A pesar de todas las deficiencias, al cabo de un par de días volvía a desearla. En esas circunstancias me era imposible escribirle a Kittredge, pero ciertos deberes no admiten excusas.
10 de abril de 1957
Queridísima Kittredge:
Tu delineación del carácter de Howard Hunt ha sido de gran ayuda para mí, aunque me declaro culpable por haber sido tan imbécil de no darme cuenta antes. Pero, ángel, he estado atareado. Tú has logrado ver la faceta social de EH
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(como llamo al señor E. Howard Hunt cuando no está presente), pero aquí convivimos con su faceta profesional, y nos exige que trabajemos todo el tiempo. Aun cuando se toma bastante tiempo libre para jugar al golf, cazar o pescar, no debemos juzgarlo, porque comparte estos momentos con uruguayos importantes. Ha remplazado a Minot Mayhew en su papel, de modo que ocupa el cargo de primer secretario (nominal) en la Embajada y cumple con todas las funciones diplomáticas que, como recordarás, Mayhew encargaba a Sonderstrom, Porringer, y a mí mismo. De modo que ése es uno de los cambios. Howard y Dorothy (que se ocupa de los créditos y débitos sociales como una jefa de auditores, y administra las reuniones en la Embajada con una habilidad comparable a la de un almirante dirigiendo su flota) ya se han relacionado con una parte sorprendentemente grande de la sociedad montevideana. Bajo las órdenes de Mayhew (por vía de Sonderstrom), nos sacrificábamos para establecer relaciones útiles, pero Hunt se burla de todo eso. Pasa todos los fines de semana en alguna estancia de las pampas, cazando perdices y desplegando su encanto sobre los ricos terratenientes. Como un pequeño corolario de todo esto, desprecia los antiguos criptónimos obvios, como AV/IADOR, y ha anunciado que podemos usar cualquier palabra después de AV. Por ejemplo, usa el criptónimo AV/HACENDADO. Es un gran cambio para nosotros, los tradicionalistas, pero tiene razón. Ya no quedan muchas palabras con AV y, según Hunt, necesitaremos muchas ante el incremento de operaciones que se avecina.
No es necesario decir que en su mayor parte estas operaciones están en la etapa inicial, pero no por eso me burlo de él. El primer día en el despacho presentó sus credenciales. Normalmente uno se cansa cuando un hombre habla de sus proezas, pero Hunt hizo que me sintiera triste por carecer de una vida excitante. Si bien sé que no ha hecho tanto como Cal o Hugh, ha tenido sus aventuras y ha prestado servicios en lugares interesantes. La envidia que sentía de adolescente por no haber trabajado en el OSS, ha renacido en mí. Hunt me ha hecho notar lo joven que soy, y cuánta experiencia se necesita para llegar a jefe de estación. De modo que traté de asimilar todo lo que nos dijo. Kittredge, si quieres comprender nuestro teatro local, debes reservarte las críticas. A los hombres les impresiona más que a las mujeres una vida llena de acción.
Durante la segunda semana, Howard nos dio otra conferencia referida a la existencia de una élite de poder en Uruguay, cuya amistad debemos cultivar.
—Habrá ocasiones en que pensarán que la Compañía me paga un buen sueldo para que yo cace y pesque. No hay nada más alejado de la verdad. Quiero que confíen en mí, de modo que seré franco. Sí, me da placer cazar y pescar. Pero compréndanlo bien. Estos uruguayos influyentes también son gente de escopeta y caña. Les gusta el hombre que puede cabalgar y cazar con ellos. El hombre capaz de sacar un pez que se resiste. Es posible que en julio vaya con ellos a esquiar a los Andes argentinos. Pero sé lo que persigo. En una estación, la envidia es el peor de los venenos, de modo que entiendan esto: un jefe de estación siempre está trabajando. En medio de cualquier reunión social, por prestigiosa que ésta sea, estaré llevando a cabo el trabajo de la Compañía. Fin del sermón, caballeros. Acérquense. Tengo un pequeño encargo para ustedes.
