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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (20 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Una nueva criada acudió a la puerta. Era escandinava y casi no hablaba inglés, pero entendí que la niñera había salido con los mellizos y que «Madame» estaba en su habitación. No sin mostrar cierta confusión, la muchacha me hizo entrar y me senté en un diván. Me aburría el mortecino sol de la tarde que se reflejaba en los pálidos colores de la seda de la sala.

Nunca pensé que mi padre pudiera estar en casa. Mucho más tarde se me ocurrió que para entonces ya había dejado su cargo como agente comercial de Merrill Lynch para presentarse como voluntario en las Reales Fuerzas Aéreas del Canadá. Para celebrarlo se había tomado la tarde libre. Yo creía que Mary Bolland Baird Hubbard estaba sola, leyendo, quizá tan aburrida como yo. De modo que, apoyándome en las muletas, crucé la sala, recorrí el pasillo hasta el dormitorio, haciendo muy poco ruido sobre la alfombra y luego, sin detenerme para escuchar (todo lo que sabía es que no deseaba volver a casa sin haber hablado con alguien, y por cierto me amilanaría si aguardaba ante la puerta) giré el picaporte y, esforzándome por mantener el equilibrio, avancé a saltitos con las muletas. Lo primero que vi fue la espalda desnuda de mi padre, luego la de ella. Ambos eran bastante voluminosos. Rodaban por el piso, los cuerpos pegados en direcciones opuestas, la boca de uno en la cosa del otro, y si digo cosa es porque no recuerdo qué nombre les daba entonces. De alguna manera me formé una idea de lo que estaban haciendo. Emitían sonidos apremiantes, llenos de placer, ese grito inolvidable que está a medio camino entre el alarido y el gimoteo.

Quedé paralizado durante el instante que me llevó comprenderlo todo; luego, traté de huir. Estaban tan absortos que ni siquiera me vieron al primer instante, ni al segundo, ni cuando retrocedí hacia la puerta. En ese momento levantaron la vista. Yo estaba clavado en el vano de la puerta. Me miraron fijamente, los miré fijamente, y me di cuenta de que no sabían cuánto tiempo los había estado observando. Por Dios, ¿cuánto tiempo? «¡Vete de aquí, idiota!», rugió mi padre, y lo peor es que huí tan deprisa que las muletas iban haciendo un ruido pesado sobre la alfombra a medida que saltaba por el pasillo. Creo que fue ese ruido propio de un lisiado el que debe de haber perdurado en los oídos de mi padre. Mary era una mujer agradable, pero demasiado correcta para ser fotografiada por la memoria de nadie en semejante posición, y no digamos si se trataba de la memoria de un hijastro ligeramente extraño. Ninguno de los tres volvió a mencionar el asunto; ninguno de los tres pudo olvidarlo jamás. Recuerdo que en el tiempo que tardé en llegar al apartamento de mi madre generé un dolor de cabeza insoportable, el primero de una serie crónica de migrañas. Las he tenido, de manera irregular, hasta hoy. Justo ahora, aquí, durante el almuerzo, sentí un síntoma en el borde de las sienes, listo para atacar.

No podría decir si estas jaquecas fueron responsables de una fantasía constante de mi niñez, pero sí es verdad que empecé a pasar muchas tardes solo en mi cuarto, después del colegio, haciendo dibujos de una ciudad subterránea. Veo, cuando lo recuerdo, que era un lugar sórdido. Debajo del suelo, en una serie de excavaciones, dibujaba clubes, túneles, salas de juego, todos conectados por pasajes secretos. Había una cafetería, un gimnasio y una piscina. Me reía cuando pensaba que la piscina se llenaría de orines, e instalaba salas de tortura cuyos guardias tenían facciones orientales (sabía dibujar ojos oblicuos). Era una madriguera monstruosa, pero proporcionaba paz a mi mente infantil.

—¿Cómo van tus jaquecas? —me preguntó mi padre en el bar del Veintiuno.

—No peor —contesté.

—¿No han mejorado nada?

—Creo que no.

—Me gustaría saber qué es lo que te preocupa —dijo.

