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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (69 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Por ejemplo: el Palacio Legislativo. Durante la semana todos los actos de gobierno tienen lugar allí. Es tan grande como una estación de ferrocarril y parece un cruce entre Versalles y el Partenón, pero sin embargo frente a esta enorme tarta de bodas, en la desembocadura de la magnífica y vacía Avenida del Libertador General Lavalleja, se yergue un policía ataviado con el sombrero y la capa de un policía parisiense. Pasa un ciclista. Es domingo, pero ¡aun así! En una de las calles laterales del edificio, un hombre pequeño y regordete, vestido con un mono azul de obrero, entretiene a unos chicos haciendo una especie de malabarismos increíbles con una pelota de fútbol. Todo parece medieval. En la calle siguiente hay un mendigo sentado sobre un cajón; tiene el pie hinchado y lo ha extendido delante de él.

Ahora, por supuesto, hay toda clase de bullicio en algunas partes de la ciudad. Las tiendas tienen nombres como Lola y Marbella, y sólo venden ropa. Este sábado hay hordas de compradores de aspecto materialista. Las reses cuelgan en las carnicerías, terriblemente sanguinolentas. De hecho, se come tanta carne en este país (¡ciento veinte kilos per cápita!), que es posible oler grasa de barbacoa en todas las esquinas. El olor se mete en todo lo que uno come, pescado, pollo, huevos. Proviene de los grandes bovinos que galopan por las pampas. Pero no es este olor de las parrillas el elemento que encuentro único. Son las calles laterales. Montevideo es una ciudad que se desparrama, y las partes antiguas permanecen; sólo se les hace una suerte de refacción. La mayoría de los nativos no viven en la historia tal cual la conocemos nosotros. Cuando me marché de Washington, todo el mundo estaba preocupado por Hungría y Suez y la campaña presidencial. Ahora me siento alejado de los problemas del mundo. En Montevideo, todos los relojes públicos parecen haberse detenido. Siempre es las nueve o las dos y media o las cinco y veinte en diferentes partes de la ciudad. Evidentemente, en Uruguay nunca sucederá nada en la escala de la historia mundial. Supongo que el truco consiste en saber cómo vivir por vivir.

Los coches, por ejemplo. Aquí los aman. Se ven vehículos viejos de todas las marcas, algunos de más de veinte años. Continuamente los emparchan y los vuelven a pintar. Creo que los dueños no tienen dinero para comprar toda la pintura de una sola vez, de modo que empiezan con medio litro y cubren primero las partes más oxidadas con el primer pigmento que encuentran, que por lo general alcanza nada más que para media puerta. Después, un mes más tarde, cubren otras partes oxidadas. Si no pueden encontrar la primera lata de pintura, usan otro color. Al cabo de un tiempo, los coches parecen polichinelas de vanos colores. ¡Cuánta vitalidad! Debo decir que se pavonean como toros campeones en una feria.

En muchos vecindarios, sin embargo, las calles son pacíficas y fantasmales. La otra parte del mundo podrá avanzar vertiginosamente, pero no en una pobre manzana de casuchas destartaladas donde el único vehículo que se ve es un viejo Chevrolet color oliva pardusco, con brillantes manchones amarillos y naranjas. Es tanto el silencio, que me siento como si se estuviera en un bosque. No muy lejos hay un muchacho con un suéter amarillo, del mismo tono de los manchones amarillos del viejo coche oliva pardusco. Otro automóvil viejo, en otra calle vieja, está alzado sobre un gato por la parte delantera, con el capó tan abierto que parece un pato graznando. Lo han pintado de un azul sucio, brillante. En un viejo balcón han puesto ropa a secar. Te aseguro, Kittredge, que una de las camisas tiene el mismo tono azul sucio del coche.

