YO, HO, HO, Y UNA BOTELLA DE RON, rezaba un viejo cartel de madera.
21 WEST ZWEI UND FÜNFZIGSTE STRASSE, anunciaba un rótulo indicador de calles.
—Oh —exclamé—. ¿Está en alemán, papá?
—Calle cincuenta y dos —dijo.
Nos quedamos en silencio.
—¿Te gusta St. Matthew's? —preguntó.
—Sí.
—¿Más que Buckley?
—Es más severo.
—¿No te echarán?
—No. Tengo B en todas las asignaturas.
—Trata de sacar A. Los Hubbard deben sacar A en St. Matt's.
Volvimos a quedarnos en silencio.
Me puse a mirar otro letrero que colgaba sobre la barra. CERRADO SÁBADOS Y DOMINGOS, decía.
—Últimamente he tenido un trabajo infernal —dijo.
—Lo imagino —dije.
Nuevo silencio.
Su abatimiento era como los sentimientos ahogados de un ovejero alemán que debe soportar una traílla. Creo que yo era una versión delgaducha de él, pero también creo que durante los primeros cinco minutos de nuestra reunión sólo se fijaba en lo parecido que yo era a mi madre. Con los años, llegué a entender que ella podría haberle causado un verdadero daño. Probablemente su ex mujer era la persona que él más deseaba matar con sus propias manos; por supuesto, no podía dar rienda suelta a ese placer. Los deseos reprimidos hacían que mi padre estuviese cada vez más cerca de un ataque.
—¿Cómo está tu pierna? —preguntó.
—Recuperada. Hace años que está bien.
—Apuesto a que todavía está rígida.
—No, está bien.
Meneó la cabeza.
—Me parece que has tenido problemas con los Greys debido a esa pierna.
—Papá, no era bueno para la formación cerrada. —Silencio — . Pero he mejorado.
El silencio hacía que me sintiese como si estuviéramos tratando de empujar al agua un bote demasiado pesado.
—Papá —dije—. No sé si puedo obtener A en St. Matthew's. Piensan que soy disléxico.
Asintió lentamente, como si tal noticia no le sorprendiera.
—¿Es muy serio?
—Leo bien, pero nunca sé si altero del orden de los números.
—Yo tenía la misma dificultad —asintió—. En Wall Street, antes de la guerra. Vivía con el temor de que una mañana mi dislexia causara un error terrible para la compañía. Pero nunca ocurrió. —Guiñó un ojo—. Necesitas una buena secretaria que se encargue de tus cosas. —Me dio una palmada en la espalda—. ¿Otra limonada?
—No.
—Yo beberé otro martini —le dijo al barman.
Luego se volvió nuevamente hacia mí. Aún recuerdo cómo el barman dudaba entre ofrecerle una sonrisa amplia o una agria. (Amplia cuando servía a un caballero; agria para los turistas.)
—Mira —me dijo al cabo de un instante—, la dislexia puede ser tanto positiva como negativa. Muchas personas son disléxicas.
—¿Sí?
En el semestre anterior algunos muchachos me habían empezado a llamar Retardado.
—Sin duda. —Me miró fijamente—. En Kenya, hace unos diez años, salimos a cazar leopardos. Encontramos uno, y nos hizo frente. Yo he matado elefantes que se me echaban encima, y también leones y búfalos. Uno se queda en su lugar, sin ceder terreno, apunta bien, elige una zona vulnerable, y dispara. Si eres capaz de dominar los nervios, resulta tan fácil como te lo cuento. Si te sobrepones al pánico, obtienes tu león. O elefante. No se trata de ninguna proeza, sólo es cuestión de disciplina interior. Pero con un leopardo es diferente. Yo no podía creer lo que veía. Mientras venía hacia mí, no hacía más que saltar a izquierda y derecha, retrocedía y avanzaba, pero con tanta rapidez que pensé que estaba viendo una película a la que le faltaban trozos. Era imposible enfocar la mira telescópica sobre ninguna parte del animal. De modo que disparé desde la cadera. A veinte metros. Primer tiro. Hasta nuestro guía quedó impresionado. Se trataba de uno de esos escoceses que desprecian todo lo que venga de Estados Unidos, pero dijo que yo era un cazador nato. Más tarde me puse a examinar la cuestión: yo disparaba bien debido a mi dislexia. Verás, si me muestras 1-2-3-4, tiendo a leerlo como 1-4-2-3 o 1-3-4-2. Supongo que mi vista es como la de un animal. No leo como un esclavo: sí, jefe, lo obedezco, 1-2-3-4. No, miro lo que está cerca de mí y lo que está lejos y sólo entonces busco el punto medio. Detrás, delante, fuera, dentro. Así es como mira un cazador. Si tienes un poco de dislexia, eso puede significar que eres un cazador nato.