Nos entregó a todos una copia de la misma comunicación. Decía lo siguiente:
YNVMY LLJJC CDBXL YMIPL JNJNP
XLILO SYPLU SBYNX LPDPU SBULZ
TSYEP DXNUS BDVLY XLAJL FSVNO
Kittredge, no es ni siquiera la mitad: hay treinta y seis grupos de cinco letras cada uno, y te aseguro que copiarlos todos me agota. Nos dijo que podíamos descifrarlos teniendo en cuenta la periodicidad de las letras.
—El texto lo merece —dijo—. Pierdan una hora esta tarde, y vuelvan a aprender nuestro oficio.
Bien, ¿sabes?, estamos fuera de forma. Un código donde cada letra tiene una equivalencia no es difícil de descodificar, pero lleva su tiempo. Porringer y Kearns fueron la fuerza motriz, y yo hice mi parte. Sonderstrom se sentó en un rincón. Parecía a punto de tener un ataque. Nunca lo vi con la cara tan roja. Es torpe para descifrar: aborrece valerse del codificador-descodificador, que, de todos modos, no podíamos usar para este caso. Nuestro director nos había asignado una tarea escolar.
He aquí el resultado:
SILOS EEUUH ANDES OBREV IVIRD
EBEMO SRECO NSIDE RARCO NCEPT
OSTRA DICIO NALES DEJUE GOLIM
Aquí también me interrumpo. Cuando terminamos, Porringer insistió en leerlo en voz alta: «
Si los EEUU han de sobrevivir, debemos reconsiderar conceptos tradicionales de juego limpio. Debemos desarrollar servicios efectivos de espionaje y contraespionaje y aprender a subvertir, sabotear y destruir a nuestros enemigos con métodos más inteligentes, más refinados y efectivos que los usados contra nosotros
».
—Por Dios —dijo Sonderstrom—. Nos hizo descodificar el Informe Doolittle.
¿Puedes imaginarlo, Kittredge? ¿Quién de nosotros no está familiarizado con ese texto sagrado? A la mañana siguiente, en la pared sobre el escritorio de cada uno de nuestros cubículos, Nancy Waterston, siguiendo sus órdenes, sujetó con chinchetas un cartón blanco con el mensaje dispuesto en grupos de cinco letras cada uno, prolijamente escritos a máquina. Al parecer, debemos hacer nuestro trabajo en el futuro con el informe de Doolittle a la vista. Todavía no sé si al hacer esto Hunt ha demostrado ser un genio o un malvado de tercera categoría. ¡El Informe Doolittle! Esa noche, mientras tomábamos cerveza, no hicimos más que bromear. «Prometo subvertir, sabotear y destruir a nuestros enemigos», decía uno de nosotros. El otro continuaba: «Con métodos más inteligentes, más refinados y efectivos», y el tercero concluía: «Que los usados contra nosotros». Después de eso, Porriger, Kearns y yo tratábamos de pronunciarlo en clave. Típico de escuela secundaria, claro, pero nos divertimos. Hasta Porringer me cayó simpático. Es un tipo incisivo. Me dijo:
—Sonderstrom está tratando de que lo cambien de destino.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
Eso fue hace dos meses. ¡Ah, Kittredge! Ahora me doy cuenta del tiempo que ha transcurrido. Puedo decirte que Porringer estaba en lo cierto. Cuatro meses después de que Hunt llegara desde el Gran Norte Blanco, Sonderstrom consiguió que lo transfirieran a Angola. Fue duro para su mujer, una obesa dama irlandesa que aborrece el clima cálido y a quien le gusta descansar en cómodos sillones (mucho me temo que el mimbre del mobiliario africano va a dejar sus fláccidas nalgas cuadriculadas), pero Angola era el único lugar que necesitaba un subjefe de inmediato y, según él mismo asegura, Sonderstrom tiene la intención de ascender a jefe de estación en un año. Pobre Sonderstrom, no creo que