entrar en la historia conmigo. Es por eso que no he apretado el gatillo. Sin embargo, si Hugh Montague estuviera aquí esta noche, sería hombre muerto. —Harvey apuntó y apretó el gatillo: la recámara estaba vacía—. Si fueras tu padre, arrojaría la moneda. Pero tú estás relativamente a salvo. —Puso el arma sobre el escritorio—. Ponte cómodo. Hablemos de otras cosas.
Esa fue la primera vez en la noche que me apuntó con su arma, pero no sería la última. Volveríamos a ella. Cuanto más descansaba sobre el escritorio, más adquiría la presencia de una tercera persona que prefería no hablar.
—Me gustaría saber qué piensas de Lee Harvey Oswald —dijo.
—Creo que merecería la pena averiguar unas cuantas cosas acerca de él.
—Mierda, Hubbard, ¿llamas a eso una opinión? Bebe un poco de bourbon. —Sirvió bebida para los dos — . Si te lo pregunté, es porque el nombre de Oswald me intriga. Como sabrás, odio a ese hijo de puta de Bobby Kennedy de tal manera que soy capaz de despertarme de un sueño profundo y ponerme de pie, arma en mano, cuando se me presenta. Un viejo reflejo que adquirí en el FBI. Podría cargármelo de un disparo si estuviera donde estás tú ahora. Y el tal Lee Harvey Oswald, también odiaba a Bobby. El hermano que queda recibe el impacto del odio en vez del de la bala. De modo que jugué con la idea de Oswald, pero no como agente de la CIA. No me preguntaba para quién trabajaba, o si era un «espontáneo». No, sólo jugaba con el nombre: Lee Harvey Oswald. Un apelativo extraño. De repente, me di cuenta. Saquemos el Oswald, que es un nombre que no comprendo. Nos quedamos con Lee Harvey. Cuando yo era niño, me llamaban Willie Harvey. ¿Crees que Dios está tratando de decirme algo? Empecé a explorar la vida de Lee Harvey. Algo sorprendente. ¿Sabes cuál era su programa favorito de televisión cuando era adolescente?
Tuve tres vidas
, un programa de mierda sobre el FBI. Era mi programa predilecto, también. William Harvey llevaba tres vidas para el FBI. Te diré que existe más de una coincidencia. He meditado acerca de ello, Hubbard, y he llegado a una conclusión profunda. Hay una fuerza opuesta a la entropía. El universo no tiene por qué pararse como un reloj, necesariamente. Se está formando algo que yo llamaría una nueva corporización. La entropía y la corporización pueden estar relacionadas, como la antimateria y la materia. —Eructó reflexivamente—. Sí, las formas se deterioran y todas van a dar al mar, pero en su estela surgen otras posibilidades, que buscan encarnarse. Las manchas siempre tratan de unirse para constituir formas superiores a manchas. Existe un tropismo hacia la forma, Hubbard. Se contrapone a la descomposición. Si te digo esto, es porque sentí un lazo invisible entre Lee Harvey y yo, un lazo que refuerza mi concepto de encarnación. Una encarnación incipiente. Buscaba más forma. ¿Está claro, Hubbard?
Se sirvió otro bourbon. No cesaba de hablar. Habló acerca de cómo uno tiene la posibilidad de llegar a ser un genio, pero no desarrolla su capacidad.
—Se me fue, centímetro a centímetro, a causa de tu padrino, Hugh Montague. Por Dios, tengo una razón para liquidarte.
Volvió a coger el arma.
Sucedió dos veces más. La última, me apuntó a la cabeza durante diez minutos. Me concentré en exhalar el aliento. Sabía que si podía expeler todo el aire malo, el aire bueno —o lo que quedaba de él— se las apañaría para entrar. Así sentado en la línea de fuego, reviví uno de mis últimos días de montañismo, en aquel verano de hacía media vida ya, durante la quincena en que conocí y frecuenté a Harlot, y recordé que permanecí por espacio de media hora en un saliente de quince centímetros de ancho, mientras Harlot, en una posición igualmente crítica, trataba, arriba de mí, de hacer pie en otro saliente extremadamente incómodo. No creía poder detenerlo en caso de que cayera. Yo estaba anclado a mi roca, pero no me gustaba el ancla.