Me dio un golpecito con el codo en el diafragma. Bastó para que me diese cuenta de lo que podía llegar a ocurrir si me golpeaba de verdad.
—¿Cómo está tu pierna? —volvió a preguntar.
—Bien —respondí.
—¿Has probado hacer ejercicios de elevación con una sola pierna?
La última vez que habíamos almorzado juntos, hacía unos dieciocho meses, me había recetado ese tipo de ejercicio.
—Sí, he probado.
—¿Cuántos puedes hacer?
—Uno o dos —mentí.
—Si realmente te esforzases, adelantarías más.
—Sí, señor.
Podía sentir que él empezaba a acumular furia. Se iniciaba despacio, como el agua en una olla antes de entrar en ebullición. Esa vez, no obstante, también sentí el esfuerzo que hacía para refrenar su enojo, lo que me intrigó. No recordaba cuándo me había tratado con tanta cortesía.
—Esta mañana pensaba en tu accidente de esquí —dijo—. Estuviste muy bien ese día.
—Me alegro —dije.
Volvimos a quedarnos en silencio, pero esta vez fue una pausa muy larga. Le gustaba recordar mi accidente. Creo que fue la única ocasión en que se formó una buena opinión de mí.
Un viernes de enero, tenía yo siete años, el chófer de mi madre fue a buscarme al colegio y me llevó a Grand Central Station. Ese día, mi padre y yo íbamos a tomar el tren especial del fin de semana con destino a Pittsfield, Massachusetts, para esquiar en un lugar llamado Bousquet. ¡Cómo hacían juego con la reverberación de mi corazón los ecos de Grand Central! Nunca antes había esquiado y estaba convencido de que moriría en el primer salto.
Naturalmente, no hubo necesidad de que fuese un salto imponente. Me equiparon con un par de esquíes de madera alquilados, y después de una serie de contratiempos con el remonte, intenté seguir a mi padre en su descenso. Mi padre sabía dar una correcta vuelta inclinada, que era todo lo que se necesitaba para provocar vítores y tener ciertos privilegios en el Noreste allá por 1940. (Las personas capaces de hacer una
christie
paralela eran tan excepcionales como los funámbulos.) Yo, como principiante que era, no sabía dar la vuelta inclinada, y sólo atinaba a moverme a uno y otro lado cuando el descenso se tornaba demasiado vertiginoso. Algunos tumbos eran fáciles, otros te dejaban fuera de combate. Empecé a buscar la caída antes de lo necesario. Pronto oí que mi padre me gritaba algo. En aquellos días, cuando cabalgábamos, nadábamos, navegábamos o, como ese día, esquiábamos, mi padre perdía la paciencia apenas se daba cuenta de que yo carecía de habilidad natural. La habilidad natural significaba estar más cerca de Dios. Quería decir que uno era un bien nacido. En África, los bantúes, como me enteré años después en la CIA, creían que un jefe debía enriquecerse y tener mujeres hermosas. Era la mejor manera de saber si Dios estaba bien dispuesto hacia uno. Mi padre compartía esta creencia. La habilidad natural era concedida a los que la merecían. La falta de habilidad natural evidenciaba algo maloliente en las raíces. Los torpes, los estúpidos y los flojos eran forraje para el diablo. Esta forma de ver las cosas ya no está de moda, pero, yo he meditado acerca de ella toda la vida. A veces me despierto en mitad de la noche preguntándome qué ocurriría si mi padre hubiese estado en lo cierto.