No era una observación sentimental, sino más bien el impulso de un cirujano.

Para cambiar de tema le pregunté por Rudo y Duro. Ambos eran ahora Knickerbocker Grays, y les iba bien, me dijo. Yo era alto para mi edad, casi tan alto como mi padre, pero ellos prometían sobrepasarme. A medida que él hablaba, me di cuenta de que tenía algo más en mente.

Era su inclinación a pasarme indicaciones acerca de su trabajo. Esto representaba un curioso débito para su tarea. En su ocupación se suponía que había de separar la vida laboral de la familiar. Por otra parte, durante el tiempo que había pasado en Europa trabajando para la OSS, había adiestrado sus reflejos para la seguridad. Nadie que él conociera entonces había sido tan cauto. El secreto de hoy eran los titulares de la próxima semana, y no era algo desusado dar una pista de lo que uno estaba haciendo mientras se trataba de seducir a una dama. Después de todo, al día siguiente uno caería en paracaídas en algún lugar desconocido. Si la dama era consciente de esto, bien, podría mostrarse menos fiel a su marido (también en la guerra).

Además, él quería que yo me enterase. Puede que no fuera un padre atento, pero al menos era un padre romántico. Sobre todo, era un hombre de equipo. Estaba en la Compañía, y sus hijos también debían estar preparados; si bien no existían dudas con respecto a Rudo y Duro, de mí no podía estar seguro.

—Hoy estoy furioso —dijo — . Han disparado estúpidamente sobre uno de nuestros agentes en Siria.

—¿Era amigo tuyo?

—Más o menos —respondió.

—Lo siento.

—No, estoy verdaderamente furioso. A ese tipo le ordenaron obtener un pedazo de papel que ni siquiera era necesario.

—Ah.

—Al diablo con todo. Tú de esto no hables con nadie.

—Sí, papá.

—Uno de esos imbéciles del Departamento de Estado decidió ser ambicioso. Está haciendo su tesis de doctorado sobre Siria en Georgetown. De modo que quiso presentar un par de detalles difíciles de conseguir, algo que nadie tiene. Nos hizo el pedido a nosotros. Oficialmente. Del Departamento de Estado. ¿Podíamos conseguir esa información? Bien, no lo sabíamos. Somos totalmente ignorantes. Intentamos satisfacerlo. De modo que se lo encargamos a un agente sirio de primera clase, y ahí tienes: perdimos un agente porque se le ordenó conseguir algo en el momento equivocado.

—¿Qué le pasará al tipo del Departamento de Estado?

—No mucho. Quizá podamos demorar el ascenso de ese idiota si conseguimos hablar con alguien del Departamento, pero es terrible, ¿no crees? Nuestro hombre pierde la vida porque alguien necesita una nota al pie de la página para su tesis de doctorado.

—Ya me parecía que estabas disgustado.

—No —replicó—, no es eso.

Luego cogió su martini, se bajó del taburete, levantó la mano como para llamar un taxi, y en seguida apareció el jefe de camareros para conducirnos hasta nuestra mesa que, como yo sabía, estaba en su lugar preferido, contra la pared posterior. Allí me sentó mi padre, de espaldas al salón. A mi izquierda había dos hombres de pelo blanco y cara rubicunda con aspecto de enfermos de gota, y a la derecha una mujer rubia con un sombrerito negro con una larga pluma negra. Llevaba un vestido negro, perlas y guantes blancos largos. Sentado frente a ella había un hombre de traje a rayas. Menciono estos detalles para mostrar una faceta de mi padre: en el acto de sentarse, saludó a los dos caballeros gotosos con una inclinación de cabeza como si, socialmente hablando, no hubiera razón para no dirigirse la palabra, e ignoró al hombre del traje a rayas, seguramente por el ancho de éstas, mientras le hacía un gesto a la dama rubia para hacerle saber que era la reina de las damas de negro. En esos momentos, había un brillo en los ojos de mi padre que me hacían pensar en la Casbah. Yo suponía que en la Casbah un levantino se aproximaría a uno para enseñarle por un instante lo que tenía en la mano. ¡Un diamante! Eso me recordó a Cal Hubbard revolcándose con Mary Baird sobre la alfombra, lo que me obligó a clavar la mirada en el plato.

