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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (64 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—No me cansaré de repetir —dijo— la importancia que tiene este pago regular en efectivo. Sin embargo, no debe ser tan abultado como para que se note en una cuenta bancaria, o en la compra de una nueva casa. Pero será lo bastante generoso como para aliviar la ansiedad. Nuevamente deberemos depender del sentido común. Una posibilidad es fijar que los suplementos no superen la mitad del salario semanal del agente ni sean inferiores a un tercio. La regularidad del pago cumple en este caso la misma función que los encuentros formales en una relación amorosa. La histeria, siempre lista para encenderse, disminuye hasta cierto grado gracias a una actuación predecible de parte de ustedes. ¿Alguna pregunta?

Uno de los mormones levantó la mano.

—¿Puede permitirse que el agente sepa para quién trabaja?

—Nunca. En la medida de lo posible no debe enterarse de que es para la Compañía. Especialmente en el caso de los satélites orientales. La ansiedad del agente sería excesiva. Si se trata de un comunista checo, por ejemplo, es mejor que crea que está trabajando para los rusos. O si, como algunos eslovenos que conozco, es un anglófilo, se puede deslizar la idea de que los fondos provienen de MI6. Si le gusta verse como descendiente espiritual de Federico
el Grande
, sugieran el BND. ¿Preguntas?

—¿Y si el nuevo agente no quiere recibir dinero? —pregunté—. ¿Si odia tanto al comunismo que quiere luchar contra él? ¿No estamos abusando de su idealismo?

—En ese extraño caso, sí —contestó Harlot—. Pero un agente idealista puede durar poco, y luego volverse en contra de uno. Por eso la conexión financiera es más deseable que la idealista.

—Pero ¿no es el verdadero propósito del dinero —preguntó Rosen— mantener intimidado al agente? Tiene que firmar un recibo, ¿verdad?

—Absolutamente.

—Bien, pues entonces le hemos puesto los grilletes. Tenemos evidencia en su contra.

—El KGB utiliza esas tácticas. Nosotros preferimos no hacerlo —dijo Harlot—. Por supuesto, hay ocasiones en que un recibo firmado acentúa la situación. No obstante ello, el verdadero propósito del estipendio es conferir un sentido de participación, aun cuando el agente no sepa exactamente quiénes somos. Cuando se vive en el punto extremo de una red, nada es más crucial que sentir que se está solo. Repito: el dinero confirma, y he aquí nuestra paradoja, la virtud del vicio.

«Contemos nuestras ganancias. Como principales, han hecho favores, evitado trampas, hecho el pase, otorgado un estipendio regular al cliente y escondido la fuente de origen. Hasta ahí, todo perfecto. Sólo falta un paso fundamental. ¿Cuál puede ser?

—Hay que adiestrarlo —dijo uno de los alumnos—, ya saben, en el uso de armas, entrada ilegal, escondites, todo lo que es necesario aprender.

—No —dijo Harlot—, hay que mantener el adiestramiento en un nivel básico. No se trata de un oficial de Inteligencia, sino de un agente. Hay que usarlo como tal. Se le pedirá que saque documentos oficiales de su oficina. Se le enseñará a fotografiar documentos oficiales que no puede sacar de su despacho. Jamás hay que obligarlo, a menos que estemos desesperados por obtener algún material relativamente inaccesible. Ése es un uso peligroso de algo útil. Un buen agente termina por parecerse a un buen caballo de trabajo en una granja. No le enseñamos a galopar, sino a tirar de la carga. Regulamos su dieta. El fin que perseguimos es conseguir un agente de trabajo que nos ayude con la cosecha de un producto en una base regular, año tras año. Se trata de un ser servicial que no debe ser arriesgado por poco, y al que nunca hay que pedirle demasiado. Recuerden lo siguiente: la estabilidad del espionaje es el elemento que genera los buenos resultados. En lo posible, se debe evitar las crisis. Por lo tanto, caballeros, pregúntense: ¿cuál es el último paso que se debe tomar en la relación entre el principal y el agente?

No sé cómo se me ocurrió la respuesta. O bien me había acostumbrado a leer la mente de Harlot, o me estaba familiarizando con su estilo intelectual, pero la cuestión es que hablé rápidamente, deseoso de que mi respuesta fuese valorada.

—El abandono —dije—. El principal abandona la relación íntima con el agente.

—¿Cómo sabe eso? —me preguntó.

—No estoy seguro. Siento que es así —respondí.

—Hubbard, ¿cómo ha podido ocurrírsele algo así? Está usted demostrando poseer los instintos de un oficial de Inteligencia.

La clase se echó a reír, y me sonrojé, pero sabía por qué Harlot había hecho eso. En una oportunidad había cometido la indiscreción de confesarle a Rosen que Hugh Montague era mi padrino. Ahora lo sabía toda la clase, y Harlot debió de haberse enterado.

