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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (67 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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El público rió, aunque era evidente que se sentían incómodos. Todo sucedía demasiado rápido, y la voz de Bruce era áspera. Dos mujeres se pusieron de pie y se fueron. Un hombre las siguió.

—Señor —dijo Lenny Bruce—, cuando vuelva del lavabo, no se olvide de darle una propina al
shvartzer
. Para que sepa que no tiene el puño apretado. —Se oyó un portazo—. Un artista de la paja.

El hombre salió del club con un coro de risas detrás de él.

—¿Sabéis?, pienso mucho acerca de este asunto de los mandamientos. La hostia y el vino. Van juntos, como el jamón y los huevos. Me pongo a pensar. ¿Funcionaría si sustituimos uno de los ingredientes? Dame un poco de ese pastel, tío, esta carne no sabe a nada. O sírveme un poco de café caliente. No puedo beber vino. Soy de Alcohólicos Anónimos. —Sacudió la cabeza—. Y ya que estamos en el tema, vamos a la Gran Mentira. ¡Cómo! ¿Nunca
shtupeaste
con un tío?¿Vamos, María, ¿ni con un solo padrillo? ¿No te ha entrado ni una miserable gotita? ¿Cómo lo llamas? ¿Inmaculada concepción? Basta de mentiras, María. No soy ciego ni sordomudo. No creo esas historias ridículas.

Kittredge se puso de pie. Dio un paso hacia el estrado pero Hugh me hizo una seña, y entre los dos la escoltamos hasta la salida.

—Vuelva, señora —gritó Lenny—, o se perderá la circuncisión.

Hugh se volvió.

—¡Despreciable! —exclamó, y salimos.

Kittredge estaba llorando. Después se echó a reír. Por primera vez tomé conciencia del tamaño de su barriga.

—Te odio, Hugh —dijo — . Le iba a dar una bofetada en su inmunda boca.

Volvimos a la casa del canal en silencio. Una vez dentro, Kittredge se sentó en una silla y se cubrió el vientre con las dos manos. Las dos manchas rojas seguían aún en sus mejillas.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Hugh.

—Nunca he sentido tanta furia. Espero no habérsela transmitido al bebé.

—Imposible saberlo —dijo Hugh.

—¿Por qué no me dejaste que le pegara?

—No quería que saliéramos en los diarios.

—Me habría importado poco.

—Te habría importado si hubieses visto lo que son capaces de hacer con algo así.

Ella guardó silencio.

—Los periodistas —dijo Hugh— son cerdos. Había varios rindiendo homenaje a tu genio cómico.

—¿Cómo sabes que eran periodistas? —preguntó Kittredge.

—A algunas personas se las reconoce por su aspecto. Te diré que se está gestando una cultura abominable. Y el señor Lenny Bruce es su pequeño virus.

—Deberías haberme dejado que le pegara.

—Kittredge —dijo Montague—, intento mantener el mundo unido, no ayudar a dividirlo.

—¿Sabes? —dijo Kittredge—, creo que si hubiese sacudido a ese horrible tipejo con mi bolso, habría puesto algo de vuelta en su lugar. No me sentía tan mal desde este verano, cuando apareció ese maldito fantasma.

—¿Qué? —pregunté — . ¿Qué fantasma? ¿En la Custodia?

—Sí, allí —dijo ella—. Algo. Sé que quería molestar a mi bebé.

—Harry, ¿has oído alguna vez decir que ha habido visitantes en la isla? —me preguntó de pronto Hugh.

—Bien, he oído hablar de una especie de fantasma, un viejo pirata llamado Augustus Farr, pero solíamos reírnos de eso. Hadlock, el padre de mi primo Colton Shaler Hubbard, nos dijo que la criatura entró en hibernación hace unos cien años.

Había intentado que resultara cómico, pero cuando Kittredge habló, el tono de su voz resultó involuntariamente tembloroso.

