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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (74 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Comprendo —respondí.

—Así lo espero.

Nos dimos la mano.

Bien, eso pasó hace un par de semanas. Desde entonces, lo he visto dos veces. Progresamos lentamente. Chevi me ha dicho que no será difícil llegar a conocerlo, pero nadie en la estación ni en la sección Argentina-Uruguay en Washington parece dispuesto a creerle. Los de Washington nos obligan a confirmarlo todo, desde la situación legal de Chevi, hasta sus hemorroides. Quieren hechos. Sonderstrom nos ha puesto a Gatsby y a mí a rastrear los documentos policiales, médicos y escolares. Nos enteramos de que Eusebio Fuertes fue un estudiante sobresaliente, pero también de que a los diecisiete años fue arrestado por pasear con unos amigos en un coche robado. La sentencia fue aplazada indefinidamente.

No obstante, el trabajo más duro comienza cuando hay que corroborar los datos. Verificamos todo lo que nos dice sobre el PCU, cotejándolo con lo que ya sabemos acerca de sus miembros. Si bien nuestros archivos locales no pueden compararse con el Nido de Serpientes, un archivo es siempre un archivo. No hay nada más desmoralizante que rebuscar entre cientos de carpetas cuando uno busca un dato confirmatorio que, a medida que pasan las horas, parece cada vez menos esencial. Pero no te haré sufrir lo que sufro yo.

Además, hay un tráfico infernal de cables con Washington. Les aterroriza la posibilidad de que la división de la Rusia soviética caiga sobre nosotros con todo su personal maniáticamente suspicaz, en caso de que descubramos que AV/ISPA es un agente doble al servicio del KGB. Por eso, aunque no queremos admitirlo, buscamos la confirmación de que no lo es, y de que cuanto nos dice es verificable. Al menos hasta ahora. Por supuesto, aún no le hemos pedido que nos proporcione algo que nos sea verdaderamente útil. Hasta que tengamos la completa certeza de que no es un agente doble, no nos atrevemos a revelar qué es lo que realmente buscamos, pues eso podría servir a los propósitos del KGB.

Además, según me informa Sonderstrom, todo es todavía muy peligroso. Chevi no está preparado, y nosotros no debemos poner inútilmente en peligro a nuestro agente. Me he formado una excelente opinión de Gus. Ex infante de Marina, corpulento, calvo, rubicundo, su principal pasión es ser un hombre virtuoso. Me hace pensar acerca del carácter estadounidense. Como sabes, se dice que los franceses tienen la obsesión de la seguridad financiera y, según mi padre, a los ingleses sólo les importan los modales. Uno puede ser un cerdo pero eso no importa si sus modales son correctos, o mejor aún, interesantes. Pero en los Estados Unidos debemos ser virtuosos, ¿no es así? Según me han dicho, hasta los proxenetas y los traficantes de drogas tienen su código. Roger, por cierto, se sentía virtuoso al marcharse para contraer matrimonio con su acaudalada princesa. No quería partirle el corazón a la pobre muchacha. Sonderstrom es igual. Procura hacer su trabajo de una manera decente, y eso lo obsesiona. Incluso si se trata de jugar al golf. Quizá se deba a que es tarde, y a que he tomado demasiado Fundador, pero de repente adoro a los estadounidenses.

Sin embargo, no siempre siento lo mismo cuando estoy en mi despacho. Desde Washington no dejan de llegar preguntas acerca de AV/ISPA. Al parecer, Fuertes se ha convertido en el agente del mes. Bromeo, pero es suficientemente importante para despertar un interés impío allá en el cuartel general. Y yo soy quien habla con AV/ISPA. Sé cómo es. ¡Yo soy el centro] (Por supuesto, me digo, esto no es nada comparado a los interrogatorios a los que deben de estar sometiendo en estos momentos a Roger, allá en Washington.) De todos modos, vamos avanzando como un elefante con zuecos. No te preocupes, no creo que mi carrera esté en peligro. Todavía. Los de Washington, sumados a la división del Hemisferio Occidental, y a la división de la Rusia Soviética, no permitirán que me meta en problemas.

Te contaré ahora algo que te resultará divertido. O tal vez no. Los cables más temidos aquí provienen de una extraña sección cuyo nombre es tan misterioso como tu DPP. Se llama VAMPIRO. Esa oficina, o eminencia, o lo que sea, depende sólo del señor Dulles. Me he enterado por boca de Porringer de que hasta la división de la Rusia soviética desconfía de VAMPIRO. Si esta misteriosa sección llegara a sospechar que AV/ISPA puede ser un agente del KGB, nuestra vida aquí se convertiría en un infierno de cables. Me dicen que estaríamos doce horas al día en el codificador-descodificador respondiendo cuestionarios.

Por supuesto, presumo de saber quién es VAMPIRO.

Dejé el asunto allí. Yo mismo ignoraba qué pretendía, pero no podía evitar sentirme perverso. Mi deseo era contarle a Kittredge acerca de Sally Porringer, pero al mismo tiempo era consciente de que no podía hacerlo. Aun así, decidí intentarlo. Reconocí que podía cambiar de parecer, por lo que, en medio de la carta, abordé el tema en una nueva página.