Pronto se cansó de esperar a que me pusiera de pie.
—Trata de seguirme —dijo, y partió, deteniéndose un momento sólo para agregar—: Gira cuando yo lo haga.
Lo perdí de inmediato. íbamos por una pista lateral que bajaba y subía entre los bosques. Como no conocía el paso cruzado, cada vez me quedaba más rezagado. Cuando llegué a una cima y observé que el siguiente descenso era una caída abrupta seguida por una subida igualmente abrupta, y que mi padre no se encontraba a la vista, decidí deslizarme velozmente en línea recta con la esperanza de que la inercia del descenso me llevase luego hacia arriba. De este modo, él no tendría que esperar tanto mientras yo trepaba. Inicié el descenso, esforzándome por mantener los esquíes paralelos, y casi en seguida comencé a bajar más rápido de lo que nunca lo había hecho en mi vida. Me asusté y traté de frenar con los dos esquíes, que se cruzaron, se hundieron en la nieve blanda, y me hicieron dar una vuelta en el aire. En aquellos tiempos los pies iban atados a los esquíes. Me quebré la tibia derecha.
Uno no lo sabe en seguida. Sólo se siente el dolor más terrible que se haya experimentado jamás. En la distancia se oía la voz de mi padre:
—¿Dónde estás?
Era tarde ya y su voz hacía eco entre las colinas. No bajaban otros esquiadores. Empezó a nevar. Me sentí en medio del último rollo de una película sobre Alaska: pronto la nieve cubriría todo rastro de mi persona. En el silencio, los rugidos de mi padre resultaban un consuelo.
Llegó subiendo la cuesta, enojado como sólo puede enojarse un hombre de cuello poderoso, arrugado por el sol.
—¿Quieres ponerte de pie, cobarde desertor? —gritó—. Levántate y esquía.
Le tenía más miedo que a los cinco océanos de dolor que estaba atravesando. Intenté incorporarme. Pero algo no iba bien. En un momento dado, me derrumbé por completo. Era como si me hubiesen amputado la pierna.
—No puedo, señor —dije, y volví a caer.
Entonces se dio cuenta de que podía haber otra causa aparte del carácter. Se quitó la chaqueta, me envolvió en ella, y bajó la colina hasta el puesto de la Cruz Roja.
Más tarde, en el atardecer invernal, después de que la patrulla de esquí me hubiese entablillado de manera provisional y transportado a la base en un trineo, me pusieron en la parte trasera de una furgoneta, me dieron una pequeña dosis de morfina y me llevaron por la carretera cubierta de hielo hasta el hospital de Pittsfield. Fue un viaje infernal. Incluso bajo el efecto de la morfina el dolor era insoportable; sentía como una sierra en el hueso roto cada vez que la furgoneta daba una sacudida (lo que ocurría cada cincuenta metros). Sin embargo, la droga me permitió practicar una especie de juego. Como cada sacudida me hacía estremecer hasta los dientes, el juego consistía en no hacer ningún ruido. Yacía sobre el suelo de la furgoneta con una chaqueta de esquí bajo mi cabeza y otra debajo de los pies. Debía de parecer un epiléptico, ya que mi padre me secaba la espuma de la boca continuamente.
Pero yo no hacía ningún ruido. Después de un tiempo, la magnitud de mi valentía comenzó a hacer mella en él, porque me cogió la mano y concentró toda su atención en ella. Yo sentía como trataba de absorber todo el dolor de mi cuerpo, y su preocupación me ennobleció. Podían cortarme la pierna que no diría nada. Entonces dijo:
—Tu padre, Cal Hubbard, es un imbécil.
Ésa fue la única vez que usó esa palabra con referencia a sí mismo. En nuestra familia, imbécil era el peor de los insultos posibles.
—No, señor —dije.
Tenía miedo de hablar por temor a que empezaran los quejidos, pero sabía que mis siguientes palabras serían las más importantes que pronunciaría jamás. Por unos instantes una sensación de náuseas me impidió hablar —debo de haber estado a punto de desmayarme— pero el camino se mantuvo llano por un rato, y logré recuperar la voz.