—Augustus Farr —repitió—. El nombre perfecto para mi espantosa noche.

Yo estaba pensando en el doctor Gardiner y sus malditos dramas isabelinos. Eso probablemente había bastado para despertar a algún pobre espectro.

—No me importa si emborracho al bebé —dijo Kittredge—, pero tomaré una copa. Necesito librarme del señor Bruce.

6

Diez días después viajé a Uruguay en un Douglas Super-6 de Pan American, un cuatrimotor que partió de Nueva York media hora antes del mediodía, llegó a Caracas al atardecer, y a Río de Janeiro a la mañana siguiente. No aterrizamos en Montevideo hasta media tarde. Durante el vuelo nocturno, pasé el tiempo pensando en los temas desarrollados por Harlot. Empezaba a creer que los largos vuelos nocturnos eran los más apropiados para repasar sus preceptos.

Mi último Jueves había sido Bajo, pero Montague escogió ese día para ofrecernos su atesorada conferencia sobre Feliks Edmundovich Dzerzhinsky. Hacia el final dijo algunas cosas que tuve presentes durante mucho tiempo después. Permítanme ofrecerles, pues, parte del que fue el último Jueves de Harlot de que habría de disfrutar en años.

Quizá como pago a la acritud que había demostrado el último Alto Jueves, el señor Dulles transgredió la costumbre y nos ofreció unas palabras introductorias.

—Lo que oiréis hoy —anunció— es algo delicado, pero de valor incalculable. Desde Marx en adelante, los marxistas no otorgan demasiado crédito al individuo como factor vital en la construcción de la historia. Sin embargo, el aspecto divertido de su marxismo, si me permitís que aplique este término a una filosofía tan abrumadora y desagradable, es que los comunistas siempre están equivocados en el momento crítico. Cuando debemos escuchar a un tenor terriblemente vanidoso que nunca alcanza la nota más alta, después de un tiempo aprendemos a apreciarlo. Su misma falta de habilidad se convierte en un placer esperado. Lo mismo sucede con Marx y los comunistas. El infalible Karl se equivocó al predecir que la revolución llegaría primero a las naciones industriales más avanzadas, y volvió a equivocarse cuando las contradicciones del capitalismo no resultaron ser fatales. Marx no logró ver que la empresa comercial debe ser considerada a la luz de su nombre: empresa. Comercial no es más que un calificativo. Eso es porque la empresa libre pone al empresario en una posición de peligro. No sólo arriesga la sustancia económica sino, lo que es más importante, su propio valor moral. Dadas las tentaciones de la codicia, el capitalista debe arriesgarse, y escoger entre el cielo y el infierno. ¡Ésa es la suerte de la empresa! Marx, desdeñoso de la ética judeocristiana, fue insensible a la importancia de la conciencia individual. Su verdadero deseo era extirpar al individuo de la historia, y sustituirlo por fuerzas impersonales. Se requirió el genio maligno de Lenin, el comunista más empecinado que encontramos en este siglo, para demostrar que Marx estaba equivocado, ya que no podría haber habido una revolución bolchevique en 1917 sin ese individuo apellidado Lenin.

»Poco después otro artista malvado siguió sus pasos. En el medio de una gran plaza de Moscú se levanta la estatua de Feliks Edmundovich Dzerzhinsky. Se sostiene sobre sus delgadas piernas justo frente a la Lubyanka. La plaza lleva su nombre. ¡Cuán apropiado! Fundador de la Cheka, Feliks Dzerzhinsky es también el padrino intelectual del KGB. El reputado talento para el espionaje que poseen los soviéticos, recibe de él su inspiración. Coincido con Hugh Montague. Dzerzhinsky no es sólo el primer genio de nuestra profesión sino que, como Lenin, está allí para recordarnos que el elemento más poderoso para el cambio histórico sigue siendo un gran hombre inspirado, sea bueno o malo. Mi querido colega Montague, que es muy inteligente, hablará hoy acerca de este hombre, este genio de nuestra profesión. Yo oí la misma conferencia el año pasado, y puedo aseguraros que disfruté tanto de ella, que he vuelto. Hugh, tu turno.

