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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (66 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Venga ya, Hugh —dijo Dulles—, no se trata de algo tan malo.

—Bien, señor, lo es desde mi punto de vista.

—Querido Hugh —dijo Dulles—. ¿Sabes? Yo prefiero ver el lado bueno. Hemos recibido buena prensa, tanto en diarios como en revistas.
Time
lo llamó «El túnel de la maravilla». Un columnista del
Washington Post
lo calificó como «El túnel del amor».

Algunos de los invitados se echaron a reír. Dulles se le unió. Durante esa pausa, buscó un recorte en el bolsillo superior de su chaqueta.

—Permitidme ofreceros un ejemplo —dijo— del
New York Herald Tribune
. Esta mañana, casualmente, le leí un fragmento al Presidente. «
Se trata de una empresa de extraordinaria audacia. Si fue construida por las fuerzas de la Inteligencia estadounidense, y tal es la suposición general
—nuestro Director esperó a que terminaran las carcajadas que festejaban la ocurrencia—,
este túnel es un ejemplo notable de la capacidad de realizar empresas de gran osadía. Pocas veces se ha ejecutado una operación más hábil y difícil.
»

Guardó el recorte en medio de comentarios de aprobación.

—¿Cuál es el balance que nos deja el túnel? —preguntó Dulles a continuación—. Un caudal enorme de información, terribles dolores de cabeza. Nuestra tarea, la tarea de la sospecha, prosigue como de costumbre. Aun así, para los alemanes, tanto del Este como del Oeste, hemos obtenido una victoria aplastante. Estamos librando una batalla para ganarnos el corazón de los europeos, Hugh, y lo real es que todos los habitantes de Alemania Oriental están encantados con nuestro túnel, incluso el oso ruso,
malgré lui
. La mitad de Berlín Este visita Altglienicke. Los soviéticos han tenido que instalar puestos de comida.

Ahora los magnates reaccionaron de un modo ambiguo, curioso por la desigualdad de su volumen. No todos encontraban divertida la posición de Dulles, aunque algunos no evitaban la risa. Los que asistíamos regularmente al seminario de los jueves no nos atrevíamos siquiera a sonreír. De hecho, algunos, incluido yo, nos sentíamos atónitos ante la falta de respeto. ¡Nos habíamos apuntado un tanto en Alemania Oriental!

Montague esperó a que cesara la risa.

—Allen —dijo—, frente a la victoria que describes, los que trabajamos en contraespionaje nos sentimos debidamente subordinados a la propaganda.

—Vamos, Hugh, vamos, me conoces mejor de lo que aparentas —dijo Dulles, haciendo un gesto amistoso con la mano.

Harlot prosiguió con su conferencia. Por mi parte, me puse a estudiar la división de actitudes en la sala. Las tareas asignadas a los oficiales más hostiles eran fácilmente deducibles por sus expresiones. Si bien eran más inteligentes que los instructores que habíamos tenido en la Granja, ellos, como Hunt, poseían esa brillante mirada paramilitar que muchas veces servía de sustituto a la inteligencia misma. Empecé a cuestionar su presencia en este Alto Jueves. ¿Por qué los habría invitado Dulles a la comida de Harlot esa noche? ¿Irían como amigos, o para estudiar a Hugh Montague, su futuro enemigo?

Unos días después, tuve el placer de comprobar que no estaba muy desacertado.

—Es una cuestión política —dijo Harlot—. Me temo que tu nuevo jefe de estación es uno de ellos. No debes permitir que te contagie con su patriotismo barato. Es tan malo como el cristianismo barato, y es un virus generalizado en la Compañía.

—Sí, señor —dije—. Me temo que le esperan días difíciles.

—Puedes estar seguro de que lo superaré.

—En lo referente al túnel, ¿estaba el señor Dulles de su lado, aunque sólo fuera un poco? —pregunté—. A mí no me lo pareció.

—Verás, a Allen le gustan las relaciones públicas. Llegará incluso a condecorar a Harvey. Pero, de hecho, lo del túnel lo tiene muy preocupado. ¿Y si fue uno de los nuestros el que entregó CATÉTER a los rusos?