—Herrick, no te he visto demasiado últimamente, ¿verdad? —preguntó, abriendo la servilleta y midiendo el salón.

No me agradaba dar la espalda a todo el mundo, pero mi padre me guiñó el ojo, como sugiriendo que tenía sus razones. Según me explicó una vez, poder examinar un sitio estaba relacionado con su ocupación. Creo que debe de haber aprendido la expresión de Dashiell Hammett, con quien solía tomar una copa antes de que empezara a decirse que Hammett era comunista. Consideraba a Hammett muy inteligente, razón por la cual lamentó perder su amistad. Según mi padre, él y Dashiell Hammett se tomaban tres whiskies dobles en una hora.

—Bien, hay una razón por la cual no te he visto últimamente, Rick. —Era el único que me llamaba Rick, y no Harry, los dos diminutivos de Herrick—. He estado viajando muchísimo. —Lo dijo tanto para la rubia como para mí—. Aún no se sabe si seré necesario en Europa o en el Lejano Oriente.

El hombre del traje a rayas empezó su contraofensiva. Debió de haber hecho un comentario acerca de las palabras de mi padre, porque la mujer se echó a reír. Una risa baja, íntima. En respuesta, mi padre se inclinó hacia mí y murmuró:

—Han dado al OPC las operaciones encubiertas.

—¿Qué es encubierto? —pregunté en un susurro.

—El asunto verdadero. Nada de ese contraespionaje en el que tú bebes de mi taza de té y yo de la tuya. Es la guerra. Aunque sin declaración formal.

Levantó la voz lo suficiente para que la mujer oyera las dos últimas frases, luego volvió al susurro, como si la mejor manera de dividir la atención de la mujer fuera insinuarse en ciertos momentos.

—Nuestros estatutos establecen la guerra económica —continuó, ahora en un susurro—, además de grupos de resistencia clandestina. —Y en voz alta—: Ya has visto lo que hicimos en las elecciones italianas.

—Sí, señor.

Le gustaba que dijera «Sí, señor». Lo dije en voz bien alta para que la dama rubia me oyese.

—De no ser por nuestra pequeña operación, los comunistas se habrían apoderado de Italia —declaró—. Le atribuyen todo el mérito al plan Marshall, pero es un error. A pesar del dinero que invirtieron, fuimos nosotros quienes ganamos en Italia.

—¿Ganamos nosotros?

—Puedes estar seguro de ello. Hay que tomar en consideración el ego italiano. Son gente extraña. Medio inteligentes, medio tontos.

Por la manera de reaccionar del hombre del traje a rayas, sospeché que era italiano. Si mi padre lo notó, no dio señales de ello.

—Verás —continuó—, los romanos son civilizados. Mentes rápidas como estiletes. Pero los campesinos siguen siendo tan retrasados como filipinos. En consecuencia, no hay que motivar su autoestima de una manera demasiado grosera. La autoestima significa más para ellos que llenarse la panza. Siempre son pobres, de modo que saben vivir con el hambre, pero no quieren perder su honor. Esos italianos realmente querían hacernos frente. Habrían sentido mayor placer escupiéndonos a la cara que complaciéndonos con su gratitud fingida. Los italianos son así. Si alguna vez el comunismo se apodera de Italia, los italianos rojos enloquecerán a los soviéticos igual que ahora nos enloquecen a nosotros.

Yo podía sentir la ira del italiano sentado a mi lado.

—Papá, si piensas eso —exclamé, intentando preservar la paz— ¿por qué no dejar que los italianos elijan su camino? Son un pueblo antiguo y civilizado.