7

Intervalo para café y Fundador. 2:00 A.M.

Kittredge:

Tema totalmente nuevo. Por favor, reserva tu opinión hasta terminar de leer todo. Espero que lo que tengo que contarte no afecte nuestra amistad. Verás, me he embarcado en lo que puede llegar a ser una relación permanente. Mientras yo estaba en Washington, tú siempre tratabas de encontrar una joven atractiva para mí; ahora, la mujer con quien me veo a escondidas (¡este evasivo clisé resulta muy apropiado!) no es la persona adecuada. De hecho, es casada, tiene dos hijos, y, lo que es peor, es la esposa de uno de mis colegas.

Muy bien, sé que me preguntarás cómo empezó, y quién es ella. Te responderé que es Sally Porringer, la mujer de Oatsie.

Déjame darte la información básica. Todo comenzó una noche, una semana antes de Navidad, después de una fiesta en casa de Minot Mayhew. El jefe de estación, al recibir la confirmación de que a finales de enero será por fin relevado por E. Howard Hunt, ofreció una fiesta en su honor bajo la forma de una reunión para festejar la Navidad. Invitó al personal de la estación y a sus esposas, además de a sus amiguetes del Departamento de Estado, y de una cantidad mayor de empresarios uruguayos relativamente poco distinguidos (me pareció), acompañados por sus esposas. La fiesta, comparada con todas las otras de Navidad, no resultó nada extraordinario.

En cuanto a eso, debo decirte que en esta parte del mundo la Navidad resulta curiosamente discordante. Esa sensación encantadora de los atardeceres de invierno, dulce como un sorbete, no existe en el calor de este verano. Alternativamente, se sienten ataques de ira y compasión. Menciono esto porque la fiesta de Mayhew, en su magnífica residencia, llena de recuerdos de su carrera, con sus muebles de finca (sillones con cuernos de buey) pagados, sin duda, con sus ganancias en la Bolsa, mejoró cuando el dueño de casa se sentó al piano. «Todos los hombres que conozco —me dijo en una ocasión mi padre—, tienen un talento inesperado.» El de Mayhew es que sabe tocar el piano y cantar. Nos hizo entonar todas las canciones previsibles. Coreamos
Noel, Noel
,
Noche de paz, noche de amor
, y en algún momento de
Venid, vosotros los fieles
, ahí estaba Sally Porringer, a mi lado, su brazo rodeando mi cintura, y junto con otras treinta personas nos mecimos y cantamos con Mayhew.

Como ya sabrás, no tengo una gran voz. Demasiadas influencias inhibitorias frustran mi impulso por expresarme en doradas notas, aunque tengo un modesto registro de bajo, y no lo hago tan mal. Sally, sin embargo, logró que me superase. Ignoro si se debió al hecho de que nunca antes me había mecido rítmicamente mientras cantaba, pero lo cierto es que oí cómo mi propia voz se alzaba libre y bella, plena de matices. Sentí que era Navidad, incluso en Uruguay. Tuve la epifanía que siempre espero a medida que diciembre se aproxima a su semana culminante, ese sentimiento tan difícil de experimentar durante el resto del año, esa convicción (lo digo con un susurro) de que Dios realmente puede estar cerca.

Bien, estaba transportado, lo suficiente para sentir un repentino cariño por mis colegas y sus esposas, y pensé en la llamada solemne de la patria, el deber, el empeño fructífero. Y en todos mis amigos queridos. Más que en nadie, pensé en ti, porque a menudo me basta con recordar tu belleza para sentir próxima la Navidad. Bien, lo he dicho. Cuando cantaba
Venid y adoremos
, miré el rostro de Sally, que me sonrió con una ternura y una energía que formaron parte de mi sorprendente buena voz, y me gustó desde el primer momento.

Después de los villancicos nos sentamos en el sofá durante un rato, y le hice una pregunta personal. En respuesta, me narró gran parte de la historia de su vida. Su padre era un jinete de doma, que bebía mucho y abandonó a su madre; ella se casó con un buen hombre. Sally y Sherman Porringer se conocieron en la escuela secundaria (en Stillwater, Oklahoma), fueron juntos a la universidad de Oklahoma, aunque no salieron durante los tres primeros años. Él era un empollón, que obtenía toda clase de distinciones académicas, y ella era una de las chicas que alentaban al equipo de fútbol. (¡Yo estaba en lo cierto!) La examiné con cuidado. Es bastante bonita, aunque no de manera llamativa, con una nariz respingona, pecas, ojos verde pálido, pelo color arena. Si bien en su papel actual es un ama de casa ligeramente acosada, pude verla como debe de haber sido hace diez o doce años: muy saludable y vivaz y apasionadamente enamorada —según me lo confesó— de uno de los jugadores de fútbol. Supongo que él la abandonó; de todas maneras, en el cuarto año Sherman y ella se encontraron y se casaron después de terminar la universidad.