—¿Un topo?

—Diablos, no. Algún responsable. Que lo hizo por razones altamente patrióticas.

—¿Lo dice en serio?

—¿Acaso no te das cuenta de lo que pienso? —respondió.

—Ya veo —dije — . Creo que recuerdo la conversación. El túnel nos hacía saber que los rusos eran más débiles de lo que pensábamos.

—Sí, exactamente. Prosigue.

—Pero una vez que se descubre lo del túnel, ese tipo de información está contaminada. La política militar no puede confiar en ella. Y eso, por cierto, no nos permite reducir nada. Debemos seguir armándonos igual que antes.

—Estás aprendiendo a pensar —dijo.

Sin embargo, pensamientos como ése lo mantenían a uno al borde del abismo.

—Esa premisa, al menos desde el punto de vista del señor Dulles, ¿no lo involucra a usted? —pregunté.

Fue el único momento en que pareció mirarme con afecto.

—Me gustas, muchacho. Estoy empezando a quererte. Allen, sí. Allen está terriblemente preocupado. Me debe una cantidad enorme de favores, pero ahora teme que yo pueda ser responsable de algo que, desde su punto de vista, nos mete en un callejón sin salida.

—¿Lo hizo usted?

Volvió el brillo a su mirada. Tuve la sensación de que nadie jamás llegaría a ver ese fulgor en sus ojos, a menos que hubiera subido con él hasta la cima del Annapurna.

—Mi querido Harry, yo no fui —dijo — , aunque confieso que me pareció tentador hacerlo. Habíamos avanzado hasta un punto demasiado peligroso con ese túnel.

—Bien, ¿qué lo detuvo?

—Como en una ocasión te dije, cuando se trata de la fe, lo simple subtiende a lo complejo. El patriotismo, el patriotismo noble y puro, implica una dedicación total al juramento que uno ha hecho. El patriotismo debe seguir siendo superior a la voluntad de cada uno. —Asintió—. Soy un soldado leal, de modo que resisto la tentación. Aun así, Allen no puede confiar plenamente en mí. Lo cual es correcto. Lógicamente, estaba preocupado. Por eso elegí hablar de Berlín frente a una audiencia tan poco propicia. De ser yo responsable, ¿por qué publicitar los terribles resultados? —Hizo una pausa, como si reflexionara en las burlas que había recibido—. Debo decir —continuó— que me sorprendió la importancia que están adquiriendo estos hombres de operaciones. Hay que sacarse el sombrero ante tu futuro jefe de estación. Sabe lo suficiente como para pavonearse. No obstante, consulté sus antecedentes. Es más un propagandista que un paramilitar. Ser jefe de estación significa un ascenso para él. Aunque hay que reconocer que, a pesar de las chorradas que dice, tiene agallas.

Tomamos un sorbo, fumamos nuestros Churchills. Durante toda esta conversación Kittredge, sentada detrás de él, no me sacaba los ojos de encima. De pronto, comenzó a hacer muecas. Yo no entendía cómo algo así podía proceder de un rostro tan delicado como el suyo. Ensanchaba la nariz y torcía la boca hasta parecer uno de esos demonios que acechan cuando cerramos los ojos y descorremos las cortinas del sueño. En ella, el embarazo actuaba como una fuerza considerable de desorganización.

—Sí —le dije a Harlot—, eso que dijo acerca del contraespionaje estuvo muy bien.

—Bien —dijo él con una sonrisa—, pues espera a que lleguemos a Dzerzhinsky.

5

Esa noche, después de la cena, fuimos a un club nocturno. Fue a sugerencia de Kittredge, y contra el deseo de Hugh, pero ella insistió. Con el embarazo se mostraba insistente. Había un animador llamado Lenny Bruce que actuaba en un nuevo bar y café llamado Mary Jane's, y ella quería verlo.

—¿Bar y café? —dijo Montague—. Debería bastar con llamarlo de una sola forma.

—Hugh, me da igual lo que sea. Quiero ir.

Una antigua compañera de habitación de la universidad le había descrito al comediante como «devastador». Kittredge sentía curiosidad por verlo.