esté capacitado. No habla angoleño, o comoquiera que se llame el idioma de allá. Y en una oportunidad pensó que remplazaría a Mayhew. Me doy cuenta de cuan implacable puede llegar a ser la Compañía, lo que por otra parte es correcto. De todos modos, no me impresiona tanto el cacumen de Porringer como me deprime mi propia carencia. Es natural que Sonderstrom quisiese marcharse. Hunt ha absorbido todas sus funciones, el golf y la tarea social, además de todo lo otro que Gus no podía o no le gustaba hacer, como cultivar la amistad de los ricos terratenientes de las pampas. Al mes de estar aquí, Hunt ya había entablado con Salvador Capablanca (el poco confiable jefe de Policía del asunto de Gómez, ¿recuerdas?) una relación más estrecha que la que Sonderstrom nunca tuvo. Según Porringer, supo coger el toro por los cuernos. Como haría cualquier secretario de Embajada (recuerda que Hunt tiene el cargo tapadera de primer secretario), invitó al jefe de Policía a almorzar. Después del café, Capablanca, con aire de superioridad, le preguntó:
—Señor secretario, ahora dígame ¿cómo podría serle útil?
—Muy sencillo, Salvador —le respondió Hunt—. Pinche un par de teléfonos para mí. El de los soviéticos, los polacos, los alemanes del Este, los checos... Para comenzar, con eso basta.
Porringer afirma que Capablanca se quedó sin habla.
—Pero entonces... entonces usted es...
—Sí, soy de la CIA —respondió Hunt—. No me dirá que parezco uno de esos soplapollas del Departamento de Estado, ¿verdad?
La elección de la palabra «soplapollas» aparentemente fue un gran acierto. Capablanca se echó a reír como si estuviera almorzando con Bob Hope. (Por cierto, la nariz de Hunt me recuerda la de Bob Hope.) Según Porringer, Capablanca se rió tanto porque estaba asustado. La reputación de la CIA proyecta una larga sombra. Hasta el jefe de Policía local cree que somos capaces de eliminar a la gente con sólo chasquear los dedos. (Ignoran cuan relativamente respetuosos somos de la ley.) Como quiera que sea, Hunt se aprovechó de ese temor.
—Señor Capablanca —dijo a continuación—, supongo que sabrá que esas escuchas pueden hacerse con o sin.
—¿Con o sin? ¿Puede explicármelo, señor Hunt?
—Con o sin su ayuda.
—Ah, ya veo.
Capablanca volvió a reír.
—Pero si lo hacemos juntos, lo que obtengamos podrá ser compartido.
—Tendré que consultar al presidente Batlle.
—Por supuesto —dijo Howard, y se estrecharon la mano.
En el camino de regreso, Hunt escuchó lo que tenía que decirle Porringer. Según éste, Batlle es demasiado antiestadounidense para cooperar, pero demasiado débil para oponerse. Sin embargo, el subjefe de Policía, Peones, que también estuvo en el almuerzo, se mostró dispuesto a ayudar. Porringer le dijo a Hunt que hacía nueve meses que trabajaba con Peones. (¿Por qué se tarda nueve meses en conseguir un agente? Otra de las bromas de la estación.) Hunt le dio la mano a Porringer con solemnidad. «Todo ha ido de perlas», le dijo. Y te aseguro, Kittredge, que estaba en lo cierto. Peones está en el redil desde febrero. Porringer se ha ganado unos buenos puntos.
Después de este almuerzo, Sonderstrom aceleró su partida. Él y Hunt se trataban con cortesía, pero no armonizaban. Ahora que Sonderstrom se ha marchado, Porringer ha quedado como subjefe a cargo, y espera serlo definitivamente. Su escrupulosidad a la hora de analizar los detalles y sus conocimientos de la política local, le serán de infinita ayuda a Howard.