En esa media hora, llegué a saber lo que significaba pasar la existencia en un plano vertical y no horizontal. Recuerdo que contemplé, allá abajo, la tierra plana, que me pareció tan lejana como el desaparecido continente de la Atlántida. Ahora, sentado frente a Bill Harvey, que me apuntaba con su arma, me di cuenta de cómo era vivir en una línea. No daba por sentado que seguiría vivo cuando llegase el alba que, según me pareció, era la protección más poderosa que poseía para evitar que Bill Harvey presionara el gatillo. Su dedo estaba demasiado cerca para que yo pudiera sonreír.
Hacia la sexta hora, Harvey empezó a hacer imitaciones de Fidel Castro. Eran malas, pues los dos hombres no podían ser más diferentes, pero quizás Harvey buscaba una encarnación. ¿O era por la conjunción de la hora, el bourbon y nuestra adrenalina? Yo podía sentir el momento cuando se disponía a permitirme que riera, y de hecho podía llegar a morirme de risa de la enorme pretensión de William Harvey de imitar a Fidel Castro. Una verdadera farsa.
—«Puedo perdonaros a vosotros —dijo, levantando su nariz de agente del FBI y poniendo al cielo por testigo—, a vosotros, de los Estados Unidos, por tratar de matarme. Pues he descubierto, en el transcurso de vuestros fracasos, que el capitalismo es más inepto de lo que suponía.» ¿Qué te parece el tono, Hubbard?
—Continúe, por favor.
—«Estoy dispuesto a perdonaros por vuestros impotentes fracasos, pero no puedo pasar por alto la manera en que ayudasteis a vuestros colegas imperialistas a enviarnos cargamentos de aceite para motores que corroyeron nuestras máquinas, y luego procedisteis a mofaros de la ineficiencia de nuestro sistema socialista.» ¿No hablo igual que el maldito cabrón?
—Casi igual.
—«Sí —continuó Harvey—, puedo perdonaros vuestros intentos de asesinato, pero estoy obligado a deciros que, desde nuestro punto de vista cubano, el espíritu americano es grotesco. Rociáis un estudio de radio con LSD con la esperanza de que yo lo inhale y aparezca ridículo ante mi pueblo; planeáis colocar bacilos de tuberculosis en mi traje de submarinismo, se habla, incluso, de cigarros envenenados y de conchas explosivas. ¿Quién fue el progenitor de tales ideas? Amigos míos, he descubierto la fuente de tales inspiraciones. Provenían de un personaje literario británico: James Bond. Sentí curiosidad por este agente James Bond, que parecía el estúpido impostor de un verdadero hombre de acción. Hice algunas averiguaciones en nuestra excelente universidad de La Habana, sobre el carácter del autor de James Bond, y descubrí que este caballero, Ian Fleming, es un tenorio asmático y extenuado con un soplo al corazón y su virilidad agotada. Vuestras leyendas americanas son obra de hombres así»—concluyó Harvey en su encarnación de Fidel Castro, y se dobló en dos, presa de un ataque de tos.
Cuando dejó de toser, guardó el arma.
Todavía la empuñaría una vez más, pero ya la noche se iba yendo. Por fin, se puso de pie.
—Salgamos a caminar. Tomaré una decisión mientras lo hacemos.
Dimos un paseo alrededor de la Embajada.