—En los cuatro años que estuvimos en Radcliffe, jamás usó la palabra devastador.

—¿Por qué sé que esta noche no resultará? —preguntó Hugh.

La iluminación era excesiva, el sistema sonoro imperfecto. En lugar de escenario, había una pequeña plataforma pintada de negro. Las bebidas eran caras. Nos sentamos en sillas plegables. Recuerdo que Montague se quejó porque la consumición mínima era de dos dólares y cuando un scotch con soda salía a un dólar cincuenta.

—Indignante —declaró en voz alta.

Como llegamos antes de que comenzara la segunda función, tuvimos oportunidad de mirar a nuestro alrededor. Si bien la mayoría de las parejas en el local parecían ser empleados del gobierno, estimé que nadie debía de pertenecer a la Agencia. Al menos, si yo hubiese sido el oficial encargado de reclutarlos. Eran —y se me ocurrió una nueva palabra que empezaba a circular entonces— permisivos. Parecían compartir algún secreto furtivo.

Las luces se apagaron. Un reflector iluminó un micrófono y un atril contra un telón de fondo negro. Apareció un hombre delgado, de pelo corto rizado, vestido con un mono de tela tosca. De no ser por los ojos saltones y la cara pálida, se podría haber dicho que su aspecto era agradable. Los aplausos fueron fervorosos.

—Buenas noches —dijo—. Hermosos aplausos. Gracias. Os lo agradezco. ¿Lo hacéis porque mi primera función fue buena? Sí, supongo que la primera de esta noche estuvo bastante bien. Sí. Algunos de vosotros os habéis quedado para la segunda, ¿no? Sí, tú, allí —señaló a un hombre del público—, estuviste en la primera función, y tu chica también. —Ambos asintieron con vehemencia—. Y vosotros también —añadió, señalando a otra pareja—, y vosotros. Sí, veo que muchos decidisteis volver. —Se detuvo. Parecía bajo de forma, y sorprendentemente triste tratándose de un animador. Su voz era suave y sin matices — . Sí —dijo—, esa primera función fue magnífica. De hecho, como me digo a mí mismo, fue tan buena que por eso he vuelto.

Se detuvo y nos miró con rostro macilento. Del público surgió un grito sofocado, mezcla de deleite y de terror. Inesperadamente, Kittredge dejó escapar el más increíble sonido. Bien podría haber sido un caballo que acababa de ver a otro caballo trotando con un hombre muerto sobre la montura.

—Sí —continuó Lenny Bruce—, he venido y ahora no me siento muy inspirado. Ay, amigos, tengo que conseguir una segunda erección.

Nunca había oído risas semejantes en un club nocturno. Era como si todas las cañerías del edificio hubiesen estallado. La risa emanaba de la gente como serpientes, los sacudía, los hacía bramar, silbar, gritar. «¡Guau!», gritó una mujer.

—Sí —dijo Lenny Bruce—. Tengo que enfrentarme a ello. No es divertido conseguir una segunda erección. Os confesaré un secreto, chicas. Los hombres no siempre quieren una segunda vuelta. Sí, veo que algunos de los varones presentes me dan la razón. Gente sincera. Estáis de acuerdo. Es duro, ¿no? Quiero decir, enfrentémonos a los hechos: conseguir una segunda erección es una prueba para el ego.

Se armó un tremendo jaleo, seguido de aplausos. Me sentía enfervorizado. Ese hombre estaba hablando en público de temas acerca de los cuales yo no sabía demasiado. Sin embargo, aquella noche con Ingrid, ¿no me había sugerido ella que quería más? Volvió a mí el fuego y el hielo de ese cuarto de hotel en Berlín, y el horror de no poder huir de esa habitación alquilada. Ahora mismo no sabía si quería quedarme en el club. ¿Dónde podía terminar todo? Los ojos de Kittredge brillaban al reflejar la luz del reflector; la expresión de Harlot parecía pétrea. Y Lenny Bruce había superado su fatiga. Parecía estar ofreciendo una prueba fehaciente de que quien da vida a una audiencia, recibe vida a cambio.

