—Cuenta la historia del general Gehlen y el señor Dulles —dijo entonces C. G.
—Sí —gruñó él y guardó silencio.
Podía sentir que se resistía contra el impulso de contarme otra historia. ¿Acaso acababa de recordar que yo había caído en desgracia?
—Cuéntala —insistió C. G.
—Vale, lo haré —dijo él—. ¿Has oído hablar del general de división Arthur Trudeau?
—No, señor.
—Trudeau era el jefe de la Inteligencia militar de los Estados Unidos hace un par de años. Cuando el canciller Adenauer visitó Washington en 1954, Trudeau se las ingenió para hablar con él. Le informó acerca de Gehlen. Tuvo el coraje de decirle a Adenauer que la CIA no iba a apoyar una organización de Alemania Occidental dirigida por un ex nazi. Si eso llegaba a la Prensa internacional, sería muy malo para todos los involucrados. Adenauer se echa a reír. Él no es amigo de los nazis, le dice a Trudeau, pero en la política alemana es imposible hacer una tortilla con tres huevos sin que uno esté podrido. Uno de los hombres de Adenauer informa de esta conversación a Gehlen, quien se queja a Allen Dulles. Nuestro director lleva el caso a la Casa Blanca e informa al presidente Eisenhower que la actitud del general Trudeau atenta contra los intereses estadounidenses. «He oído que este tal Gehlen es un tipo turbio», le dice Eisenhower a Dulles. «Señor presidente, en el espionaje no hay arzobispos. Gehlen puede ser un sinvergüenza, pero no estoy obligado a invitarlo a mi club», le dice Allen.
»Pues se produjo una batalla real. El secretario de Defensa y los jefes conjuntos de Personal estaban de parte de Trudeau. Sin embargo, ganó Allen. John Foster Dulles siempre tiene la última palabra ante el presidente. Trudeau fue enviado a un comando menor en el Lejano Oriente. Pero creo que eso atemorizó a Gehlen. Debe de haber llegado a la conclusión de que el dinero alemán era más seguro que el estadounidense. Un año después, convenció a la gente de Adenauer de que era mejor transferir la Organización a la administración alemana. Ahora tenemos el BND. Fin de la historia. Basta de enriquecer tu mente. Dime, muchacho, ¿qué sabes tú acerca de nuestro amigo?
Había estado aguardando la pregunta mientras él se explayaba con sus anécdotas. Tenía la costumbre de narrar un buen cuento con la fuerza contenida de un león sentado sobre sus garras. Luego, de repente, uno era parte de la comida.
—No sé mucho acerca del hombre —respondí, pero tras el silencio que se produjo me vi obligado a proseguir—. Le daré los detalles que tengo.
—Sí —dijo Harvey—, los detalles.
—Lo conocí en la casa de un amigo de mi padre. Se hacía llamar doctor Schneider. Apenas si hablé con él. Jugó al ajedrez con el dueño de casa. Me sorprende que se acuerde de mí.
—¿Quién era el dueño de casa?
—Hugh Montague.
—¿Es Montague un amigo íntimo de tu padre?
—No lo sé.
—Pero sí lo bastante amigo como para invitarte a comer.
—Sí, señor.
—¿De qué le habló Montague a Schneider?
—De hecho, no hablaron demasiado. Schneider se presentó como concertista de piano. Dijo que había dado un concierto para el presidente de Alemania Oriental, Wilhelm Pieck. Dijo también que Pieck era un bárbaro, de gustos primitivos. Le gustaba fijar su residencia oficial en un castillo cuyo nombre no recuerdo.
—¿Schloss Niederschön algo?
—Sí.
—Bien.
—Pieck abandonaba la parte oficial del castillo e iba a un cuarto en la dependencia de la servidumbre donde se quitaba los zapatos, se ponía zapatillas y ropa de obrero y cocinaba la comida de la noche. Sopa de col, fideos fríos y budín de postre. Comía todo en el mismo plato de estaño, el budín mezclado con los fideos. Recuerdo que me pregunté cómo pudo enterarse el doctor Schneider de todo aquello mientras ofrecía un concierto oficial para Wilhelm Pieck.
—¿De qué más hablaron Montague y Gehlen?
—De ajedrez.
—Aquí hay una fotografía de Gehlen. —Me pasó la copia fotostática de una instantánea—. Sólo para asegurarme de que Schneider es igual a nuestro hombre.
—Esa noche llevaba una peluca blanca, pero sí, yo haría una identificación positiva.
—¿Ciento por ciento?
—Ciento por ciento.
—Bien. Gehlen y Montague hablaron de ajedrez en tu presencia. ¿De nada más?
—Pasé la mayor parte de la noche hablando con la señora Montague.
—¿Kittredge?
—Sí, señor.
—¿De qué?
—De cosas sin importancia.
—Expláyate.
—Señor, le diré que me hallo más a gusto con la señora Montague que con su marido. Hablamos de muchas cosas. Creo que nos reímos en la cocina de los ruidos extraños que hacía el doctor Schneider, es decir, el general Gehlen, cuando jugaba al ajedrez.
—¿Cuánto hace que conoces a Montague?