—Bien —dijo — . Los instintos son indispensables en esta ocupación, pero lo explicaré para aquellos no tan bien dotados como Hubbard. Algunos de nosotros nos hemos pasado algunos años aquí, meditando, podríamos decir, acerca de cómo mantener a un agente trabajando equilibradamente. Hemos llegado a la conclusión de que, tarde o temprano, el principal debe separarse de su agente. Busquen una analogía en el cambio producido entre el temprano cariño paterno y el incremento de disciplina que debe aceptar el niño a medida que crece.

—¿Tiene esto algo que ver con el sentido que adquiere el agente de su nueva identidad? —preguntó Rosen.

—Excelente. La identidad no es más que la manera en que nos percibimos a nosotros mismos. Por lo tanto, convertirse en agente equivale a asumir una nueva identidad. Pero con cada cambio de identidad volvemos a nacer, es decir, tenemos que emprender otro viaje a través de la infancia. Ahora, el principal recompensará al agente sólo por su conducta disciplinada. Por supuesto, el agente, si se ha desarrollado de forma apropiada, debería tener menos necesidad de un lazo emocional que de buen consejo. Ya no necesita tanto una amistad unilateral como a alguien que lo dirija con habilidad y autoridad a través de los riesgos. Dado el peligro que corre, desea creer que mientras haga lo que se le diga, su nueva vida estará a salvo y será moderadamente próspera. Por supuesto, debe aprender a recibir instrucciones precisas. Ciertas precauciones podrán parecer molestas, pero la espontaneidad está prohibida. En efecto, el agente tiene un contrato y una póliza de seguro. Después de todo, en el caso de un problema serio, el principal está preparado para sacar al agente y su familia fuera del país.

»Muy bien, entonces. Una vez establecidos los nuevos papeles, el principal puede completar su separación del agente. Se seguirán encontrando, pero con menor frecuencia. Después de algunos años, el agente y el principal podrán dejar de verse. El agente recibe instrucciones anónimas, deja sus papeles y recoge sus instrucciones. En las raras ocasiones en que resulta crucial que el agente hable con el principal, se concierta una reunión en un piso franco, pero como en un territorio hostil esto consume tiempo, por lo general se mantienen separados. El principal está ocupado con nuevos clientes.

»Esto, caballeros —concluyó Harlot— es el espionaje, una actividad de clase media que depende de la estabilidad, el dinero, grandes dosis de hipocresía de ambas partes, planes de seguros, resentimiento, lealtad subyacente, inclinación constante hacia la traición e inmersión en el trabajo de oficina. Los veré la semana próxima. En breve tocaremos un tema más detestable, el contraespionaje. Allí es donde decimos adiós a la mentalidad burocrática.

Nos despidió con la mano y salimos de la habitación.

3

Esa noche, Rosen y yo fuimos al restaurante Harvey's. Si bien el ir a comer juntos después de cada Jueves se había convertido en un hábito, no se debía, por cierto, a que sintiésemos el uno por el otro un afecto creciente. Sin embargo, había llegado a la sombría conclusión de que Rosen era, cuanto menos, tan inteligente como yo, y sabía mucho más acerca de lo que sucedía en la Compañía. No sólo se las había ingeniado para entablar amistad con un buen número de expertos y relacionarse con varios departamentos, sino que además mantenía correspondencia con todos los que conocía en el campo. Paradójicamente, uno de sus héroes era Ernest Hemingway (digo paradójicamente pues, ¿qué clase de bienvenida habría recibido Arnie si Hemingway ni siquiera simpatizaba con Robert Cohn?). Aun así, Rosen conocía los dichos de Papá Hemingway y creía que un oficial de Inteligencia, igual que un novelista, debía tener amigos de todo oficio y profesión: investigadores científicos, bármanes, entrenadores de fútbol, contables, granjeros, camareros, médicos, etcétera. Por lo tanto, Rosen conocía a todo el mundo en la cafetería de la Compañía. La mitad de lo que yo sabía de los secretos de la Agencia, sus fiascos, guardados con absoluta reserva, o las luchas internas de poder entre nuestros líderes, provenía de él. Observé que hasta Hugh Montague lo invitaba a comer una vez al mes. «Es como examinar el contenido de una aspiradora —comentó Harlot en una ocasión—. Hay mucha pelusa, pero no se puede ignorar la posibilidad de encontrar un gemelo de camisa.»

Era un comentario cruel, pero el cotilleo de Rosen me resultaba interesante. Por ejemplo, me ponía al tanto de lo que ocurría en Berlín. Dix Butler le había escrito, y me enteré de cosas acerca de Bill Harvey, quien al parecer en esa época apenas si dormía tres horas al día. Eran palabras de Dix. Mientras contemplaba el empapelado rojo de Harvey's, no pude por menos que admirar la serie de casualidades que unían ese lugar con Berlín. Estábamos comiendo en un establecimiento fundado hacía un siglo por un hombre cuyo nombre era igual al del jefe de base de Berlín; de pronto, en el otro extremo del salón vi a J. Edgar Hoover, quien se dirigía a ocupar una mesa junto con Clyde Toisón. Pude observar que el director del FBI avanzaba con la pesada gracia de un transatlántico. Después de oír de boca de C. G. la historia acerca de la inhumanidad del señor Hoover, pude comparar su actitud vanidosa con el andar sencillo de Allen Dulles, caracterizado por una ligera cojera causada por su gota.