Mi padre meditó acerca de esto unos instantes. Allen Dulles podría haber dicho que la semana más feliz de la vida de Cal Hubbard fue la que pasó seduciendo a secretarias, pero yo creo que nada puede haberse igualado al año que pasó con los partisanos. Si en 1948 Italia se hubiera vuelto comunista, mi padre probablemente se habría dedicado a formar un movimiento clandestino anticomunista. En escondrijos tan recónditos de su cerebro a los que ni siquiera accedía en sueños, creo que le habría complacido un triunfo comunista en Estados Unidos. Entonces, ¡qué servicio clandestino estadounidense habría ayudado a formar! La idea de estadounidenses dinámicos librando una guerra subterránea en el país contra un enemigo opresor habría sido un tónico para conservarlo joven para siempre.

De modo que mi padre pudo haber estado a punto de decir: «Seguro», pero no lo hizo. En cambio, contestó, debidamente:

—Por supuesto que no podemos permitir que ganen los rusos. ¿Quién sabe? Esos gallináceos podrían llevarse bien con los rusos.

Aquí tuvimos una interrupción. De repente, el hombre del traje a rayas pidió la cuenta, y mi padre interrumpió nuestra conversación para poder apreciar mejor los encantos de la rubia.

—¿No fuimos presentados en Forest Hills este otoño? —le preguntó.

—No lo creo —respondió ella con voz contenida.

—Dígame su nombre, por favor —le pidió mi padre—, y seguramente recordaré dónde fue.

—Piense en ninguna parte —dijo el hombre del traje a rayas.

—¿Está intentando pasarse de listo? —le preguntó mi padre.

—He oído que ciertas personas —dijo el hombre— pierden la nariz por fisgonear.

—¡Al! —exclamó la dama rubia.

Al se había puesto de pie, y estaba dejando el dinero sobre la mesa. Depositaba cada billete como quien reparte las cartas, sinceramente disgustado porque uno de los jugadores ha pedido un nuevo mazo.

—He oído que ciertas personas —repitió Al, y ahora miró de reojo a mi padre— al intentar cruzar la calle se quiebran una pierna.

En los ojos de mi padre apareció el diamante de la Casbah. Él también se puso de pie. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos.

—No te hagas el duro conmigo, tío —dijo mi padre con una voz ronca pero alegre.

Fue este tono de alegría el que triunfó. Al pensó en responder, pero cambió de opinión. Su mandíbula no se movió. Dobló la servilleta como si levantara el campamento, buscó la oportunidad para decir algo ingenioso y cortante, y ofreció su brazo a la dama rubia. Se fueron. Mi padre sonrió. No podría tenerla, pero algo había ganado.

Y comenzó a hablar sin parar. Cualquier victoria sobre un desconocido equivalía a un triunfo sobre hordas rivales. Todo se reducía a la enemistad con los rusos.

—Hay seis millones de soldados del Ejército Rojo —dijo—, y sólo un millón de los nuestros. Incluyendo la OTAN. En un par de meses los rusos podrían apoderarse de toda Europa. Eso es así desde hace tres años.

—¿Por qué no lo han hecho, entonces? —pregunté — . Papá, he leído que veinte millones de rusos murieron en la guerra. ¿Por qué querrían empezar otra ahora?

Terminó su copa.

—Maldito sea si lo sé. —Cuando el camarero le sirvió otra copa, mi padre se inclinó hacia mí—. Te diré por qué. El comunismo es una picazón. ¿Qué significa tener una picazón? Que estás fuera de forma. Las pequeñas cosas adquieren grandes proporciones. Eso es el comunismo. Hace un siglo todo el mundo tenía su lugar. Si uno era pobre, Dios lo consideraba así, como un hombre pobre. Tenía compasión. Un rico debía pasar pruebas más severas. Como resultado, había paz entre las clases. Pero el materialismo se abalanzó sobre nosotros. El materialismo propagó la idea de que el mundo es sólo una maquinaria. Si eso es verdad, entonces cada individuo tiene derecho a mejorar la posición que ocupa en esa maquinaria. Ésa es la lógica del ateísmo. De modo que se dice cualquier cosa, y nada es verdad. Todo el mundo está demasiado tenso, y Dios es una abstracción. Nadie puede disfrutar de su propio país, de manera que se empieza a codiciar el ajeno.

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