—Lo conocí cuando se casó con Kittredge. Ella está relacionada con mi familia. Su padre compró la casa de verano de mi familia. Desde entonces he visto al señor Montague un par de veces, en reuniones de tipo social.
—¿Qué piensas de él?
—Un iceberg. Nueve décimas partes bajo el agua.
—No es verdad —dijo C. G.
—Bien —dijo Bill Harvey—, ahora tenemos un cuadro general que no nos explica por qué Gehlen me pidió que te trajera a Pullach.
—Kittredge y yo somos primos terceros —dije—. Si ella le mencionó este parentesco a Gehlen, quizá quiera devolverle la atención en mi persona. Su informe dice que está muy orientado hacia la familia.
—¿Estás diciendo que Kittredge le pidió que te invitara?
—No, jefe. Sólo que Gehlen debe de saber quién trabaja para usted en GIBRAL.
—¿Sobre qué base llegas a esta conclusión?
—Mi impresión es que en Berlín todos saben todo.
—Mierda, ya lo creo.
Por alguna razón, eso hizo que dejase de hablar. Tenía la habilidad de poner fin a una conversación tan efectivamente como si apagara una luz. Seguimos en silencio mientras él bebía sus martinis solo. Los llanos dieron paso a un terreno ondulado, pero la carretera tenía pocas curvas y no había tráfico. En Braunschweig dejamos la autopista y entramos en un camino de dos carriles; el conductor redujo la velocidad a ciento veinte kilómetros por hora en las rectas, noventa en las curvas, y a setenta cuando pasábamos por una aldea. Empecé a descubrir que la gonorrea y un viaje rápido no eran buenos amigos. Pero mis ganas de orinar eran dominadas por mi conocimiento del precio que debía pagar. Cerca de Einbach volvimos a la autopista y retomamos la velocidad de ciento ochenta kilómetros por hora. En Bad Hersfeld entramos en un camino secundario, y después de una serie interminable de vueltas por colinas, bosques y aldeas, llegamos a Wurzburgo, donde un camino mejor nos condujo a Nuremberg y el comienzo del último tramo de la autopista a Munich. Allí, en una gasolinera abierta toda la noche, a las cuatro y media de la madrugada, Bill Harvey volvió a hablar.
—Necesito una parada para orinar —dijo.
Aparcamos a la sombra, detrás de la gasolinera.
—Echa un vistazo a los lavabos, Sam —le ordenó al conductor. Cuando éste regresó con el visto bueno, Harvey se apeó del coche y me hizo una seña—. ¿Y tú? —le preguntó a C. G.
—Los viajes largos no me afectan —respondió ella.
Él gruñó. En el aire de la noche, su aliento olía a ginebra.
—Ven, muchacho —me dijo—, sólo tú y yo y las paredes del cagadero.
Levantó su maletín y me lo entregó.
Aunque presumiblemente Sam había inspeccionado las instalaciones, Harvey sacó una de las pistolas de la funda, giró el picaporte de la puerta del lavabo y la abrió suavemente, después observó desde ese ángulo, traspuso la puerta abierta lo bastante rápido como para que ni el gatillo más veloz hiciera impacto en él, echó un vistazo desde el ángulo opuesto y, satisfecho, entró, dio media vuelta, se puso de cuclillas para observar el suelo, abrió las puertas de los retretes, y finalmente sonrió.
—Sam es bueno para revisar, pero yo soy mejor. —Sin embargo, no terminó ahí la cosa. Cuidadosamente levantó la tapa de cada depósito de agua, miró dentro, sacó del bolsillo un alambre enrollado, metió unos centímetros en cada taza y por último respiró—. Tengo una pesadilla —dijo mientras lavaba el alambre — . Estoy atrapado en el lavabo de hombres cuando explota una bomba.
—Una verdadera pesadilla.
Eructó, se bajó la cremallera del pantalón, me volvió la espalda y descargó una meada digna de un caballo de tiro. Yo ocupé el retrete contiguo, esperé como un subordinado respetuoso a que mis tardías aguas produjeran su sonido, pequeño en comparación con el torrente de Harvey, e hice lo posible por no dar un respingo cuando un alambre caliente atravesó mi uretra como reacción por la corriente purulenta que pasaba. No creo que él no tomase debida nota del pobre sonido que acompañaba la orina que eyectaba.
—Muchacho —me dijo—, tu historia es débil.
—Es débil porque es verdad.
Casi grité por el dolor que me causaba orinar. Tenía el miembro horriblemente hinchado.
—Tienes un instrumento descomunal —dijo por sobre el hombro.
No expliqué por qué tenía el doble de su tamaño normal.
—Hay que hablar despacio y llevar un garrote grande —dijo.
—Theodore Roosevelt —respondí—. Creo que ésa era su política exterior.
—Ocurre que en el reparto me tocó una picha pequeña —dijo Harvey—. Pero, muchacho, hubo años en que sabía qué hacer con ella. Los tipos con la picha pequeña se esfuerzan más.
—He oído acerca de su fama, señor.
—Mi fama. Yo no era más que un lamecoños de la variedad más diabólica.
Antes de que tuviera tiempo de ruborizarme, él prosiguió.