Creo que cuando un país permanece protegido de las tormentas de la historia, los fenómenos más pequeños adquieren prominencia. En una pradera de Maine, protegida de los vientos, las flores silvestres surgen en los lugares más extraños, como si su único propósito fuera deleitar los ojos. Aquí, a todo lo largo de un edificio bajo, común y corriente, del siglo XIX, veo una paleta continua de piedra y estuco: marrón y marrón grisáceo, aguamarina, gris oliva y mandarina. Luego, lavanda. Tres piedras fundamentales, en tonos rosados. Así como los coches reflejan los sedimentos de antiguas latas de pintura, bajo el omnipresente hollín ciudadano está este otro despliegue más sutil. Empiezo a sospechar que esta gente mira sus calles con un ojo interior; si han pintado un letrero de verde musgo, entonces allí, en el extremo de la calle, alguien decide pintar una puerta con el mismo tono de verde. El tiempo y la suciedad, la humedad y el yeso descascarillado contribuyen a dar colorido a la vista. Las viejas puertas empalidecen hasta que ya no es posible determinar si el original era azul o verde o de algún misterioso tono de gris que reflejaba la luz del follaje de la primavera. Recuerda que aquí, en el hemisferio Sur, octubre es como nuestro abril.

En la Ciudad Vieja, en una calle que baja hasta el borde del agua, la playa, gris como la arcilla, está desierta. Al fondo, se ve una plaza vacía con una columna solitaria que se recorta contra el mar. ¿Podrán haber seleccionado el lugar para demostrar que De Chirico sabe pintar? En estos paisaje desolados, a menudo se ve una figura solitaria vestida de luto.

La Ciudad Vieja, y la no tan vieja, y la ciudad que han levantado en estos últimos cincuenta años, se van desmoronando poco a poco. ¡Cuántos sueños habrá inspirado la construcción de todas estas volutas y espirales y ventanales! En las calles comerciales hay fachadas con intercolumnios y balcones de hierro forjado, ventanales redondos, ovalados, ojivales, ventanales góticos y
art nouveau
, y techados con balaustradas y frontones rotos. Hay portales de hierro que se inclinan en distintas etapas de decadencia, puertas viejas que han perdido pedazos de molduras, y ropa puesta a secar que cuelga en las aberturas de espléndidos ventanales.

Kittredge, perdóname por darte tantos detalles después de sólo unos pocos días, pero, ¿sabes?, nunca tuve oportunidad de disfrutar de Berlín, o tan siquiera de contemplarla. Sé que esperabas un poco más de sustancia, pero una regla para seguir en estos casos es asegurarse de que la manera de enviar la correspondencia realmente funcione.

Devotamente tuyo,

No recibí respuesta durante dos semanas. Luego llegó una breve nota. «Ahórrate lo sublime. Envía lo sustancioso. K.»

2

Me sentí herido. No contesté. Como había previsto, las dos semanas siguientes hubo mucho trabajo en la Embajada, y el único cambio en mi vida personal durante este período fue trasladarme con mis dos maletas del hotel Victoria Plaza al Cervantes, mucho más económico y ubicado junto a una pensión de mala muerte. A primera hora de la mañana se oía el ruido de botellas que se rompían. Entonces llegó una segunda nota de Kittredge.

13 de noviembre de 1956

Querido Harry: perdóname por todo. Hay días en que me siento como Catalina de Rusia. Pobre Hugh. Pobre Herrick. Todo por culpa del impaciente hijo que llevo. Un espíritu imperioso habitará entre nosotros dentro de poco. Entretanto, debo decirte que al releer tu carta, tu danza de las latas de pintura de medio litro me pareció divertida. ¿Me comprarás uno de esos coches de colores alegres para Navidad? Te echamos mucho de menos; Hugh sin darse cuenta, yo por los dos. Hay un espíritu querido entre los ausentes. No dejes de escribirme una bella carta llena de sustancia. Con detalles de lo aburrido de cada día, si quieres.

Tu número uno.

P. D. El envío de la correspondencia funciona a las mil maravillas en esta parte del mundo. Supongo que será lo mismo en la tuya.