—Gracias —dijo Harlot.

Hizo una pausa para captar nuestra atención.

—La vida de Dzerzhinsky cubre una variada gama de experiencias. Hijo de un noble polaco, en el período anterior a la Revolución se convirtió en un líder bolchevique. En consecuencia, pasó once años en las minas de Siberia como prisionero político del zar, y salió de ellas con una tos tuberculosa. Susurraba, en vez de hablar. Pensaba que no viviría mucho. Quizá por esta razón no conocía el miedo, y durante el caos de 1917 y 1918, Lenin lo eligió para que crease una fuerza de seguridad interna, la Cheka. Durante la guerra civil que siguió a la revolución bolchevique, Dzerzhinsky desató el primer terror soviético. Por principio, la Cheka mataba a diez personas inocentes antes de permitir que escapara un solo culpable.

»Tales proezas son propias del matadero. La verdadera vocación de Dzerzhinsky, el contraespionaje, sólo se desarrolló después de que los rojos ganaran la guerra civil. En 1921, el gobierno soviético intentaba gobernar una nación tremendamente atrasada, desquiciada por la guerra, mutilada, aniquilada a medias. Un tumultuoso desorden fue la herencia que dejó la victoria de Lenin. Para poder gobernar, los rojos se veían obligados a emplear a muchos funcionarios que habían sido zaristas. Eran los únicos con experiencia suficiente para cubrir los puestos administrativos. Esto significaba que los rusos blancos emigrados no tenían dificultad para colocar a sus espías en todos los ministerios rojos. De hecho, no era ni siquiera factible que Dzerzhinsky lograra extirparlos. La maquinaria del gobierno se paralizaría. De modo que siguieron en su lugar: ex funcionarios zaristas que fingían ser rojos, pero que por dentro seguían siendo blancos.

»
Rediski
(que quiere decir rábanos) fue el término empleado para denominar a estas nobles personas dedicadas a reinstaurar al zar.
Rediski
y
chekisti
compartían las oficinas, sentados el uno junto al otro, separados por una papelera. ¿Qué hacer? Los británicos y los franceses financiaban a los
rediski
más peligrosos.

«Dzerzhinsky concibe entonces un plan incalculablemente ambicioso. Cierta noche detiene a Alexander Yakovlev, uno de los líderes más prominentes del círculo monárquico, un aristócrata ruso carismático, culto, refinado. Yakovlev es un liberal, un demócrata constitucionalista. Feliks no sólo lo arresta sin causar revuelo, sino que habla con él en secreto. Después de una noche de conversación intensa, Yakovlev acepta trabajar para Dzerzhinsky.

Harlot levantó la mano.

—No conocemos los detalles íntimos de lo sucedido en esa ocasión trascendente. Sólo poseemos las migajas de información que los historiadores soviéticos luego brindarían al mundo. Según la versión soviética (que, debo admitir, tiene su propia lógica interna), Dzerzhinsky apeló al patriotismo de Yakovlev. Dado que un buen número de los colegas conspiradores de Yakovlev eran abiertamente fanáticos, e intentaban organizar un golpe de Estado de derechas, el baño de sangre resultante podía llegar a ser aún más catastrófico que la guerra civil. La víctima sería la propia Rusia. ¿No era más prudente intentar un golpe de Estado pacífico? El resultado sería una monarquía constitucional benévola. «Trabajemos juntos —dijo Dzerzhinsky—, para derribar el comunismo. Nuestro objetivo común será salvar a los buenos
rediski
y eliminar a los malos. Los cuadros en quienes confías, Yakovlev, serán promovidos. Puedes formar tu propio directorio y tenerlo listo para hacerse cargo.»