A propósito, pasé una noche muy interesante en casa de los Porringer hace un par de semanas. Su mujer resultó una verdadera jugadora de bridge; en los Estados Unidos era una profesional que intervenía en campeonatos. Aquí se ha hecho socia de un club de bridge de Montevideo, lo que le obliga a aprender español básico (
¡Yo declaro tres corazones!
). Los Porringer invitaron a una socia del club de Sally, una matrona muy arrugada de setenta o setenta y cinco años, que habla un inglés aceptable y juega muy bien al bridge. Yo no soy malo. Porringer es mejor que yo. No comentaré acerca de la cena. Sally no es buena cocinera. Comimos una carne al horno que parecía pasada por el lavavajillas. Me recordó la comida del St. Matthew's. Más tarde, durante la partida de bridge, los chicos se despertaban de tanto en tanto. Tienen un dormitorio típicamente americano, con literas y lleno de juguetes medio rotos, como pude ver cuando me hacía el muerto y me tocó llevar a la niña de vuelta a la cama cuando se despertó para ir al lavabo. ¿Por qué te cuento todo esto? Tal vez porque hay momentos en que nuestra domesticidad americana me resulta tan extraña como si yo fuese un marciano. (Confesión: visualicé el dormitorio de Christopher dentro de algunos años. Por favor, que no haya juguetes rotos.)
La banalidad de la velada en casa de los Porringer se vio mitigada por la sorprendente revelación de una faceta de Sherman. La casa parece el apartamento típico de un estudiante graduado del Medio Oeste: cortinajes grises, muebles de madera clara, mesa de comedor de tapa de fórmica, estantes cargados de libros y papeles. Hasta una alfombra hecha de cuadrados cosidos. Y raída. Trajeron todos los muebles de Washington, a expensas de la Compañía. (Me dio la sensación de estar ante un ejemplo de las modestas familias estadounidenses distribuidas por todo el globo.) De todos modos, en el medio de esta casa característica hay una vitrina con ocho huevos pintados a mano. Notablemente bien hechos. En uno de ellos aparece un árbol y un estanque. En otro, un castillo gótico con la luz de la luna atravesando un bosque púrpura. Todos son distintos y excepcionales, pintados por alguien muy hábil para usar esos pinceles delgados de dos pelos. Sally nos informa que Sherman les hizo un agujerito con mucho cuidado, y sorbió el contenido del huevo. Una vez hecho eso, pintó las escenas sobre la frágil superficie. Disfruta del riesgo. Basta un movimiento descuidado para echar a perder todo. «¿Os gustaría verlos de cerca?», nos pregunta Sally.
Bien, prepárate para algo horrible. Cuando Sherman me pasa el primer huevo, éste se cae y se hace añicos contra el suelo. Siento como si acabara de morir un pajarito. Algunos accidentes son causados por la torpeza, Kittredge, pero hay otros que me inclino a pensar que son provocados por una tercera fuerza. Éste perteneció a la segunda categoría. La cascara de huevo dejó su mano, y juraría que por voluntad propia se lanzó al espacio.
Por supuesto, me disculpé una y otra vez. Él le restó importancia al asunto, pero era evidente que una furia profunda se iba formando en su interior. Estoy seguro de que se perdieron cinco, sino diez, horas de trabajo perfecto, y ya no tenía remedio. Después de un instante que a mí me pareció larguísimo, Sherman, que sin duda había retomado el control de sus sentimientos, me dijo: «No te sientas mal. Era el que menos me gustaba. Siempre lo saco el primero cuando hay personas no acostumbradas a manejarlos».
Dadas las circunstancias, debo reconocer que Porringer se mostró amable. Sus mejillas azuladas parecían tan fúnebres como la ocasión.
Es tarde, y no puedo enviarte una carta que termine con un incidente así. De modo que mañana escribiré un poco más.