16 de noviembre de 1956 Mi querida Catalina de todas las Rusias:

¡Prefiero mil veces los besos al
knut
! Como preguntas acerca de mi día de trabajo, paso a relatártelo. Ésta es una estación desdichada, lo cual se debe a que estamos esperando a que llegue E. Howard Hunt. El actual jefe de estación, Minot Mayhew, es un viejo funcionario del Servicio Exterior con muchísima antigüedad, de modo que pudo ingresar en la Agencia en 1947 como jefe de estación. Desde entonces ha actuado como tal en Bolivia y Paraguay. Ahora Mayhew espera la jubilación, de modo que no hace nada. No hay reuniones sociales. El trabajo es escaso. Entra a las nueve, con los demás, y a las diez va a ver a los agentes de Bolsa. Sin embargo, todos están de acuerdo en que hay en su trabajo un aspecto destacable: mantiene excelentes relaciones con el embajador. He oído historias espeluznantes, y estoy seguro de que tú también, acerca de lo horrible que es la situación cuando el embajador no se lleva bien con el jefe de estación. Aquí, gracias a Mayhew, nos dejan en paz en nuestra sección del ala del primer piso. El embajador, Jefferson Patterson, entiende español, pero lo habla con dificultad, de modo que Mayhew, cuyo cargo tapadera es de primer secretario, hace parte del trabajo del embajador con los funcionarios uruguayos. Además, Mayhew ha ayudado a un club católico de fútbol de Montevideo trayendo equipamiento por correo diplomático. Aparte de eso, es un cero a la izquierda. Quien da las directivas es el subjefe de estación, un ex teniente de la Marina de la Segunda Guerra Mundial, de cuello de toro, llamado Augustus
Gus
Sonderstrom. Augustus debe de haber sido un tipo muy duro en el pasado, pero ahora, si bien no se ha echado totalmente a perder, tiene una gran panza de tanto beber cerveza. Dedica todas sus energías al golf, pero saca provecho de ello. Se lleva al club de campo a nuestro oficial de Operaciones o al oficial de Comunicaciones para jugar en equipo con funcionarios del gobierno local y hombres de negocios. Eso crea un ambiente propicio para recibir favores. Aun cuando los rusos han introducido en el KGB un nuevo tipo de oficial llamado «chico alegre» (usa trajes londinenses en lugar del característico saco de arpillera ruso), todavía no son competitivos en golf o tenis. De modo que los contactos sociales de Gus Sonderstrom con los oficiales golfistas nos permiten anotarnos unos buenos tantos. Por otra parte, necesitamos toda la ayuda posible. El presidente del gobierno uruguayo, Luis Batlle, pertenece al Partido Colorado, que ha venido ganando todas las elecciones durante los últimos cien años. Es de orientación socialista, y no hace más que gastar y gastar. Uruguay es un verdadero Estado de bienestar, lo que puede ser la razón de su pacifismo y desmoronamiento. Este Luís Batlle es antiestadounidense y actualmente está a punto de celebrar un tratado con la URSS para exportar ganado y cuero.

Me explicaron todo esto en mi segundo día de trabajo real en la Embajada que, por cierto, es una espléndida mansión blanca de dos plantas. Probablemente anterior a la Segunda Guerra, tiene un porche con columnas de madera pintadas de blanco, y está situada nada menos que en la avenida Lord Ponsonby, junto a un parque tan maravillosamente trazado que sólo podría haber sido diseñado por un jardinero paisajista parisiense, alrededor de 1900. Puedo asegurarte que en esta parte de Montevideo nada se desmorona. Nuestra Embajada es inmaculada, como un uniforme naval. En nuestra entrevista, Sonderstrom quiso saber cómo juego al tenis. Al parecer, necesitamos otro buen jugador para las intrigas del club de campo. Gus me preguntó si había traído una raqueta.

Bien, cuando mi padre se enteró de mi traslado a Uruguay, me envió una advertencia en una de sus infrecuentes cartas: ¡debía evitar el circuito de tenis y golf! La idea, según Cal, es que los oficiales jóvenes que pasan el tiempo de esta manera deben poseer un control total sobre la técnica. Si juegas contra un diplomático extranjero, debes dejar que Su Excelencia gane el set, pero si juegas con tu jefe un partido de dobles contra la pareja del Departamento de Estado, por nada del mundo puedes dejar mal parada a la Agencia. «En mi opinión, hijo mío —me decía Cal—, tú no posees esa maestría necesaria. Me gusta tu servicio (cuando entra es extraordinario), y tu saque sobre la cabeza, pero tu revés no es digno de un oponente que sepa cómo contrarrestarlo. De modo que no te acerques al tenis.» Consciente de que mi padre estaba en lo cierto, argumenté que ni siquiera sabía sostener una raqueta. Cuando pasó al golf, dije:

—Señor, la primera vez que pisé un campo de golf, hice un primer hoyo en cinco.