Yo sabía que era mi turno de contarle mi vida, pero no me sentía con ánimo de bucear en mi pobre pasado. De modo que permanecí sentado, sonriendo, pensando que debía decir algo. ¿Podrás creerlo? Empecé a hablar de Skeat y la atracción que ejerció sobre mí en Yale. Supongo que ella hizo lo mejor que pudo para no quedarse dormida a causa de la decepción que debo de haberle causado. Un minuto después, cuando estábamos a punto de separarnos, apareció Sherman. Esa noche era el oficial de guardia en la Embajada, lo cual significaba que debía acudir de inmediato y llevarse el coche. Ella quería quedarse. Yo, que esa noche contaba con un Chevrolet de dos puertas, uno de los vehículos de la Embajada, me ofrecí a llevarla a su casa de camino al Cervantes. La verdad es que la idea no me atraía demasiado. Habría preferido irme detrás de Porringer, pues no me gustaba la idea de esos ojos paranoicos contemplándome a través de la pantalla maligna de sus gruesas gafas. No obstante, ella se puso tan triste por tenerse que marchar, que me quedé.

Un rato más tarde, la saqué a bailar. Minot Mayhew se había puesto a tocar lo que yo llamo «piezas de Charleston», aunque sé que ése no es el nombre correcto para designar bailes como el Shag, el Lindy o el Lambeth Walk. No sabía bailarlos, pero ella sí, y nos divertimos. Cuando Mayhew interpretó un par de foxtrots lentos de la década de los treinta —
Deep Purple
y
Stardust
son algunos de los que recuerdo—, ella se acercó con cierta intimidad. Era esa clase de semiflirteo aceptable, supongo, cuando el marido todavía está en el salón. Pero éste no era el caso. Después, para mi alivio, Barry Kearns nos interrumpió y pidió bailar con ella. No obstante, cuando me senté me noté molesto al ver que también parecía divertirse con Barry.

Sin embargo, al terminar la fiesta, Sally vino a mi lado y partimos juntos. En el viaje de regreso de Carrasco a Montevideo, busqué temas de conversación, pero permanecimos en silencio. Yo sentía la misma tensión de hace años, cuando en la Custodia nos besuqueábamos con las hijas de los vecinos. En el preciso momento en que uno salía del cuarto con una de las niñas, se producía un silencio horrible. Recuerdo que me sentía como si estuviera atravesando un bosque durante la estación del deshielo y el sonido del hielo al fundirse tuviera la serenidad de un propósito previsor.

Apenas detuve el coche frente a su casa, me dijo: «Conduce alrededor de la manzana».

Obedecí. Los Porringer viven en una casita de estuco en una de esas calles de viviendas a medias desmoronadas, habitadas por familias de ingresos medios, y horizontes medios, en una zona anónima detrás del Palacio de la Legislatura. Incluso en verano las calles están relativamente desiertas; la manzana de atrás de su casa se caracteriza por tener varios terrenos baldíos. Aparcamos, y ella esperó, y yo no hice nada. Entonces ella echó el seguro a las puertas y elevó las lunas. Yo seguí sin moverme. Creo que me latía el corazón tan fuerte que era imposible que ella no lo oyese. En realidad, no quería hacerle el amor, y menos aún ponerle los cuernos a Sherman Porringer, aunque allá abajo algo se erguía, sucio y pujante. Luego ella dijo:

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Sí —respondí.

—¿Eres marica?

—No —dije.

—Entonces, ¿por qué no me besas?

—No lo sé.

—Demuéstrame que no eres marica.

—¿Por qué crees que podría serlo?

—Hablas de una manera tan afectada... Sherman dice que eres un niño pijo.

Ataqué. Ella se encendió como un petardo. Te confieso, Kittredge, que no sabía que las mujeres pudieran ser tan apasionadas.

La última oración traicionaba lo que yo sospechaba desde el principio: que no iba a llegar a ninguna conclusión. Los detalles carnales no eran para ser puestos en una carta. De modo que me eché hacia atrás en la silla, observé por la ventana de mi hotel el adusto edificio de la acera de enfrente, y recordé cómo sus labios habían besado los míos igual que si nuestras bocas combatieran entre sí. Sus manos, libres de toda posible turbación, se ocuparon de los botones de mi bragueta. Sus senos, que ella liberó del sostén, me cubrían la boca cada vez que ella necesitaba levantar la cabeza para respirar. Luego, para mi espanto, como si una larga sarta de municiones subterráneas, ocultas en el campo sexual de mis fantasías fuera detonada a la vez, ella se retorció, veloz como un gato, se inclinó, rodeó con la boca la proa de mi falo (que en ese momento no sólo me parecía de una dimensión mayor a lo que podía recordar, sino merecedor de recibir el nombre de falo) y procedió a succionar con poderosas embestidas el monstruoso barreno de diez, quince, veinte centímetros en que ella me había transformado. Después, en medio de las eyaculaciones más extremas de mi carga explosiva, ahondó la herida al meterme el dedo en el ano sin ninguna advertencia. Era evidente que yo acababa de disfrutar de un buen polvo estilo Oklahoma, y eso que aún no habíamos mantenido un verdadero contacto sexual.

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