—No, señor —dije—. Mi padre, Cal Hubbard, no es un imbécil.
Fue la única vez que vi lágrimas en sus ojos.
—Bien, muchachito tonto —dijo él—; tú no eres el peor chico, ¿sabes?
Si en ese momento la furgoneta se hubiese estrellado, yo habría muerto feliz. Pero dos días después, ya escayolado y de vuelta en Nueva York (mi madre envió al chófer a buscarme con la limusina), empezó un segundo infierno. El chico que ante mi padre estaba dispuesto a pasar por cualquier tormento, difícilmente habría podido ser ese otro de siete años sentado en su apartamento de la Quinta Avenida con una pierna fracturada y envuelta en una funda de escayola que picaba como todos los demonios. El segundo sujeto hervía de lamentaciones.
No me podía mover. Tenían que llevarme alzado. Sentí pánico ante la idea de tener que usar muletas. Estaba seguro de que volvería a caerme y a quebrarme otra vez la pierna. La escayola empezó a despedir mal olor. La segunda semana el médico tuvo que cortar la funda, limpiar la infección y volver a escayolarme. Menciono todo esto porque también interrumpió la relación afectiva con mi padre casi tan pronto como había empezado. Cuando me vino a visitar, después de hacer los arreglos pertinentes para que mi madre no estuviera en casa, tuvo que leer las notas que ella le dejó: «Tú le quebraste la pierna, ahora enséñale a moverse».
Su falta de paciencia exigía de uno ciertas concesiones, pero al cabo de un tiempo logró enseñarme a andar con muletas. Aunque tardó demasiado tiempo y quedó un poco torcida, la pierna finalmente sanó. Estábamos de regreso en la tierra de la desilusión paterna. Además, él tenía otras cosas en que pensar. Estaba felizmente casado con una mujer alta, majestuosamente bella, exactamente de su mismo tamaño, y que le había dado mellizos. Tenían tres años cuando yo tenía siete, y uno podía hacerlos rebotar en el suelo. Sus apodos eran
Rudo
y
Duro
. Rudo Hubbard y Duro Hubbard. En realidad se llamaban Roque Baird Hubbard y Toby Bolland Hubbard. La segunda mujer de mi padre se llamaba Mary Bolland Baird. Los muchachos prometían ser rudos y duros, y mi padre los adoraba.
De vez en cuando yo iba a visitar a su nueva esposa. (Se habían casado hacía cuatro años, pero yo seguía pensando en ella como la nueva esposa.) Era un viajecito de unas pocas manzanas hacia el norte a lo largo del esplendor invernal de la Quinta Avenida, es decir, toda una educación en la elegancia del gris. Las casas de apartamentos eran gris liláceo, y en invierno Central Park lucía prados grises y árboles gris topo.
Desde que andaba con muletas ya no me aventuraba fuera de mi casa. Sin embargo, en una de las últimas semanas de convalecencia tuve un buen día: la pierna escayolada no me dolía. Cuando llegó la tarde me sentía inquieto y listo para una aventura. No sólo bajé al vestíbulo del edificio y charlé con el portero sino que, obedeciendo un impulso, salí a dar una vuelta a la manzana. Fue entonces cuando me asaltó la idea de visitar a mi madrastra. No sólo era grande, sino robusta, y a veces lograba hacerme creer que me quería. Le contaría a mi padre que yo había ido a visitarla, y él se pondría contento al saber que manejaba bien las muletas. De modo que decidí hacer la prueba y cubrir la distancia que separaba la calle Setenta y tres de la Setenta y ocho. Apenas puse un pie en la calle y vi que las muletas se hallaban a quince centímetros del bordillo, quedé paralizado. Pero una vez superé este momento empecé a avanzar, balanceándome, y para cuando llegué a su edificio de apartamentos me sentía feliz; hablé por los codos con el ascensorista. Estaba muy satisfecho de cuánto valor demostraba, para ser un niño de siete años.