—Fantástico —dijo Sonderstrom—. Sí, señor, y un segundo en trece y un tercero en quince. Para entonces, ya había perdido todas las pelotas.

En realidad, no soy tan malo, pero no se lo iba a decir.

—¿En qué deportes eres bueno? —preguntó Sonderstrom.

Le dije que me atraía boxear y escalar rocas. Eso bastó. Gus gruñó y me dijo que en Uruguay no había muchas rocas. Con respecto al boxeo, mejor sería que no lo practicase en los bares. Me di cuenta de que obligaría a jugar más a los oficiales que tenía disponibles en ese momento, y dejaría que yo me encargase del exceso de trabajo de escritorio. Por otra parte, como ante sus ojos yo soy ahora un boxeador, se cuidará de mostrarse sarcástico conmigo. Realmente, está fuera de forma.

Supongo que una de las consecuencias de no jugar al golf ni al tenis es tener que recibir una tarea nocturna de uno de los oficiales de Operaciones. (¡Sí, juega al tenis!) Quizá no sea más que el trabajo que siempre le pasan al último en llegar. Lo realmente irónico, es que se trata del tipo de tarea que más me gusta, porque, en parte, se parece a una aventura de capa y espada, aunque no quiero que te engañes. Sólo es una noche a la semana, y no podría ser más atípica de la manera en que paso el resto de mi tiempo de trabajo.

Esta modesta operación, AV/ALANCHA, involucra a siete adolescentes de una pandilla local de más o menos decentes jóvenes católicos de derechas. Lo hacen por la satisfacción ideológica, la excitación y, por cierto, el dinero. A cada uno le pagamos el equivalente de diez dólares por noche. Su tarea es salir una vez a la semana, protegidos por la oscuridad, estropear los carteles comunistas y pintar nuestros eslóganes, es decir, los de su partido católico, encima de los eslóganes de los Rojos. Algunas veces, cuando las pandillas comunistas estropean nuestros carteles, pegamos otros nuevos. Confieso que me gusta la acción, y me caen simpáticos los muchachos, aunque debo admitir que anduve por la calle con AV/ALANCHA sólo una vez, y eso porque pude convencer a Sonderstrom de que era parte de mi deber formarme una idea general de la operación. De hecho, la participación activa se considera demasiado arriesgada para la Agencia, pues nuestros siete muchachos de AV/ALANCHA topan de tanto en tanto con alguna pandilla de los MR O, tipos verdaderamente recios, de ultraizquierda, que creen en la insurrección armada. No sólo se producen riñas callejeras, sino que además hay arrestos. Si en una ocasión de ésas me llegara a llevar la Policía, podría caer en manos equivocadas. Al parecer, los
flics
de Montevideo provienen de distintos sectores políticos, derecha o izquierda. Depende de la comisaría. (Después de todo, estamos en América del Sur.) Sonderstrom me permitió establecer mis credenciales con estos chicos una sola vez, pero luego me prohibió volver a salir con ellos. «No pude dormirme hasta que regresaste», me dijo Gus al día siguiente. Volví a las cinco de la mañana y, siguiendo sus instrucciones, lo llamé a su casa; se mostró aliviado al oír que no tenía nada irregular que informar. Aun así, la tensión subsiste. ¡Imagínate! Recorrer las calles a las dos de la madrugada en un viejo camión, y trabajar a la luz de una linterna mientras se ve pasar ocasionalmente a algún vagabundo o a algún borracho. ¿Serán espías de los Rojos? Estábamos borroneando los carteles del PCU (Partido Comunista del Uruguay), y eso nos llevó a vecindarios de obreros. A las dos de la madrugada, esos barrios son tan silenciosos como cementerios. Me recordó los tiempos en que era un adolescente, cuando la adrenalina palpita en las piernas como la primera vez que se prueba el alcohol.

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