—Sí — dijo, como si todos los presentes fueran amigos íntimos o consejeros muy queridos—, esa segunda vez es para la reputación de cada uno. Muchachas, observad muy bien a vuestro hombre la próxima vez que encuentre alguna excusa para negarse a una segunda vuelta. Demonios, seguro que mentirá. Os dirá cualquier cosa. «Querida, no puedo. Es a causa de la atebrina», os dirá. «¿La atebrina?», le preguntaréis vosotras. «Sí —os responderá él—, nos dieron atebrina en el Pacífico Sur para combatir la malaria, pero en el Ejército no nos dijeron nada. Decolora el semen. Y eso se nota cuando uno lo hace la segunda vez. ¡Semen amarillo! ¡Amarillo! ¡Parece pus!» Un tío es capaz de cualquier excusa con tal de evitar esa segunda vez. Cualquier cosa para que su mujer no lo conozca tal cual es. Creedme, ¿no se trata de eso, acaso? ¿De mentir a la esposa? ¿No es eso lo que quieren decir cuando hablan del matrimonio como sacramento? Nosotros sabemos la verdad. El matrimonio es un curso avanzado en el arte de la mentira, ¿correcto?

Harlot se metió la mano en el bolsillo para pagar la cuenta, y Kittredge le cogió el brazo. Se miraron a los ojos.

—No vamos a dar un espectáculo yéndonos —susurró.

—Quizá podamos llegar a un principio general, amigos —prosiguió Lenny Bruce—. Nunca le digáis la verdad a vuestras esposas. Los oídos de las mujeres no están hechos para saber la verdad. Ha sido demostrado biológicamente. Si lo hicierais, os matarían. De modo que limitaos a mentir. No importan las circunstancias. Supongamos que os habéis acostado por primera vez con una chica en vuestra propia casa, en vuestra propia cama, porque vuestra mujer pasará el día fuera, y le estáis dando a esta chica un buen
shtup
. De repente, ¿podéis creerlo?, entra vuestra mujer...

—¿Qué quiere decir esa palabra,
shtup
? —susurró Kittredge.

—Es yiddish —respondió Harlot.

—Ah —dijo Kittredge.

—Bien, ahí estáis, llenos de espuma, metiéndola con fuerza. De repente, ¡atrapados! En la cama que compartís con vuestra mujer. ¿Qué hacer? —Hizo una buena pausa—. Pues, negarlo.

Volvió a hacer una pausa para permitir las risas.

—Sí —dijo—, negarlo. Le contáis a vuestra mujer cualquier historia disparatada. Le decís que acabáis de llegar a casa y os habéis encontrado a esa muchacha desnuda en nuestra cama, cariño. Aquí estaba, temblando a causa de la malaria, cariño. Créeme, se estaba poniendo azul del frío. Se estaba muriendo. La única manera de salvarle la vida en esos casos es cubrirle el cuerpo desnudo con el cuerpo de uno. Es la única manera, querida, para hacer volver a un ser humano del escalofrío fatal. Sí, decidle cualquier cosa. Porque en el matrimonio hay que mentir.

—¿Sabes? —dijo Harlot con una voz clara, sin importarle quién podría oírlo—. Entiendo por primera vez a qué temía Joe McCarthy.

—Cállate —dijo Kittredge.

En sus mejillas surgieron pequeñas manchas rojas, ignoro si a causa de Harlot o del cómico.

—Por supuesto —dijo Lenny Bruce—, podéis argumentar que fueron los apóstoles quienes nos enseñaron a mentir. Ellos se pusieron de acuerdo para contar la historia de que Jesús les dio la hostia y el vino. «Comimos Su carne. Bebimos Su sangre. Sed buenos cristianos, ¿lo haréis?» —Lenny Bruce silbó—. En aquellos tiempos, ésas deben de haber sido palabras de peso. Aunque no supondréis que todo el mundo creía que fuesen verdad, ¿no? El primer tipo que las oyó debe de haber pensado: «¿Qué mierda están diciendo? ¿Comer su carne? ¿Beber su sangre? Vamos, hombre, ¡yo no soy un caníbal!».

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