—Quiero oír hablar de tu reputación. ¿Follaste alguna vez con Kittredge?
—Sí, señor —mentí mientras me moría de dolor por orinar.
Levantó la mano libre y me dio una palmada en la espalda.
—Me alegro —dijo—. Espero que le hayas dado lo que se merecía. Era una maravilla en la cama, ¿verdad?
—Fabulosa —musité.
Mi gonorrea me servía como acicate.
—Yo mismo podría haberlo hecho de no haber abandonado la idea. Lealtad a C. G., además de exceso de trabajo. Así son las operaciones hoy en día. De modo que me alegro de que lo hayas hecho tú. Odio a ese hijo de puta de Montague.
Yo estaba descubriendo el secreto de una ruta de escape. Uno la encuentra cuando se esfuerza en escapar.
—Yo también lo odio —dije.
Mentalmente, le pedía a Hugh que me perdonara. Pero no creí haberme excedido en mi deslealtad. Harlot, después de todo, me había alentado para que hallase mi propia ruta a través de lo esencial.
—¿Has hablado con Kittredge últimamente? —me preguntó Harvey.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Pocos días después de que usted perdiera su confianza en mí. Supongo que la llamé para lamentarme por mi suerte.
—Eso es perdonable. —Le dio una última sacudida a su pene, se lo guardó en los pantalones mientras yo concluía con mi tortura—. ¿Crees que habrá sido ella la que llamó a Gehlen?
—Es posible —dije—. El doctor Schneider ciertamente se comportó como si estuviera loco por ella.
Harvey gritó de repente. Es decir, eructó con fuerza. Debajo de la bombilla que colgaba del techo, su piel había empalidecido y estaba sudando. Supongo que el abuso al que sometía a su sistema se estaba manifestando a través de un espasmo. Sin embargo, siguió hablando, como si la incomodidad física fuese un elemento obligado, como el aire encerrado en un vagón de ferrocarril. Asintió.
—Si ella lo llamó, tiene sentido. Gehlen probablemente haría cualquier cosa por ella. Sí, puedo aceptar eso.
Me cogió del brazo y hundió cada uno de sus dedos regordetes, fuertes como pernos de hierro, en mi tríceps.
—¿Le eres leal a Gehlen? —preguntó.
—No me gusta ese individuo —respondí—. Lo que vi de él. Supongo que si llego a conocerlo bien, me gustará aún menos.
—¿Ya mí? ¿Me eres leal?
—Jefe, estoy listo para interceptar una bala por usted.
Era verdad. También estaba listo para morir por Harlot, y por Kittredge. Y por mi padre, probablemente. Estaba listo para morir. La idea de sacrificarme seguía siendo la mayor emoción que podía imaginar. No obstante, el fiscalizador internalizado en mi personalidad, ese joven deán de probidad instalado por los cánones de St. Matthew's, se horrorizaba ante la facilidad con la que podía sucumbir a la mentira y a vergonzosas expresiones de emotividad excesiva.
—Muchacho, te creo —dijo Harvey—, y voy a utilizarte. Necesito información sobre Gehlen.
—Sí, señor. Cualquier cosa que yo pueda hacer.
Se inclinó, y con pesada respiración abrió su maletín.
—Quítate la camisa —me dijo.
Antes de que yo tuviera tiempo de preguntar por qué, extrajo un pequeño magnetófono de plástico.
—Éste es nuestro mejor fisgón —me informó — . Deja que te lo sujete.
En dos minutos sus rápidos y hábiles dedos sujetaron con esparadrapo el magnetófono a mi espalda. Luego instaló un interruptor a través de un agujerito que abrió en mi bolsillo y pasó un cable por un ojal de mi camisa, al que estaba adherido un botoncito blanco que, en realidad, era un micrófono. Me entregó una cinta más.
—Tienes en total dos horas; cada cinta dura una hora. Graba todo lo que diga Gehlen mientras estemos allí.
—Sí, jefe.
—Ahora déjame solo. Tengo que vomitar. Nada personal. Si uno vomita una vez al día, se mantiene alejado del médico. Pero déjame solo para hacerlo. Dile a C. G. que iré en diez minutos, quince, quizás. Esto me lleva tiempo. Oh, Dios —se quejó mientras yo abría la puerta del lavabo y oía el ruido de las primeras arcadas.
De regreso en el coche, vi que Sam supervisaba el traspaso del combustible del depósito de reserva al principal. C. G. estaba sola en el asiento trasero.
—¿Cuánto ha dicho que tardaría? —preguntó Sam.
—Diez minutos.
—Serán veinte. —Sam consultó su reloj—. Cada vez que vamos a Pullach quiere batir el récord, pero esta noche no lo haremos. Es una pena. No hay hielo, ni niebla. Ni demoras por obras. Ni desvíos. Preguntará por qué no lo hemos hecho más rápido que la última vez. No puedo decir que es debido a que pierde el tiempo en el maldito cagadero.
Se trataba del discurso más largo que le oía pronunciar a Sam.
—Bien —dije — . Es una noche a tope.
—Sí —dijo Sam—. A otro perro con ese hueso.