—El KGB me hace seguir todo el tiempo —dijo—. Son capaces de cometer maldades pequeñas, porque son tan pequeños como cagarrutas de cabra. Creo que fueron ellos los que desinflaron las cuatro ruedas de mi coche días atrás, cuando aparqué en las proximidades de Piazza Spagna. —Oí su respiración asmática—. Supongo que en este mismo momento alguien podría aprovechar para pegarme un tiro. Sigo siendo un blanco atractivo. Aunque no me importa. —Volvió a respirar audiblemente—. Muy bien, Hubbard, volveré a mi país. Pero primero, quiero dar una fiesta monumental. Ya lo había pensado. Quiero una fuente de la que brote champaña, luego lo recobre y vuelva a hacerlo surgir. Para que no se desbrave, colocaremos un cartucho de carbono en las cañerías. —Parecía rebosante de alegría—. Mañana, enviaré un cable a todas las estaciones del mundo, informándoles de que regreso a Washington. Permíteme agregar que os acosaré a ti y a los tuyos si algo o alguien indica que regreso deshonrosamente.
—Eso no sucederá —dije.
—Mejor así. —Pasó un brazo sobre mi hombro—. Tú sabes beber, Hubbard. Sin pasarse de la raya. Quizás hayas heredado el don de tu padre.
—No he tenido esa suerte.
—Ojalá yo tuviera un hijo.
Una vez de vuelta en la Embajada, me llevó a recorrer el muro posterior.
—Hay algo que quiero que sepas —dijo.
—Sí, señor.
—Yo soy el hombre que descubrió a Philby.
—Todos lo sabemos.
—Pero después de descubrirlo, empecé a preguntarme si no fueron los rusos los que decidieron que ocurriese. En ese caso, me dije, sólo hay una respuesta. Están tratando de proteger algo más grande. Alguien más grande. Entonces, la pregunta es: ¿Quién? Una pregunta que persiste. Te pido que adivines de quién se trata.
No dijo nada más, pero una parte de mi cerebro quedó preguntándose por siempre si no sería Harlot.
Harvey terminó nuestras horas de festividad alcohólica orinando toda una parte del muro posterior de la Embajada estadounidense en Roma.
—Hubbard —dijo—, debo informarte cuan cerca de Jesucristo me siento cuando meo como ahora lo estoy haciendo.
Luego golpeó su cabeza contra la mía para decirme adiós. Fue su último obsequio: un dolor de cabeza para acompañar la resaca durante el regreso a la patria.
Moscú, marzo de 1984
Esa última frase, «un dolor de cabeza para acompañar la resaca durante el regreso a la patria»—verdadero anticlímax—, me llevó a la última página escrita para Alfa. Hasta allí llegaban mis Memorias. Sentado en la cama de mi estrecha habitación, junto al pozo de ventilación, en el cuarto piso del viejo Metropole de Moscú, mirando fijamente un techo absurdamente alto cuyas proporciones constituían un eco del espacio mayor que debía de haber existido durante el reinado del último zar, yo sólo sabía que no quería que el manuscrito finalizara, que no quería terminar mi tarea. Esos dos mil fotogramas de microfilme equivalían a una protección primordial contra los rigores de una tierra extraña y hostil. Eran como dinero en el bolsillo. Acababa de consumir mi capital. Me había quedado sin libro, solo, a merced de una misión cuyo propósito no podía mencionar, pero que persistía en lo más profundo de mi ser. Porque si la respuesta no estaba viva en algún rincón resguardado de mi mente, entonces, ¿por qué estaba ahí?
Entonces pensé en Harlot, y en su inconmensurable vanidad. Recordé una vieja leyenda. En los días del Estanque de los Reflejos, una noche Harlot entró en el despacho de un asistente, en el edificio I-J-K-L, y permaneció de pie en la oscuridad, mirando el edificio de enfrente. En una oficina iluminada, al otro lado del patio, vio a uno de sus colegas besando a una secretaria. De inmediato, Harlot llamó por teléfono a esa oficina, y sin dejar de observar, vio cómo el hombre se apartaba de la mujer para poder coger el auricular.