—¿Sabías que Hoover y Toisón son amantes? —me preguntó Rosen al oído.

Interpreté mal lo que me decía.

—¿Quieres decir que se les van los ojos tras las mujeres?

—¡No! Son amantes. Entre ellos.

Me escandalicé. Después de Berlín, el tema me turbaba.

—Lo que dices es sencillamente horroroso —dije.

Rosen volvió a Harvey. ¿Quería oír más acerca de él? Dije que sí.

—Una broma que circula —dijo Rosen— es que todo el mundo le hace chistes con respecto a su hija adoptiva. Sus amigos le dicen que debería someterla a un examen médico. El KGB puede haberle implantado un fisgón bajo la piel antes de depositarla en el umbral donde la encontraron. Harvey se pone tan tieso como un palo. La posibilidad lo corroe. Sin duda es poco probable, pero Harvey está soportando demasiadas presiones estos días.

—¿Te has enterado de esto por Dix?

—Por supuesto.

—¿Está bien?

—Me ha dicho que te diga que Berlín está triste ahora que ya no hay túnel.

Durante el Alto Jueves siguiente, Hugh también hablaría de CATÉTER. Ese día sus invitados eran los más importantes de todos los que nos habían visitado hasta entonces. Además del señor Dulles, vinieron Frank Wisner, Desmond FitzGerald, Tracy Barnes, Lawrence Houston, Richard Bissell, Dick Helms, Miles Copeland, y cuatro o cinco que no conocía pero que indudablemente eran magnates de la Agencia. La postura de los hombros y el peso descomunal, hablaban de lo elevado de su rango. Rosen me dijo en un susurro que esta encumbrada pandilla asistiría después a una comida que Allen Dulles ofrecía en su casa, en honor de Harlot.

En esta ocasión, estaba tan enterado como él. Esa mañana había llegado un visitante inesperado al Departamento Argentina-Uruguay: el futuro jefe de estación de Montevideo, quien se detuvo unos instantes a charlar. Había sido transferido desde Tokyo en julio, y una mañana en que yo estaba ausente fue al despacho, se presentó y se marchó en seguida.

—No volverás a verlo hasta Navidad —dijo Crosby, mi jefe de sección.

Como otros hombres confinados en un despacho durante mucho tiempo, el noventa por ciento de lo que sabía revelaba un gran pesimismo. De modo que me enteré de bastantes cosas acerca de mi nuevo jefe antes de conocerlo. Se llamaba Hunt, E. Howard Hunt, y durante el tiempo que pasara en Washington visitaría al director Dulles, al general Cabell, a Frank Wisner y Tracy Barnes.

—Quizás es lo que debe hacer —dije— como nuevo jefe de estación.

—Eso es —dijo Crosby—. Jefe de estación, y ni siquiera tiene cuarenta años. Probablemente aspira a convertirse en director de la Agencia algún día.

Hunt me gustó desde el momento mismo en que lo conocí. De estatura mediana, buena complexión física y aspecto atildado, parecía casi un militar. Su larga nariz tenía una leve depresión justo encima de la punta, lo cual denotaba seguridad de propósito. Por cierto, fue al grano.

—Me alegra conocerte, Hubbard —me dijo—. Tenemos mucho de qué hablar en nuestra próxima gira. De hecho, ahora quiero hablar con algunos de los magnates de la Compañía para persuadirlos de que agranden la estación. Todos gritarán: «¡Viene Howard Hunt, esconded el dinero!». Pero es la verdad, Hubbard. En Inteligencia, el secreto para ser efectivo es tener D-I-N-E-R-O.

—Sí, señor.

Consultó el reloj con un gesto grácil, articulado, con tantos movimientos como un saludo oportuno.

—Bien, amigo —dijo—, ya tendremos oportunidad de conocernos mejor, pero por el momento necesito un favor.

—Lo que quiera.

—Bien. Consígueme una invitación para la fiesta de Hugh Montague esta tarde.

—Sí, señor.

No estaba seguro de poder satisfacer su petición. Percibió mi leve vacilación.

—Si no puedes hacerlo —agregó—, siempre me queda acudir a la cumbre. No miento cuando digo que el director Dulles y Dickie Helms son mis amigos, y sé que estarán presentes.

—Ésa es la manera más segura de obtener una invitación —confesé.

—Sí, pero prefiero deberte un favor a ti y no al señor Dulles.

—Comprendo —dije.

—Consígueme una invitación para la comida también —añadió. Cuando se marchó llamé a Margareth Pugh, la secretaria de Harlot.

—No sé si queremos invitar al señor Hunt —dijo—. Trata de hacerse conocer para obtener cosas.

—¿No podrías hacerlo como un favor personal?

—Lo sé.

Suspiró. El sonido me dijo mucho. Tenía sesenta años y era profesionalmente mezquina. Sin embargo, siempre que hablaba con ella me esforzaba por parecer agradable, y era una persona que tenía en cuenta eso.

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