»Por supuesto —continuó Harlot—, Dzerzhinsky le aclaró muy bien a Yakovlev que tendría que llevar a cabo tareas críticas. Por ejemplo, tendría que convencer al servicio secreto británico de que redujera el alcance de sus actos de sabotaje. De lo contrario, las fuerzas más punitivas de la Cheka, que Dzerzhinsky intentaba refrenar, incrementarían su poder y reprimirían a los
rediski
sin miramientos.

«Yakovlev muy bien pudo haber preguntado: "¿Qué puedo hacer para convencer a los británicos? ¿Qué debo decirles a los grupos de emigrados? Son tremendamente suspicaces".

«Supongo que la respuesta de Dzerzhinsky fue ésta:

»—Tú, Yakovlev, tienes una ventaja formidable; puedes presentarte ante ellos como el hombre que logró penetrar en la Cheka.

»—Sí, pero ¿cómo lo pruebo?

»—Lo probarás suministrando a los británicos información precisa del más alto valor. Será precisa porque yo, Dzerzhinsky, la prepararé.

»Y así nació el contraespionaje en su forma moderna —dijo Harlot— Estos dos hombres hicieron un pacto. Yakovlev formó una organización de Inteligencia con los
rediski
en quienes confiaba. De hecho, la llamó
Trust
, Confianza. Al año, el Trust había obtenido la colaboración de los Aliados y de la mayor parte de los grupos de emigrados. Agentes extranjeros ingresaban en el país bajo los auspicios del Trust, hacían su trabajo y se marchaban. Naturalmente, Yakovlev topó con escépticos en Europa Occidental, pero el tamaño de su operación era descomunal. Agentes británicos recorrían la Unión Soviética en giras secretas. Se organizaban servicios religiosos clandestinos para los emigrados más distinguidos. (No es necesario aclarar que los sacerdotes ortodoxos que oficiaban los servicios eran miembros de la Cheka.) Durante los cinco años siguientes, la Cheka trabajó bajo la fachada del Trust de Yakovlev, logrando de este modo controlar todos los movimientos importantes hechos por el enemigo. Los agentes emigrados ingresaban en Rusia y se embarcaban en operaciones que Dzerzhinsky diseñaba sutilmente para que no resultaran efectivas. Probablemente se trata de la más importante neutralización de un enemigo de la historia del contraespionaje.

Rosen lo interrumpió.

—Estoy confundido —dijo—. Hasta la semana pasada, tenía entendido que las grandes operaciones son asuntos mal llevados que dependen, para su éxito, de circunstancias fortuitas. Sin embargo, nos está usted hablando en términos elogiosos de una operación a gran escala. ¿Lo hace porque ésta funcionó?

—En parte, mi respuesta es sí —dijo Harlot—. Funcionó. De modo que la respetamos. Pero reconocemos la diferencia. Esta operación descansaba sobre una gran mentira orquestada por su creador. Si bien la posibilidad de error y de traición era enorme, y durante esos años debe de haber habido un buen número de deserciones de personal inferior, el genio de Dzerzhinsky para los detalles era tal, que todas las traiciones fueron neutralizadas con intrincados contraataques. La belleza de esta operación pone un foco critico sobre otras concebidas de manera poco brillante y continuadas de manera mucho menos elegante todavía.

—Sí, señor.

—Para nuestro propósito, sin embargo, haré hincapié en esa primera noche en que los dos conversaron. ¿Qué acordaron Dzerzhinsky y Yakovlev? Sabemos que de esa base se desprendió todo lo demás. ¿Aceptó la oferta Yakovlev con la intención de huir apenas se presentase la ocasión, o quería seriamente convertirse en el primer ministro de Rusia? ¿Creyó realmente que Dzerzhinsky estaba de su lado? ¿Cómo fueron variando sus emociones durante esos años de colaboración? Obviamente, el carácter de Yakovlev tuvo que cambiar. Lo mismo que el de Dzerzhinsky.

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